Pienso en los personajes de mi novela Vestido de novia. Una mujer que viaja con su hijo pequeño al mar para dejar las cenizas de un hombre al que amó muchos años atrás, en otra vida, un hombre que no es el padre de esa criatura. Ahí está también esa escena inagotable, la mujer de la mano del niño. En esa imagen ella sostiene al pequeño, pero él ampara por igual a su madre.
En la novela sostengo que para los hijos los padres nacen con ellos: ¿cómo puede haber una existencia que los antecede? Qué raro es un mundo que ellos no habitaban. Mi personaje tiene una vida anterior que sigue doliendo porque hay cosas que nunca dejan de doler. Aquí la memoria ocupa un lugar esencial, es todo. Mi personaje y el de Elío se asemejan en esa necesidad de buscar los rostros del pasado, sólo así podrán borrarlos, sólo así habrá paz. «Y ahora me doy cuenta que regresar es irse» es la primera línea de Tiempo de llorar. Estas mujeres no son madres silenciosas y necesitan mostrarse, quieren que sus hijos sepan quiénes son ellas, que las conozcan. No se trata sólo de transferirles una cierta herencia genética, es trasladarles la memoria más íntima, hablarles con la voz de las confesiones, revelarse.
Y mientras estas madres ovillan sus recuerdos, mientras buscan una tumba en el cementerio o el destino para unas cenizas, otra mirada crece. La del niño que acompaña a la madre en la aventura de cazar las huellas del tiempo transcurrido, de ver cómo desaparecen cosas que él nunca ha visto.
En el relato de María Luisa Elío hay una declaración sencilla y también poderosa sobre lo que ha significado poner el cuerpo y su sustancia en la decisión de ser madre: «Pasaron muchos años, y con ellos tantas y tantas cosas, que fue otra vida, otra historia, y dentro de esa historia me pasó lo mejor de la vida que fue tener un hijo, más que suficiente para dar sentido a lo demás». El hijo que es testigo y alimento de todo tiempo: el pasado, el presente, el porvenir.
***
Hay momentos dotados de una simpleza y dolor apabullantes, en los que los papeles se invierten y los hijos o nietos tienen que hacer de padres. Cuando mi abuela sufrió un infarto cerebral mi madre me llamó para que fuera a verla. Una tomografía mostraba que parte del cerebro había muerto, dejándola en estado vegetativo. A ella, que no podía quedarse quieta nunca, que trabajaba todos los días en su telar o cuidando su huerta o yendo los domingos de madrugada al mercado de Zacualpan para hacer trueque. Busqué a un médico de cuidados paliativos que la atendiera, ya en su casa. Después de que la revisó, nos dijo que no había manera de hacer un pronóstico: la abuela podía seguir inmutable semanas, meses o morir en unas horas. Mamá pidió quedarse con ella a solas. Intuyo lo que pudo haberle dicho al oído y que era indispensable hacerlo. Sólo así podía irse en paz. En ese breve monólogo mi madre confirmó algo que temía: allá adentro, en la tierra incógnita en que su madre se había convertido, ella podía escucharla. Las lágrimas habían escapado de los ojos de la abuela, se deslizaron por su rostro quieto mientras su hija le hablaba.
Ellas tenían sus palabras. Una comunicación en una lengua que ya casi nadie usa. Aunque me acercara para intentar oír, no habría comprendido.
Esa misma noche murió la abuela.
Como en las historias de Elío, a algunas mujeres se nos ha puesto en las manos un tiempo que no siempre comprendemos. Que puede ser angustiante, difícil de conjurar. A veces la suerte es que la sombra que proyectamos no está sola. Tomamos de la mano al hijo que esperamos soltar cuando llegue el momento. Quisiera que mi hijo sepa cuánto me ha sostenido a mí también.
La aguja sobre la corriente
Claudina Domingo*
Por las técnicas se llega a los materiales
No escribo en el vacío, pero me gustaría hacerlo. Contra mi biografía relativamente accidentada (accidentada de forma predecible) el imaginario que se abre ante mí en las noches es indescriptible. O lo es. Y por eso sigo escribiendo. Para mostrar esas luminiscencias y los abismos que están en mí, pero que no me pertenecen.
Cuando comencé a escribir (poesía) no me movió un afán de permanencia (mi apellido, curiosamente, me quedaba lejos entonces). Cuando escribí el largo poema urbano Tránsito deseaba ni más ni menos que la inmanencia; quería unirme con mi material. Mi material que no era la ciudad verdadera, sino la experiencia emocional de la ciudad, algo como un agente químico a través de mis caminatas por la ciudad. Por cierto, esa cualidad alucinante que la ciudad tenía sobre mí, se perdió cuando terminé de escribir Tránsito.
Sin embargo, nunca he vuelto a ser tan feliz. Yo era azotada y perseverante. Demasiado intensa para ser una poeta experimental (si por experimental consideramos el fin del lirismo); bastante locota para contentarme con la contemplación poética. En ese entonces, tanto en mi vida como en mis emociones, era una especie de bólido entre paréntesis. Hay noches que sueño que vuelvo a escribir Tránsito, y que con ese calor que era furia y amor hago otra vez esa cartografía.
En Tránsito aprendí a escribir; «conocí» mi método. Orden, pero sólo para invocar lo luminoso que hay en el caos. El caos no debe dejar de existir, porque de él nace el material insólito. Pero se necesita algo de orden «alrededor» del caos para que la corriente que atraviesa la escritura pueda ser vista y escuchada, para poder distinguir sus texturas. Y también fue a raíz de ese proceso creativo (que ocurrió entre mis veinticinco y mis veintisiete) que descubrí que eso era lo que quería hacer: escribir. Que eso me hacía feliz, aunque el proceso fuera arduo y sinuoso. Que ése era el único mundo que podía gobernar.
Hipótesis new age (o sea, old age)
En astrología, la casa 12, la última casa del zodiaco, representa al subconsciente. Si la casa 4 es el manantial y la 8 el pozo al que se arrojan las muertes personales, la 12 es una bahía en la que resulta difícil saber si el agua sube del mar o baja de la laguna. En mi carta astral la casa 12 es la más poblada. Ahí están Saturno y Plutón en conjunción en Libra y Júpiter en Escorpio, inaspectado. Saturno en la 12 produce, en general, problemas de ansiedad o depresión; Plutón, una sensación de estar privado de poder (o de que las amenazas son mayores a las propias fuerzas). Y Júpiter, el planeta del crecimiento y la magnificación, crea la impresión de que las emociones pueden devorar.
Mucho tiempo ignoré conceptos astrológicos. Y mucho tiempo, pese a conocer los conceptos, no los entendía del todo. Hasta hace poco comprendí más y pude interpretar mejor. Caí en cuenta de que hay una parte en mi carta astral (y en mí) que funciona ignorando mucho de la otra. Y la que está consciente de la amenazadora ha vivido intentando sofocarla. Marte, el regente de mi carta con ascendente Escorpio, está en la casa 1 en oposición a la Luna. Es el planeta responsable de que sea ambiciosa, empecinada, disciplinada y egoísta cuando alguna emoción o el cuerpo (la Luna) amenaza los anhelos de largo plazo (Marte en Escorpio). Pero Marte no forma parte de los materiales, ni siquiera de los procesos.
Los materiales se encuentran en esa casa 12 electrizada por la ansiedad de Saturno y embriagada por un Júpiter inaspectado que imagino como en el Júpiter astronómico ocurre la tormenta del ojo anaranjado: atravesando con demasiada emoción las experiencias, las observaciones y sin forma de ser regulado. Mi trabajo literario está lleno de eso: impresiones desmesuradas (Júpiter) que buscan su camino expresivo de la manera más incisiva (el orden de Saturno). En mi narrativa y en mis poemas hay una ansiedad por mostrar el dolor y la felicidad. ¿Cómo acceder a esa bahía, extensa pero ingobernada?
La hora de la poesía
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