Gabriela Terrera - La última Hija de la Luna

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La última Hija de la Luna: краткое содержание, описание и аннотация

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En estas tierras de las trece lunas, sus habitantes parecen haber olvidado las predicciones y los terribles khármazos que alguna vez se esparcieron el día de la ola fantasma; sin embargo, hay quienes todavía se mantienen alertas al nacimiento de los cinco niños de la predicción, porque saben que entre ellos podría hallarse una auténtica Hija de la Luna, llamada para destruir a sanguinarios, descendientes de la furia del lago de fuego, y a navegantes, erráticos hijos del mar, quienes han estado en conflicto desde los tiempos de La Llegada. Los terrinos son el fruto indeseado del choque de estas razas, han sido despreciados y aborrecidos desde siempre, pero a pesar de los pactos y conciliaciones que ellos han trazado para asegurar su sobrevivencia, la sombra de una terrible maldición los conduce hacia su inevitable desaparición; la existencia de una Hija de la Luna es el único motor de esperanza que algunos ya han perdido.
Desconocidos por todos es el hecho de que Taghena, última Hija de la Luna que ha pisado sus tierras, aunque poderosa y destructiva, fue incapaz de contrarrestar las maldiciones de los khármazos que sabía habrían de condenar a su raza de terrinos y es entonces que desesperanzada, suplica con el último desgarro de su alma la intervención de «ilqa-peluhen-xurpu».

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Era el inicio del mes de H’evio que, junto a H’icio, conformaban el bimestre del “Sol Ardiente”, las mañanas amanecían calurosas y poco agradables, las tareas debían realizarse desde muy temprano para evitar trabajar durante el sol alto, momento del día cuando el calor resultaba implacable y todo se tornaba doblemente agotador.

El grupo de Serjancio y Kanki avanzaba presuroso junto a otras caravanas, con ellos se desplazaban sus vecinos más próximos, Tolomano e Imadora y sus pequeños nietos Nelayo y Nunciana, todos ellos eran familia de conciliación de Danhola y Xukey. Un vínculo afectivo e indestructible unía a las familias de Serjancio y Tolomano, un vínculo forjado desde la tragedia y el dolor: sus respectivas hijas, Jaquilda y la pequeña Iana, habían desaparecido juntas durante el trayecto entre la Laguna Escondida y las huertas; rastros, gritos y un testigo ocasional de la fuga, resultaron ser los indicios determinantes para saber que se había tratado de un rapto de cautivas, aberrantes prácticas que por aquel entonces ya se consideraban extintas. El hecho habría de provocar una feroz y encarnizada represalia contra los sanguinarios que aún habitaban en la Meseta Desterrada, pacífica extensión de hierbas frescas que reinaba sobre los límites entre la selva y las montañas. Para desdicha de unos y felicidad de otros, el caso de Iana y Jaquilda fue el último reporte sobre desapariciones y que, con el tiempo, fue olvidado como un recóndito recuerdo que a nadie le interesaba inmortalizar.

Danhola había entrelazado su vida en matrimonio con Chattel bajo las leyes y costumbres de los terrinos, una semana después de la muerte de su único abuelo, llevaban juntos casi un ciclo solar completo (un año, según lo denominaban los navegantes); con sus padres lejos al servicio de Refugio del Mar y su abuelo fallecido, Danhola encontró en su esposo, protección y seguridad que creyó necesitar para ella y para su hermano menor. Chattel supo funcionar como engranaje en las complicadas relaciones de conciliación con la familia de navegantes de su esposa, por lo que las jornadas se tornaron mucho más llevaderas y pacíficas. El flamante matrimonio había perdido dos embarazos, eventos que al parecer endurecían cada vez más el corazón de Danhola, pero que acrecentaban la bondadosa paciencia de Chattel. Las tierras de Tolomano no eran tan extensas como las de sus vecinos, rara vez dejaban a algún integrante de la familia conciliada para su cuidado. En esta ocasión y por pedido de su hermano mayor, Lonkkah habría de encargarse de aquél pequeño ganado.

Diferentes caravanas fueron concentrándose en forma metódica y ordenada a medida que se acercaban a la ciudad. Una pared invisible dividía la inmensa e interminable columna, de un lado se agrupaban los navegantes, la mayoría a rostro descubierto luciendo su brillante piel azabache y en magnífico contraste, sus luminosos ojos azulados parecían gotas de mar regresando al mar; del otro lado de esta casi hermética muralla, marchaban los terrinos, risueños y desordenados, envueltos de pies a cabeza en túnicas de colores claros. Aunque todos se dirigían hacia un mismo objetivo, avanzaban juntos… no mezclados. La mayor y más grande diferencia entre ambas culturas eran los niños navegantes, sus juegos y el inocente bullicio jamás pasaba inadvertido ante las miradas (y recónditos sentimientos) de los mestizos. La fracción de edades a la que pertenecían Chattel, Danhola, Xukey, Satynka, Lonkkah, Yllawie y otros jóvenes terrinos, penosamente considerada la “Ultima Camada”, provocaba profunda angustia, impotencia y malestar en esta esplendorosa cultura, los triniños eran los últimos nacidos de su etnia y no todos sabían de su existencia… y era ahí, en ese tenue y delicado espacio entre el mito y la realidad, donde se abría una infinidad de puertas que dejaban escapar rumores de todo tipo y tenor: para los navegantes, los murmullos se esparcían como peligrosa neblina sin dejar de considerarlos como viejas e inútiles palabrerías de hechizos y maldiciones mientras que, para los terrinos, los susurros sobre la posible existencia de aquéllos niños, se propagaban como brisa matutina portadora de esperanzas a su desdichado destino de extinción.

Durante el extenso recorrido, los viajeros concretaban mínimos y permitidos canjes y fue así como Kanki obtuvo un bolso de aceitunas que había intercambiado por tres potes de su miel, sabía cuánto adoraba Yllawie estos deliciosos frutos que innumerables veces había intentado producir en sus tierras, fracasando en todas ellas. De igual manera, Serjancio y Beasilia también habían intercambiado sus exquisitos quesillos de cabra por hojas de tabaco y algunas esencias de flores disecadas con las que Beasilia amaba aromatizar sus ropas.

Una vez que aparecieron las primeras estrellas de la tercera jornada de viaje en aquel cielo todavía sin oscurecer, pudieron distinguir las tenues lumbres de la ciudad, lo que los motivó a avanzar más rápido para arribar a destino antes del anochecer. El clima y los caminos se habían portado condescendientemente, Satynka se sintió relajada, estaba exhausta y no creía contar con la suficiente fuerza para continuar un día más sobre el carro, el improvisado colchón de lana aplacaba porrazos y rebotes, pero su cuerpo huesudo no había dejado de recibir golpes que casi lograron desestabilizar su entereza, aun así, se había contenido en emitir quejidos para evitar las abrumadoras reprimendas de su hermano y de su abuela.

—¿Estás bien, necesitas algo? –preguntó Danhola mientras se desenvolvía el pañuelo que la había protegido durante el período de intenso sol, sus ojos, levemente verdosos, no se asemejaban a la intensidad de las esmeraldas que brillaban en los iris de Satynka. Beasilia conservaba un brazalete formado de delicadas bolillas a las que llamaban de esa manera, el adorno era una de las tantas piezas extraordinarias que había atravesado el mar; en muy pocas y contadas ocasiones, Beasilia lo había exhibido y quienes apreciaban su belleza, habían comparado el color de aquellas magníficas y enigmáticas piedras con el color de los ojos de Satynka.

—Estoy bien, ya quiero llegar.

—Te ves terrible, tus padres se van a preocupar.

—Gracias, sos muy amable, voy a hacer lo posible para no verme tan terrible –respondió Satynka harta de sus comentarios.

—Dana, por favor –intervino Chattel–, solo necesita descansar –dijo guiñando uno de sus ojos a su hermana–. ¿Has hablado con Yllawie?

—¿Para qué? –contestó Danhola–. De todas maneras, ella ya había decidido no venir, ma-Kanki le dijo que…

—Está bien, ya entendimos –se anticipó su esposo, los hermanos cruzaron miradas, Satynka negó con su cabeza y él resopló decepcionado –. Me hubiera gustado que hablaras con ella. –Chattel acarició con ternura su mejilla y avanzó hacia donde se encontraba su abuela.

—Entiendo por qué la odias y, aunque reconozco que no sé qué es lo que le has visto ni qué esperabas de un mugroso navegante, yo tampoco la hubiera perdonado –dijo Danhola mientras hurgaba entre sus bolsos–, Yllawie debió aceptar tu decisión como todos nosotros, si alguien me quisiera separar de Chattel… yo…

Satynka ya no la escuchaba, sus palabras eran sonidos difusos rebotando como ecos que disuadían sus recuerdos, quería concentrase en los últimos momentos vividos junto a Rufanio la noche que habían decidido marcharse para unirse a la legendaria “sociedad de mezclados”.

—… Yllawie cree que no somos su raza, adora a sus navegantes, por eso…

Satynka escuchaba vociferar a Danhola, pero ansiaba silencio, quería gritarle que se tragara la lengua y que cerrase la boca de una vez, esas palabras eran intrusas en su mente e interferían con sus pensamientos. No podía odiar a Yllawie, no sabría cómo hacerlo y estaba segura de que ella tampoco la odiaba… Respiró profundo y sus recuerdos la llevaron a otro lugar… a un pequeño cuarto donde dos niñas conversaban inocentes:

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