Hasta ese momento yo pensaba en la maternidad como una serie de estados transitorios —embarazo y puerperio—, que sí implicarían un cambio en mi rutina, pero, con la organización adecuada, no tenían por qué significar un cambio en mi estilo de vida ni en mis prioridades, a fin de cuentas tenía una pareja y unos padres que colaborarían activamente en la crianza, por lo que no tendría que estar atada todo el tiempo a la pequeña cría. Estaba convencida de que la mejor forma de educar a una niña era mostrarle que las mujeres somos capaces de conciliar la vida familiar y la laboral para desarrollarnos plenamente. También estaba segura de que después del parto recuperaría mi energía habitual y, así como alguna vez había sido capaz de tener dos trabajos de tiempo completo, podría cuidar a mi hija y seguir dedicándome a las cosas que amaba: la literatura y la gestión cultural. Esperaba con ansias el alumbramiento porque eso significaba, según yo, el regreso a la normalidad.
Mi hija nació a finales de agosto de 2016. La cesárea se realizó a las 39 semanas, una antes de la fecha de término; me había «ahorrado», por recomendación de la ginecóloga, el trabajo de parto. Entonces solía bromear diciendo que parir con dolor era obsoleto, pero a Dios no le gusta que nos tomemos sus maldiciones a la ligera. Después me enteraría de que el trabajo de parto es necesario para generar las hormonas que contribuyen a la producción de la leche materna, así que durante las primeras semanas no fui capaz de amamantar a mi hija, me había ahorrado el dolor a cambio de sufrimiento: la bebé lloraba de hambre y yo lloraba con ella pensando que algo estaba mal en mí.
A pesar de que me recomendaron no darle fórmula para acelerar la bajada de la leche, yo no podía escucharla llorar sin caer en la tentación de darle el biberón; después me sentía como debe sentirse un adicto tras una recaída: terriblemente culpable por mi debilidad; me prometía no volver a hacerlo, ser más fuerte, aguantar; pero ella volvía a llorar y yo lo volvía a hacer. Debo haber tardado un par de semanas —que me parecieron una eternidad— en aceptar que la lactancia materna exclusiva no me era posible; tardé un poco más en dejar de sentir que había fracasado.
Aunado a eso, la bruma en mi cabeza, lejos de disiparse, se hizo más espesa. Durante ese año, el 2016, escribí, con mucho trabajo, un solo cuento. En ese momento no sabía, porque nadie me dijo y yo no pregunté, que esa bruma mental era normal y que era consecuencia de los cambios hormonales. Como no lo sabía, pensé que estaba estropeada, que no volvería a ser capaz de tener pensamientos claros, que jamás lograría de nueva cuenta hilar una línea narrativa, que no había más remedio que aceptarlo y dedicarme a la crianza de tiempo completo.
Aunque por un lado estaba convencida de que mi dedicación tendría efectos positivos en el desarrollo de mi hija, la idea de ser «sólo madre» me resultaba agobiante. Cuando estaba sola lloraba por esa parte de mí que había muerto inesperadamente: mi vida cambiaría, no por mi hija y las labores de cuidado, sino porque yo estaba incapacitada para seguir siendo yo. Sin embargo, no podía resignarme: amaba a mi hija y quería de todo corazón ser una buena madre, pero al mismo tiempo necesitaba urgentemente una actividad que me permitiera escapar de la crianza, recuperarme a mí misma, demostrarme que aún podía hacer «algo que valiera la pena».
En esos días de ensimismamiento catastrofista recibí un correo preguntando por el festival que había empezado a organizar antes del parto. No podía escribir pero me quedaba todavía la gestión cultural, así que pasada la cuarentena me dediqué a afinar los detalles, tal como lo tenía previsto. Lo bueno del trabajo de organización es que no necesitas imaginar ni recordar, sólo saber hacer listas de pendientes y ser lo suficientemente obsesiva para no dejar ningún punto sin palomear. A pesar de la premura, de la falta de recursos y de todo lo que implica la gestión de un festival independiente, me gustó el resultado. El día que se inauguraba me enteré de que nos habían dado la beca de coinversiones del FONCA para la segunda edición y lo tomé como una señal del universo: si no podía escribir novela negra al menos podría contribuir a fomentar su lectura. En el 2017 me dediqué a cuidar a mi hija y a preparar el segundo festival. No escribí nada, ni siquiera hice el intento.
Una de las ventajas de haber leído muchos libros de autoayuda durante mi adolescencia es que estoy programada para quitar mi atención de lo que no puedo y enfocarla en lo que sí puedo. Ya no podía seguir siendo escritora, así que me puse a averiguar cómo ser madre. Mi experiencia con la lactancia me demostró que la maternidad era un asunto mucho más demandante de lo que tenía previsto, y nunca, ni siquiera durante el embarazo, me había puesto a pensar que iba a requerir algo más que amor e instinto.
La narrativa social en torno a la maternidad tampoco me previno. En términos generales se hablaba de la renuncia de las madres a sí mismas por amor a los hijos; yo no estaba de acuerdo, «ya verás cuando nazca», me decían. Pero lo que yo vi fue una condición que de alguna manera te incapacita para todo, excepto para las labores de cuidado. Yo no hacía nada más porque no podía hacer nada más, no porque no quisiera hacer nada más. Cuando quise hablar de la frustración que esto me generaba, las respuestas de mis interlocutores oscilaban entre dos posturas, los que decían que el cariño por los hijos alivia toda tensión física o mental: «pero seguro cuando ves la sonrisa de tu hija se te quita»; y los que consideraban que era cuestión de proponérmelo: «sólo es cuestión de que te organices mejor, si de verdad quisieras hacerlo, lo harías». En conclusión, me faltaba amor para no querer algo más, me faltaba voluntad para querer algo más. Si lo pensaba me sentía doblemente frustrada, así que prefería no pensar.
Terminé aferrándome al cuidado de mi hija porque era lo único que me sentía capaz de hacer. Llevé una bitácora para crear rutinas respetuosas de su ritmo natural, aprendí a portear, practiqué el colecho, investigué rutinas de estimulación temprana, leí artículos sobre cómo llevar la lactancia mixta de la mejor manera, cuando cumplió seis meses hice a mano sus papillas. Me asumí como madre y ama de casa de tiempo completo. Si alguien me preguntaba si estaba escribiendo decía no puedo y era más fácil hablar de todo lo que implica el cuidado de la cría que de la bruma en mi cabeza, además estoy haciendo el festival, agregaba, para mostrar que mientras tanto sí estaba haciendo «algo importante».
Podría decir que en el 2018 la cuarta ola del feminismo y su lucha por la justicia para las mujeres, particularmente en temas relativos al acoso sexual y la violencia feminicida, tan difundida en redes sociales, me hizo cuestionarme qué tanto de la actitud que había asumido respondía a mis propios micromachismos. La verdad es que a mediados de ese año le preguntaron a mi hija a qué se dedicaban sus papás: «Mi papá escribe y mi mamá lava los trastes». Lo sentí como una bofetada. Bastaron dos años para que poco a poco me ciñera a los roles de género que tenía introyectados y, todavía peor, estuviera perpetuándolos al transmitírselos a mi hija —aprendemos lo que vemos, no lo que nos dicen—. Me había convertido en todo lo que no quería; podría decir que fue sin darme cuenta, pero me daba cuenta, porque esa parte de mí, a la que di por muerta y lloré durante el puerperio, parecía hablarme desde el más allá cada vez que bajaba la guardia, me hacía notar que no tenía peniques ni cuarto propio, me hacía sentir que la estaba traicionando.
A finales del 2018 me invitaron a participar en una antología de noir latinoamericano y acepté. Quise obligarme a escribir. Creo que en el fondo lo que más quería era que mi hija me viera haciendo algo más que lavar los trastes. Nunca he sido una escritora prolífica. Soy más bien lenta. Releo los textos hasta que estoy segura de que no puedo hacerlo mejor. En esa ocasión tuve que soltarlo antes de estar completamente satisfecha. Aun así estaba contenta, después de dos años y medio había escrito otro cuento.
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