Gabriela Terrera - La última Hija de la Luna

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La última Hija de la Luna: краткое содержание, описание и аннотация

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En estas tierras de las trece lunas, sus habitantes parecen haber olvidado las predicciones y los terribles khármazos que alguna vez se esparcieron el día de la ola fantasma; sin embargo, hay quienes todavía se mantienen alertas al nacimiento de los cinco niños de la predicción, porque saben que entre ellos podría hallarse una auténtica Hija de la Luna, llamada para destruir a sanguinarios, descendientes de la furia del lago de fuego, y a navegantes, erráticos hijos del mar, quienes han estado en conflicto desde los tiempos de La Llegada. Los terrinos son el fruto indeseado del choque de estas razas, han sido despreciados y aborrecidos desde siempre, pero a pesar de los pactos y conciliaciones que ellos han trazado para asegurar su sobrevivencia, la sombra de una terrible maldición los conduce hacia su inevitable desaparición; la existencia de una Hija de la Luna es el único motor de esperanza que algunos ya han perdido.
Desconocidos por todos es el hecho de que Taghena, última Hija de la Luna que ha pisado sus tierras, aunque poderosa y destructiva, fue incapaz de contrarrestar las maldiciones de los khármazos que sabía habrían de condenar a su raza de terrinos y es entonces que desesperanzada, suplica con el último desgarro de su alma la intervención de «ilqa-peluhen-xurpu».

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«¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? –preguntaba la pequeña ojos de esmeralda–. ¿Quieres jugar conmigo?

«No –respondía la otra, recostada y dándole la espalda, toda sucia, cubierta de hierbas y cardos.

«Bueno… ¿qué tienes aquí? –continuaba indiferente mientras le quitaba las hierbas de su cabello. Su madre llegaba a la habitación con dos vasos de leche, cacao molido en un pote y unas rodajas de pan.

«¿Cómo están mis mujercitas? –decía la amable mujer que había comenzado a lavarle la rodilla ensangrentada a la niña recostada–. ¿Este cuarto es especial, no creen? Aquí duerme la luna, pero no le gusta estar sola, siempre añora a sus tres estrellas-hermanas –decía la madre mirando el cielo por la ventana– estás vos, Saty, también está la pequeña Ney… me parece que falta una estrellita. –Luego, la bondadosa mujer señalaba la bandeja y decía–: Saty, invítale a Lawy, tu hermano también está herido y debo atenderlo… ¿harías eso por mí? –La pequeña Saty asentía con su cabeza.

«Esas son las estrellas –decía la pequeña ojos de esmeralda señalando las tres magnificas luces ubicadas en línea cuyo brillo se destacaba del resto, Yllawie las miraba de reojo–, ellas me enseñaron un juego, un juego de hermanas. –Continuaba hablando mientras alejaba el pote de cacao de su vaso, nunca le había gustado–. ¿Te sirvo cacao en tu vaso?

«¿Cómo es el juego? –Quería saber la niña asustadiza.

«Bombes ebretos –contestaba susurrando con la boca llena de pan, las migas salían expulsadas hacia la cara de la curiosa niña. Ambas comenzaban a reír… a reír y a reír hasta sentir que sus cachetes estallaban de felicidad…

—Nombres secretos –dijo Satynka en voz alta y una lágrima se escapó presurosa.

—¿… qué… perdón, que has dicho? –quiso saber Danhola–. ¿Tienes un secreto? Puedes confiar en mí ya lo sabes.

—No… no he dicho nada –contestó ensimismada, solo tenía secretos para con hermawie , cada una conocía desde el más insignificante hasta el más trascendental de sus sentimientos. « ¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, hermawie?», pensó.

La noche amparaba a los viajeros y les otorgaba agradable cobijo después de una agotadora y calurosa jornada, los aires que llegaban desde el mar aliviaron sus cuerpos sudorosos y cansados, aunque podían sentir la humedad salina alojándose en sus garantas, su sabor era un bálsamo para sus espíritus. Beasilia aún conservaba su prolija manta bordada sobre su cabellera blanca, era apenas un modesto intento por ocultar el morado alojado debajo de su ojo, sabía que Misadora iba a ser la única que lo notaría y la cuestionaría, pensó que no se sentiría con las fuerzas suficientes para enfrentar a su hija, pero tampoco quería transcurrir el escaso tiempo que tenían, entre malestares y reprimendas. Ella se había cuestionado durante la mayor parte del camino por qué tuvo que corregir a su marido delante de todos, esa conducta no era la de una verdadera dama, mucho menos la de una auténtica hija del mar.

—¿Quieres volver a verlo, no verdad? ¿Crees que te espera ahí? –preguntó impertinente Danhola que continuaba indagando mientras masticaba una manzana, en su tono de voz se agitaban destellos de aborrecimiento y decepción, pues no estaba dispuesta a olvidar el dolor que ella le había provocado a su hermano.

Xukey daba la vida por Satynka, pero ella lo había despreciado hasta casi la humillación y Danhola saboreaba estos momentos encubriendo sus frases y sus gestos con falsas palabras de consuelo; la falta de respuestas a sus incisivas preguntas la regocijaban con profunda satisfacción. Satynka estaba cansada de sus comentarios, su herma’a no había dejado de hablar desde la huerta; durante la mayor parte del camino, su mejor estrategia había sido fingir que dormía bajo el sol ardiente en su frente y la calurosa lana en su espalda, prefería padecer aquel sacrificio a dar explicaciones o respuestas que… desconocía por completo.

—Yo creo que sí –continuó Danhola–, de seguro lo tienen escondido como la inmunda rata que es.

—Dana, por favor, no hables así de él –interrumpió Satynka, abrumada e irascible. « ¿Rufanio, estás esperándome, estás en la ciudad… vas a venir por mí, vas a venir por…?», pensó llevándose instintivamente las manos a su abdomen, miró las lumbres próximas al mar y se preguntó si en alguna de ellas encontraría las respuestas.

Tres formidables puentes atravesaban el Río Atroz, valiosa fuente de agua dulce que rodeaba la ciudad casi por completo; sus nacientes se originaban en Altas Cumbres donde el río carecía de nombre, aquel primer tramo de su recorrido constituía un límite natural entre la selva y el resto de las regiones, a partir de ahí, se lo conocía como El Generoso, pues alimentaba y nutría todas las tierras que atravesaba, llenándolas de vitalidad y briosa energía; antes de desembocar en el mar, sus aguas se bifurcaban para transformarse en dos gigantescos brazos protectores que envolvían a Refugio del Mar y era precisamente en este tramo final de su recorrido, donde navegantes y sanguinarios habían perecido durante los permanentes conflictos originados a partir de La Llegada, de ahí lo sombrío de su nombre. El puente que comunicaba con los riscos, una formación natural de roca maciza, conducía a las instalaciones del Apartamiento, construcciones de piedra donde habían habitado antiguos clanes, devenido en cubiles de aislamiento para alojar (bajo supervisión de la Escolta del Mar) a los alborotadores del orden o a aquellos incumplidores de las nuevas leyes de La Conciliación; los dos puentes restantes eran magnificas construcciones de los primeros navegantes.

Según su región de origen y a medida que iban ingresando, las caravanas se conducían por algunos de estos accesos para dirigirse al marcado principal donde depositaban sus productos y mercancías, este proceso se realizaba durante toda la noche previa a las jornadas de intercambio; después de una exhaustiva evaluación de la mercadería, las familias recibían créditos plasmados en numerosas y diversas piezas de metal que solo tenían valor por esos días y en Refugio del Mar. Inútil resultaba conservarlas, pues para la próxima jornada de canjes, los metales cambiaban de forma y de color. Por lo general, todos los créditos alcanzaban para reabastecerse moderadamente y sin excesos.

Los integrantes de cada grupo familiar conciliado, incluso los que vivían en Refugio del Mar, dividían sus tareas para abarcar y conseguir la mayor cantidad de insumos: herramientas, ropa elaborada en la ciudad, calzados, alimentos primarios y eventualmente, alguna que otra reliquia sobreviviente de los tiempos de La Llegada. Muchos de los oficios fueron aprendidos y transmitidos en la ciudad: la fabricación y maleabilidad del vidrio, la herrería, los telares o el curtido de cueros de cabras y ovejas, pero ningún artesano había logrado igualar en calidad y belleza, aquéllos exquisitos productos que alguna vez habían arribado en los barcos desde el mar. Una mítica ola fantasma había arrasado estas tierras devorando todo cuanto quiso, llevándose muchas vidas y destruyendo casi toda edificación navegante. Extraordinarios y valiosos secretos se perdieron entre sus aguas, desde los trazados y conocimientos sobre construcción de grandes barcos y navíos hasta registros escritos de su historia y sus viajes. Los navegantes y terrinos sobrevivientes recomenzaron casi a ciegas y a tientas la restauración de las regiones, y así coexistieron como huérfanos recién nacidos que debieron aprender a establecer la cimentación de una nueva forma de vida.

—¡Hola vieja… alegras mi alma! –exclamó Kemmel, rodeó a su madre con sus brazos y la mantuvo apretada contra su pecho unos instantes–. ¡Te he extrañado, ma, y mucho…! ¿Cómo ha estado el camino?

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