El Comecasas
©de los textos e ilustraciones: Gonzalo R. Quintana, 2021
©de esta edición: Editorial Tequisté, 2021
Corrección: M. Fernanda Karageorgiu
Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo
1ª edición: agosto de 2021
Producción editorial: Tequisté
hola@tequiste.com
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ISBN: 978-987-4935-78-6
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LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
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Quintana, Gonzalo R.
El Comecasas / Gonzalo R. Quintana. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4935-78-6
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de Aventuras. 3. Literatura Infantil y Juvenil. I. Título.
CDD A863.9283
A mis hijos, Ezequiel y Lucas,
que con sus preguntas y curiosidad me mostraron el camino hacia esta historia.
Hoy contaré, tal cual recuerdo, la historia de El comecasas. Pero antes, debo advertirles que se trata de una historia circular. Me refiero a esas que deben contarse ininterrumpidamente para que no vuelvan a repetirse.
Al final, cuando la conozcan completa, podrán contarla a todo aquel que quiera aprender una buena lección.
Esto, que a su vez alguien me contó, sucedió hace mucho tiempo, tanto, que pudo haber sido ayer. Y ocurrió en tierras muy lejanas, tanto, que pudo haber sido aquí a la vuelta.
Podríamos comenzar la narración desde cualquiera de los personajes que sufrieron la desgracia, pero debo reconocer que me he encariñado especialmente con el niño pescador.
Fue en un equinoccio de otoño, en la pacífica bahía de Lembuu. Allí, donde nadie miraría, en el pueblo costero de Torre Baja, preparaban como cada año las fiestas locales con su tradicional mercado popular.
Mientras el pueblo ostentaba colaboración y entusiasmo, Amis y su hijo mayor, Aldar, recogían redes mar adentro.
—Dieciocho meros y sesenta sardinas —dijo el padre haciendo un detenido recuento—, volvamos a casa.
—Me gustaría pescar un poco más… ¡Así tendríamos más pescados! —dijo Aldar emocionado, mirando las olas.
Su padre, hombre sencillo, sonrió.
—¿Y para qué querrías más pescados?
—Para tener más dinero yyy… bueno, gastarlo en la feria —respondió el niño tímidamente.
—Mira Aldar, tu cansado padre ya no puede enseñarte muchas cosas, pero de las que aún me quedan por decirte, quiero que recuerdes bien esta —dijo y se aproximó a su hijo con la red en la mano—: esta red, confeccionada por ti y tu abuela, puede recoger solo un número de peces y no más. ¿Verdad? —Aldar asintió con la cabeza—. Y este bote puede llevar cierto número de personas y no más. ¿De acuerdo? —El temprano pescador no entendía aún la intención de las palabras de su padre—. Tu madre y tu hermana comen un mero entre las dos; tú y yo nos comemos dos meros, y un cuarto se lo damos al viejo Ermo, que ya no puede salir a pescar. El resto lo llevamos al mercado. Así encontramos la felicidad día a día. No nos hace falta nada más.
—Pero si cogiéramos más peces, podríamos tener más monedas y no saldríamos a la mar todos los días —dijo Aldar mientras rescataba un cangrejo de la red para lanzarlo de regreso a las aguas.
Amis podría triplicar su pesca diaria, no obstante, quería enseñarle a su heredero la importancia de recolectar únicamente lo necesario para vivir, y controlar su ansiedad, disfrutando libremente cada etapa de la vida.
—Si todos los hombres de pesca pensáramos y actuáramos como lo estás proponiendo, el mar se quedaría sin peces más temprano que tarde. Debes ser paciente y constante, hijo, solo así el tiempo te dará lo que sueñas.
Aldar se acomodó en la proa, no había entendido muy bien las palabras del padre, por lo que suspiró y estiró los brazos para acariciar las olas.
Cuando llegó a casa, aún con los pies mojados, su abuela le pidió ir al bosque a por setas. Aldar cogió su cesta de mimbre y saltó entre los tejados hasta llegar, casi de inmediato, al linde del bosque. Ya no quedaban boletus, esos que cocinaba la abuela, al menos no a simple vista, por lo que tuvo que adentrarse en la arboleda para buscar robellones y níscalos.
Como todo niño de esa época y lugar, creía haberlo visto todo y saber lo suficiente para ganarse la vida en el mundo; sin embargo, lo que observó desfilar por delante de él lo dejó atónito, sin palabras. A unos metros de su cesta, pasando el encinar, una enorme caja envuelta en coloridas telas descendía por el camino que conducía hasta la entrada del pueblo. No la tiraban caballos, camellos ni cansadas mulas, sino ocho grandes cerdos salvajes. ¡Sí, de esos que huelen a rayos y centellas!
Los dos primeros parecían jabalíes. O al menos eso decían sus afilados colmillos.
Aldar volvió corriendo a su casa para contárselo a su familia. Olvidadas quedaron la canasta y las setas para el almuerzo. Durante el regreso, imaginó qué cosas podría traer en su interior la gran caja y su extraño portador…
«Tal vez contenga muñecos de madera y juguetes, ¡no, no!, ¡animales exóticos!, seguramente la caja esconde animales nunca antes vistos por estos lares. ¡¿O contendrá magia y trucos provenientes de tierras lejanas?!», pensaba el imaginativo Aldar con la impaciencia de un muchacho de su edad.
Nadie escuchó con seriedad lo que el joven contaba eufórico. Eso sí, su abuela le preguntó por la canasta y, al no darle razón sobre ella, recibió un regaño y la penitencia de llevar a su hermana más pequeña a la feria del pueblo.
—¡Uff! ¡Qué aburrido, todos los años es lo mismo! —exclamó tironeando a su hermana de la mano.
Menos mal que recogería de camino a Berat, su gran compañero de aventuras.
Este año, se habían prometido ir por aquellas dos tirachinas que en la feria pasada no compraron por falta de monedas. Berat estaba emocionado.
—¡Llegó el día, Aldar, he vendido toda mi cosecha de caracoles! —decía Berat golpeando su bolsillo lleno de calderilla.
A media calle, cruzando el arco de piedra, los esperaba la ruidosa plaza central. Esquivaron malabaristas, bufones, músicos callejeros y hasta un desfile de alocadas ocas.
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