Javier Ignacio Olaberría - Manuscritos grabados a base de Motorola en los Confines de la Isla Esmeralda

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Manuscritos grabados a base de Motorola en los Confines de la Isla Esmeralda: краткое содержание, описание и аннотация

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"Javier nos regala una gama de sabores (dice el poeta y prologuista Eric Wyllie): cuando ingresamos con él a un pub de la isla esmeralda, y podemos palpar la barra del bar en la que estamos apoyados, disfrutando de una maravillosa cerveza negra, o un whisky, uno se puede encontrar consigo mismo; el libro pasa a ser como una voz en off que nos sigue relatando la aventura, mientras nosotros mismos vivimos la experiencia del «héroe». Podemos sentir el efecto embriagador de esas bebidas, escuchar el folk irlandés o hasta la voz del bartender como si nos hablara en persona, ¡eso es lo que logra Javier con su libertad a la hora de escribir!: la naturaleza que envuelve al libro hace transportarnos a él, y, por momentos, somos la compañía del autor; otras, ¿por qué no? extras y testigos de su aventura. Pero ojo: en ocasiones también podemos estar con la adhesión de la melancolía, de la extrañeza; estar solos pero sin dejar de estar viviendo mágicos momentos de silencio que hasta son interrumpidos con geniales locuras como la de entablar una conversación con una gaviota carroñera en pleno desierto pandémico. (…) Las palabras de estos manuscritos recorren solas por nuestro interior gracias a la naturaleza de su escritor: fluyen, andan libres, bellas; jugando con matices de colores, sabores, lugares, sentires, personas; palabras que juegan con nuestra manera de pensar, oraciones que nos llegan a nuestro ser. Un libro para disfrutar gracias a la magia del querido Javier Ignacio."

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–¡Entiendo amigo! –escuché que dijo Jaime.

–Claro, wey. Es que aquí deberás tener mucho estómago para soportar todo eso. A todos nos ha pasado. Los primeros días son difíciles, pero después te acostumbras –comentó Sebastian.

–Eso espero. Yo creo que en cuanto logre terminar con mi trámite del PPS, y pueda conseguir un trabajo a tiempo completo, no voy a pensar tanto en añoranzas y eso hará que todo fluya más fácil.

–¡Pues fíjate que sí, amigo! –gritaron los dos al mismo tiempo.

Ese fuckin´ PPS, es el PPS NUMBER (Personal Public Service Number), algo así como el CUIT en Argentina. Un requisito esencial para que puedan tomarte en los trabajos de forma legal. Y sólo con eso, más la cuenta bancaria, me pagarían haga ya lo que haga. Es tan importante que, por culpa de ese numerito, antes de ayer pasé uno de los días más difíciles que he tenido desde que llegué; siendo, quizás también, de los más extraños días que me haya tocado pasar en mi vida.

Aquel español de Badajoz (Jonay), me había citado a las 2 pm del último domingo en una esquina de Dalkey, un condado al sur de Dublin para el que tuve que gastar una hora en bus, otra hora en tren y 10 euros de créditos de mi LeepCard.

La zona me gustó muchísimo. Fue allí donde pude ver el primer islote tan verde y característico de este país desde una especie de muelle en el que almorcé un improvisado, y casi sin gusto, sandwiche de pollo, disfrutando de la vista y la suave brisa del Mar Irlandés mientras esperaba por ese mentiroso y egoísta andalúz. No me gusta ponerle adjetivos de ese estilo a la gente, pero en este caso no me da cargo de conciencia porque ese pibe me mintió. ¡Me cagó a bolazos!

Él iba a dejar un trabajo de Kirchner Porter (Ayudante de Cocina) en un lujoso restaurant de Dalkey. Esa fue la causante y el único motivo de nuestro encuentro. Antes me había dicho que no me preocupara: “Pues Javier, quédate tranquilo tío, que yo estaré durante el día explicándote todo y entrenándote. Confía en mí, ¡¿vale?!”, repetía ad nauseam. Le comenté que aún no tenía el PPS y también me volvió a repetir de que me tranquilice, que él le iba a decir al jefe del restaurant que me haga la carta de recomendación que se necesita por parte de un empleador para que a mí me puedan otorgar el maldito número. No miento si digo que confié en él.

Al llegar Jonay intenté saludarlo y explicarle mi situación; pero fue estéril: me calló de forma intempestiva diciendo “Pues vamos tío, no perdamos el tiempo, ya son las 2 pm y tenemos que estar en el restaurant”. “¡Bueno, entonces vamos!”, contesté.

Me hizo subir a un tercer piso desde una puerta que daba a un estacionamiento en el lado trasero del edificio. “¡Toma, ponte este delantal! Y mira: aquí en esta heladera están las alas de pollo, en esa otra la crema de leche; allí, en la tercera, las salchichas y hamburguesas. En el segundo piso están los vegetales. Recuérdalo bien, porque todo el tiempo van a estar pidiéndote eso y no permitirán que te retrases. Ahora bajemos, así te muestro todo lo demás”. “¡En marcha!” repliqué.

Cuando entramos por una de las puertas traseras de la planta baja, empecé a sentir que caminaba por un piso que estaba por demás de resbaladizo y por dónde volaba un asfixiante olor a frito: estábamos en la cocina. Jonay intentó presentarme a cada uno de los que formaban el equipo: primero le dijo a un hombre obeso y de ojos claros “él es Javier, el chico del que te hablé”. “Ah” dijo el gordo, y no me dió más atención (era el jefe de cocina, un yanqui de Minnesotta). Intentó hacer lo mismo con el subjefe (un oriental con voz de pito y más mandón que comisario de pueblo) y tampoco se mosqueó mucho por mi llegada. Siguió haciendo lo mismo con dos más y ni la hora. Sólo uno, que se llamaba Ian (un dubliner del sur) fue bastante gentil; tanto, que me dijo:

–Good boy... Well, you can start with those plates –Buen chico... Bien, puedes arrancar con esos platos que están ahí–.

Así fue como arranqué aquella tarde en mi nuevo y efímero oficio de lava platos: la cantidad que me traían los mozos, y que dejaban sobre una mesa movediza de metal para que yo los vaya poniendo en una máquina que hacía un trabajo mitad automático y mitad por mi comando, era incesante. Era domingo y era la hora del almuerzo, así que la clientela era abultadísima. Además acá en Irlanda la gente suele pedir cosas fritas a toda hora, por lo que el ritmo no parecía frenar nunca. Entre todo ese nuevo dinamismo que de golpe apareció en mi vida, el forro de Badajoz desapareció. No lo volví a ver más. No sólo no me ayudó a entrenarme en la nueva tarea como me había prometido, sino que tampoco le dijo al jefe que me hiciera la carta de recomendación para poder obtener el PPS Number: vaya si fuera paradójico, esta fue la única vez en que un gallego se burló de un argentino y no a la inversa. Y ese argentino boludeado (¡pelotudo!) fui yo.

No paré un segundo en toda la tarde. Los mismos tipos del equipo que no fueron cortés al saludarme cuando me los presentaron, sí fueron lo suficientemente expresivos para darme órdenes y retos. Sobretodo cuando sin querer volqué una fuente llena de papas fritas con verduras y un plato de chiken wings, ambos para tirar a la basura, al piso:

–¡¡¿¿What are you doing fuckin’ ashoele??! –¿¡Qué estás haciendo maldito idiota!?” –gritó el gordo de Minnessotta al verme con cara de “yo ni fui” luego de que la fuente se caiga y las papas se desparramen por toda la kitchen.

–Sorry, Boss... Sorry. I´ll work it out –Perdón, Jefe... Perdón... Lo solucionaré–.

–Oh. Fuckin´ashoele –Oh… maldito idiota–. –murmuró el jefe mientras se alejaba–.

No me quedó más remedio que limpiar todo aquello.

Fue un día maldito. Afuera había salido el sol y el clima era super bello (cosa poco común en este país), pero dentro de la cocina era todo lo contrario: poca luz, aroma denso y mucho calor. Además fui engañado dos veces: primero por Jonay y luego por el jefe de cocina, que a mitad de tarde me había prometido que al terminar la jornada me haría la carta para el PPS; sin embargo, al finalizar, cuando le volví a preguntar con exceso de diplomacia y algo de timidez sobre lo mismo, me miró con un suspiro cual si estuviera harto y me dijo: “I Will see that in The week. And please, be here tomorrow at 6am; you will open the Bar –Lo analizaré en la semana. Y por favor, estate aquí mañana a las 6 de la mañana; abrirás el Bar tu”.

No quedé muy satisfecho. Mejor dicho: ¡me dieron ganas de mandarlo a la concha de su madre! A él y al forro de Badajoz.

Minutos más tarde ya estaba arriba del último tren (el de las 23:05 horas del sunday fuckin´ Sunday) que dejaba Dalkey y aceleraba, con el mar irlandés a su derecha, rumbo a la Tara Station.

En el vagón del Dart no éramos más que cuatro personas. Desde la ventanilla la noche parecía agradable. Allí dentro, cansado y ansioso por estar ya en Dublín 9, iba pensando… “¿Realmente vine a Europa a experimentar esto? Va a ser mejor reconsiderar la idea de trabajar en ese restaurant.”

Miércoles 9 de octubre de 2019

Dejando C.V.´S

(ya habrá tiempo para disfrutar)

Bordeo el River Liffey, subo por la O’connel Street, vuelvo a bajar, me desvío por la Dame Street y subo nuevamente: voy dejando CV’s por diferentes lugares, especialmente ¡en bares! La zona de The Temple está llena de los mejores Pubs (las clásicas tabernas) que uno podría encontrar en todas las ciudades a las que pueda ir: son muy agradables, con esas barras circulares o semicirculares de roble de alta calidad y ese aroma a madera que se mezcla con ese otro olor que queda inevitablemente en los típicos lugares donde la gente va a divertirse o a tomar bebidas con alcohol. También huelen a frito o a comida potente. En muchos de ellos suelen estar zapando o guitarreando en pequeños escenarios con los que, no todos, pero si algunos de los pubs, cuentan. La música que tocan no siempre es gaélica o celta; muchos hacen covers de bandas de rock (inglesas o norteamericanas) o de clásicos. Si uno tiene tiempo para quedarse a disfrutar, ya sea en compañía de alguien, solo, o, mejor aún, disfrutando de una Guinnes, pasarla bien es una consecuencia milagrosa. Los mozos son muy cordiales y cosmopolitas (con la salvedad de un único estúpido que me trató muy mal en un pub cercano al museo de rock). A veces, como ahora, me surge como un leve sentimiento de bronca por no poder quedarme a disfrutarlos: en estos días estoy más pendiente de conseguir un trabajo y terminar con todos los trámites para poder currar en forma legal. Hoy, por ejemplo, repartí más de treinta currículums: entré a los bares a dejar una copia en cada uno con la estrictísima política en mi mente de que sólo volveré a esos lugares, siempre y cuando, ya me encuentre trabajando. Si no, no podría disfrutar de lo que describí como disfrutable. Recuerdo que en mi época de estudiante, ir al cine o ir a tomar una cerveza un día antes de rendir era perder el tiempo dos veces: la primera por no terminar de disfrutar del todo ya que sabes, desde el comienzo, que al otro día tenés que rendir (además, al escabiar, estás cediendo concentración para hacerlo al 100%), y segundo porque gastas esas últimas horas de estudio en un “esparcimiento” que no terminarás de esparcir. Pues entonces, esta semana me dije…: “hoy a mi deber, mañana a ¡mí beber!”.

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