Los ritos son importantes porque fijan un orden y límites a las fuerzas apenas conocidas de otros planos. Cada mago o hechicera refuerza su poder invocativo e intuitivo con una serie de procedimientos que hacen más probable la aparición de lo otro o la conexión con aquello, y que al mismo tiempo señalan las fronteras a esas potencias.
De manera espontánea, cuando volví a escribir un libro de poesía (tras años de fracasos) lo hice con medidas rituales. Escribo poemas primero en lápiz, en una libreta, donde puedo corregir el borrador antes de transcribirlo.
No soy buena poeta en la corta distancia. No se me dan los poemas absolutos que arropan con contundencia un tema (o todos los temas). Admiro a los poetas que son capaces de hacerlo. Si no los envidio es porque me gusta, me regocija tener «poemario» en construcción. Me gusta que el asunto poético se agote (si lo consigo) por múltiples vías, desde diferentes ángulos. En general evoco el libro de poemas como una ciudad o como una red hidráulica, con sus drenajes y sus tinacos de agua potable.
Aunque conozca el asunto de mi poemario, nunca comienzo conociendo las tramas, las formas que tomará el libro, así que recurro a los números a falta de construcción intelectual racional previa. Pese a que me sé sólo hasta la tabla del seis, o quizá por ello mismo, por su misterio tan pulido, es que confío en ellos. De entrada sólo tengo el perfume, la textura que quiero para el poemario. Pero en esa alba ya le pongo, tentativamente, límites: dos, cuatro, seis, siete o nueve apartados. El tres, el ocho, el cinco y el nueve no me gustan para la poesía; ahí sí, por superstición pura: es decir, sin visos de razonamientos. Y sin embargo, esos números no me molestan para la prosa.
Muchas veces cambian los números y un poemario con seis secciones intercaladas sin aparente orden de pronto se convierte en uno con cuatro secciones diferenciadas. Lo importante de la aritmética es que me obliga a «forzar» conclusiones, a agotar los temas. En poesía se convierte en un material mismo, porque más concentrada en el lenguaje que en el significado, la poesía «obligada» a ciertos cauces se aboca a los campos semánticos y a la ruptura de ellos, que suele derivar en otra vía de exploración, en otro poema.
Y, sobre todo, me concentro en el silencio antes de escribir. Y ahí no sé qué escucho porque no escribo lo que escucho sino que empiezo a escribir, aterrorizada porque la página sigue en blanco, porque la página es una página real: la hoja de un cuaderno de dibujo que me sirve mejor que una esquela porque suelo escribir en párrafos horizontalmente extendidos. Y no a la primera (y sobre todo si llevo días sin tocar el poemario), pero poco a poco voy escribiendo cosas con sentido y entre ellas surgen los gérmenes para los otros poemas. Así que escribo rápido, cuatro o cinco borradores, para salir de allí lo antes posible; al fin y al cabo, lo eléctrico no pasa a través de mí sin dejar huella. Quizá anoto unas palabras después sobre temas que no toqué: semillas, esquejes, larvas para otro poema.
No me gusta que mis poemarios pulsen la misma cuerda con insistencia. Prefiero, en general, que la intensidad emocional tenga un contrapunto de autoescarnio o parodia. Pero me niego a cederle todo el material al sarcasmo. Me niego a que engulla mis poemas y entonces éstos, déspotas posmodernistas, obliguen al lector a reírse a cada página, y a mí a ser obligadamente aguda e iconoclasta.
Los años de la trama
Si los libros de poesía se pueden medir por los borradores que uno escribe en un mes y los meses que uno se tarda en corregirlo, la prosa, más prosaica, tiene unidad de medida: la hora-nalga, es decir, las horas que uno pasa escribiendo y escribiendo la masa que luego hay que corregir y sobre la que hay que cortar, reescribir, a veces extirpar. Pero para sentarse ante la página en blanco procuro dotarla de texturas si no puedo hacerlo de bocetos mentales. Sobre todo después de una novela fallida que intenté escribir en 2014 y del considerable esfuerzo que me costaron los cuentos de Las enemigas. Es verdad, escribir subsecuentes libros de narrativa (o de poesía) es menos arduo que los primeros trabajos, pero requiere la conexión total con el proyecto. Los años que uno le da vida a un volumen de cuento o una novela pertenecen, de manera intelectual, a un tiempo fuera del tiempo. Sobre todo la novela rige su propio universo, del que uno entra y sale a lo largo del día sin que, en realidad, uno pueda compartir nada con otras personas acerca de este territorio. Incluso si uno platica con otros colegas o con los amigos al respecto, es bajo el pacto de que uno va a ser atendido pero no comprendido, porque el libro (larvario, avanzado, a punto de la metamorfosis final) está velado por el manto de lo inédito.
Mi narrativa también es amiga del proceso de ser olvidada por unas semanas; de dejar que el polvo imaginario se asiente un poco sobre la narrativa en construcción, para crear, como en el caso de los poemas, matices en el tono, subtonos o tono en contrapunto. A los cuentos, me parece, también les pasa lo que a los libros de poemas si una se arranca a escribir de cabo a rabo un texto: ganan unidad pero se aplanan. Así comienzo un relato, escribo rápido también (aunque con menos ansiedad que la poesía) pero en la computadora y como ley dejo de escribir cuando me empiezan a doler las manos. Dejo entonces el cuento, sin leer, unos días y cuando vuelvo a él sólo reviso por encima lo escrito, apenas para no equivocarme de persona o tiempo narrativos. (Al fin y al cabo, de alguna manera ya tengo memorizada la secuencia de los párrafos.) Casi cuando voy a rematar ya sé qué es lo que falla, hago las vivisecciones necesarias y en general tengo que dedicar otra sesión a tapar los agujeros y remendar todo. Me desentiendo de él varias semanas. Luego lo imprimo y ahí comienzo a corregir; reimprimo, reescribo; reimprimo, corrijo. Y así hasta que me aturde. Entonces lo dejo hasta que tenga que editarlo para publicación. Hasta el momento no me he arrepentido de un cuento. Las enemigas tuvo dos cuentos más (uno en dos versiones) que ni siquiera tuve que imprimir para saber que no valían la pena.
La corriente
Dice Gastón Bachelard en El agua y los sueños: «En el fondo de la materia crece una vegetación oscura; en la noche de la materia florecen flores negras. Ya traen su terciopelo y la fórmula de su perfume». La frustración de los soñadores es que atendemos a las cosas completas, las visitamos (pues en los sueños el conocimiento se da en forma de primera cosa, de aquí que parezca que somos los viajeros que atraviesan esos universos) y luego despertamos como un aborto hacia la vida cíclica, donde las emociones han sido tantas veces experimentadas que ya no se presentan en la imposible pureza en la que aparecen en el sueño.
Porque la emoción onírica aparece liminar, porque en algún momento durante mi adolescencia el sueño adquirió una importancia fundamental en mi mundo interior, porque en la adultez el sueño (los sueños) se hizo más presente, más vívido y más complejo fue que comencé escribir «desde» el sueño.
Ya en Tránsito incluí un poema con las ciudades soñadas, y en Las enemigas casi todos los personajes principales de los relatos tienen «sus» sueños (o sea, mis sueños). Pero faltaba el sueño completo. Una mañana tuve un sueño que derivó en la escritura de La noche en el espejo. El sueño mostraba la manera de unir «todos los sueños» de mi vida (aunque con transiciones ficcionales) de manera lógica y armónica en términos narrativos. Y me mostraba el argumento, la piedra angular de mi vida onírica.
A principios de año me di cuenta de que, por primera vez en la vida, el tiempo comprado (adquirido a través de una beca del SNCA) y mi circunstancia me permitirían llevar a cabo diferentes proyectos al mismo tiempo. Antes de ello, siempre trabajé una cosa a la vez: libro de poemas o libro de cuentos o novela. Dentro del caos en el que me muevo, tengo manías obsesivo compulsivas en la escritura. La principal es contar las palabras (en el caso de la narrativa) o los borradores de poemas cuando escribo, y anotarlo en mi agenda. Así saqué un promedio, tras escribir Las enemigas y La noche en el espejo, de cuánto puedo trabajar en un año como narradora. Pero incluso si trabajo mucho, mis libros requieren el mencionado proceso de decantación, así que llegué a la conclusión de que «ahí en medio», durante los meses que deje reposar la novela, podía ubicar la escritura de los libros de poesía o un relato. Y claro, queda la posibilidad de revolverlo todo para volver de nuevo al caos.
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