Así comencé una novela en la que llevo un ritmo muy pausado, escribí un relato hace unas semanas y tengo tres carpetas de poemarios. Quiero terminar borradores de los poemarios antes de que la novela me invada. Sé que terminará haciéndolo si aspiro a escribir una novela compleja. No es una novela realista. No sé si vuelva a escribir narrativa realista. Me canso sólo de pensar en conformar un personaje realista. Los relatos son lo más seductor y lo más riesgoso: quiero un mundo apenas fantástico en algunos casos, pero en el que la pureza de las emociones sea extática o escalofriante (es decir, onírica)… y sé que por lo mismo puedo terminar escribiendo páginas crípticas.
Nunca antes había trabajado tanto con el sueño cotidiano. (Cuando escribí La noche en el espejo hice, sobre todo, un ejercicio de memoria onírica.) Ahora anoto lo que sueño en mi agenda o en mi diario, pero casi como si fuera taquigrafía, sólo como post-its para poder recordar después ese sueño. Soy de la idea de que «redactar» los sueños los asesina, porque involuntariamente rellenamos los huecos de los sueños, las secciones borrosas. Evidentemente, la mayoría de los días sueño trivialidades, pero cuando tengo un sueño importante lo evoco a lo largo del día y, si parece exigir un cuento, lo aparto en la memoria junto a otros sueños de su especie, donde esa emoción, ese perfume late en su forma más pura.
No conozco otra forma de trabajar con los sueños. No me interesa «controlarlos», sobre todo tras intentar hacerlo en la adolescencia y llevarme un par de sustos de muerte. Como dijera una amiga: «más vale no picarle el buche al diablo». Padezco insomnio. Tomo pastas para remediarlo y aun así a veces me cuesta un gran trabajo dormir. Creo que ese insomnio es de importancia capital en que a veces tenga sueños que parecen forjados en otros planetas y la mayoría de las ocasiones sueñe sandeces. Suelo soñar que hago multiplicaciones. Pero confío en que en algún momento de la semana soñaré algo que vaya configurando un relato o que sirva de forma tangencial para los poemas o la novela.
A esto le he llegado a llamar la corriente. Todo lo que ocurre en el subconsciente y que suele aparecer en forma de sueños. También surge en los ámbitos que aparecen, poco a poco y tras mucho esfuerzo, conforme escribo poesía o narrativa. Eso que llamamos la imaginación «pura», es decir, el reino que es casi invisible a la vista por lo removido de las aguas que lo cubren; las ciudades brillantes que se esclarecen conforme una hace el esfuerzo entre las palabras, a través de la sintaxis, mientras una se cuida de que los materiales sean herramientas de construcción creativa y no de devastación del ego propio. Soy una escritora que trabaja más con esos materiales subconscientes que con una propuesta delineada de manera muy racional. Tengo que ir y venir de la casa 12 constantemente.
Siguiendo la metáfora astrológica, no en vano mi Mercurio (el regente de las entendederas y el santo patrono de los escritores) se encuentra en la casa 11, en Libra, en una conjunción muy amplia con el Saturno en la 12. Ahí, Mercurio es la aguja que espera su disco de vinilo, es la aguja que se hunde en la corriente con la intención de arrancarle algo que tenga forma, algo que parezca mundo, ciudad o sueño.
La decisión (repetitiva, como la vida diurna)
Cuando he estado embarazada he intuido que mi relación con el progenitor de la hipotética criatura no duraría; es decir, siempre presentí que sería una madre soltera o divorciada que pasaría por todas las dificultades que pasan las madres que crían solas a sus hijos. En todas las ocasiones he imaginado una vida difícil, con una persona (un niño o una niña) que requiere constante atención, cuidados y dinero. Aunque mi vida no es imposible, mi temperamento y mi tendencia a la depresión la han hecho más complicada de lo que «debería ser».
Cuando he estado embarazada experimento pavor: algo dentro de mí se obstina a vivir; algo dentro de mí se convertirá en una persona que estará cerca, demasiado cerca de mí, los siguientes quince, veinte o treinta años. Hará ruido demasiado cerca (incluso si está en otra habitación o lejos de mí por unos días). Generará el ruido que evito todo el tiempo para poder escribir. No me he sentido capaz de criar a un hijo, seguir mis anhelos y mantenerme emocionalmente entera al mismo tiempo… sola. Así que ante un panorama, seguramente exagerado, en el que me veo viviendo una vida precaria, siempre al borde de un ataque de nervios por tener que cuidar a una criatura más frágil que yo, he decidido no continuar embarazada. He decidido no tener hijos. Creo que sería una pésima madre y una persona (más) infeliz si tuviera un hijo. Mi decisión no ha sido muy racional sino emocional y visceral, pero quizá por eso ha sido una reiterada decisión correcta, porque la carne intuye con mayor precisión de lo que percibe nuestra vida cerebral.
Tengo una constante sensación exacerbada de que hay demasiado ruido y caos a mi alrededor. Para escribir tengo que proveerme de un medio artificial de silencio. Sé, porque lo he visto con mis amigas, que la maternidad no me procuraría ese ámbito (de hecho muy frágil) que me permite escuchar (a veces, y tras esfuerzo y con ritos de por medio) la música interna de la corriente. Muchas personas me han intentado convencer de que estoy equivocada porque no sé de lo que hablo (porque no tengo hijos). Muchas personas, hombres y mujeres, me han querido coptar para la amplia secta de los Reproductores, y algunas se han mostrado decepcionadas de mi tozudez, mi inmadurez y mi pesimista egoísmo. Pero en el fondo, si de algo he estado convencida, es de que no tener hijos (la reiterada elección de no continuar embarazos no deseados) es la mejor decisión que he tomado en mi vida. Aquí, la existencia da la sensación de que todo es caótico y avasallador; aquí, hago malabares para poner diques a esas fuerzas y darles sentido. Aquí necesito silencio y concentración (mucha) para invocar las fuerzas del orden creativo.
La maternidad y la reescritura del yo
Iris García Cuevas*
…cuando nos acosan las dudas mientras estamos a solas con nuestros hijos, nuestros auténticos yos vuelven una y otra vez, nos acechan.
JANE LAZARRE, El nudo materno
A principios de enero de 2016 confirmé que estaba embarazada. Iba a cumplir treinta y nueve años y pensé que estaba lista para ser madre. A los pocos meses la ginecóloga me dijo que la placenta estaba más delgada de lo normal y que si quería que el embarazo llegara a término tenía que guardar reposo. No hay problema, me dije, será como un año sabático, voy a dedicarme a leer y a escribir. Lo intenté, pero no podía leer más de tres páginas sin quedarme dormida y tampoco era capaz de hilar una historia. Me sentía sumamente abrumada, en el sentido de que mi cabeza estaba todo el tiempo cubierta por una espesa bruma. Comencé a enojarme con esa circunstancia, conmigo misma, con mi cuerpo y mi mente que no eran capaces de mantener el ritmo habitual. Es normal, estás gestando, esto pasará, me decía para recuperar la calma.
Decidí que mientras esperaba no me quedaría en cama sintiéndome una inútil, que bien podía hacer algo que no implicara creatividad, concentración ni esfuerzo. Iba a organizar un festival. Así nació el primer Festival de Narrativa Policíaca y Criminal Acapulco Noir; después de todo sólo se trataba de invitar escritores, armar un programa de mesas y conferencias, gestionar espacios y recursos, organizar traslados y hospedajes, difundir las actividades y promover la asistencia. Todo eso desde la comodidad de mi casa, con una laptop y un celular a la mano. Mi parto estaba programado para finales de agosto, así que el festival sería en noviembre, para poder ocuparme de lleno de los últimos detalles pasando la cuarentena. ¿Estás segura?, me preguntaban las personas a mi alrededor y yo contestaba con un convencido sí.
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