Agustín está dispuesto a escuchar, para romper el hielo decide ir al grano.
—Supe lo de Teresita. Lo siento mucho. La viudez del hombre está marcada por un sentimiento de mayor desolación que la de la mujer. Es probable que eso cambie con las nuevas generaciones, porque ahora las parejas más jóvenes nos manejamos diferente.
—La muerte de Teresita me desquició, pero hay una historia mucho más compleja que me atrevo a contarte porque sos todo un hombre y porque necesito hablar con alguien, ponerlo en palabras, tal vez me ayude a acomodar las ideas, a aclarar mis sentimientos.
Hablan durante horas, toman dos, tal vez tres whiskies. Se aflojan. Agustín lo escucha con atención. Mariano se quiebra, se repone, se vuelve a quebrar.
Deciden cenar juntos, pero en otro lado. Mariano dice que le encantaría comer tallarines con salsa mixta en Pippo. A Agustín le parece ideal. Al llegar al postre Agustín interviene.
—Es una situación muy delicada. La verdad, no me gustaría estar en tus zapatos. Me pongo en el lugar de ese hijo o hija, haber crecido sin conocer a su padre, ver que su madre sola sacó la situación adelante. Nada fácil. Creo que tienes que ir paso a paso. Es todo muy delicado no puede haber margen de error. Tengo un amigo que renta departamentos amueblados para extranjeros, ya listos para irse a vivir, desde luego mucho más confortable e íntimo que quedarse en un hotel. Hablar con Elsa va a requerir de una enorme solidez de tu parte. Encontrarla no es una preocupación, estamos en el siglo XXI. Ahora, hablar con ella y que ambos puedan explicarle a ese hijo o a esa hija todo lo que sucedió… Bueno, eso ya es harina de otro costal.
—Es cierto, “la suerte está echada”; debo ir por ella.
Capítulo 4
Villa Urquiza, Ciudad de Buenos Aires - Argentina.
8 de diciembre 2010
Elsa Valdés duerme atravesada en su cama doble. Un rayo de luz penetra en la habitación e ilumina su rostro de mujer madura. Se la ve plácida, se estira, se incorpora, consulta la hora en el reloj que está sobre su mesa de luz. Lo apaga antes de que suene, se levanta. Camina hacia el balcón, abre las cortinas y las puertas de par en par e inspira como si quisiese beber todo el aire del jardín.
Suena el teléfono. Atiende; es su hija Libertad.
—¡Buen día, hermosa! Estaba esperando que me llamaras. ¿Vas a venir?
—Hoy es 8 de diciembre, gran ritual del armado del arbolito, no me lo pienso perder por nada del mundo. Así que preparate unos mates, ¿dale?
—No es necesario que me lo digas, siempre acostumbro a recibir a mis hijas con todo…. ¿Adiviná lo que cociné anoche para la merienda de hoy?
—Seguro alguna de esas tortas que les gustan tanto a tus hijitas…
—No, frío, frío…
—¡Tarta de manzana con canela!
—¡Exacto! Tu favorita… Aunque no lo creas trato de ser lo más justa posible. Voy a ir preparando las cosas y me doy una ducha. Por las dudas traé la llave, así me despreocupo. Besitos.
Elsa sonríe mientras cuelga el teléfono, suspira, quita la ropa que había dejado la noche anterior sobre la silla, se trepa y saca las cajas que contienen el árbol y los adornos.
Un viejo álbum de fotos se le viene encima y se desparrama por el piso. No puede resistirse a la tentación de ojearlo. Percibe, palpa el olor a infancia. La casona de Flores de su abuela Rosalía en donde solían pasar las Navidades. Su madre girando por la sala con aquellas polleras plato que a ella tanto le gustaban, la gran mesa de roble y el abuelo Teodoro con sus manos huesudas y enormes. Su padre llevándola en brazos para prender estrellitas en el patio de atrás. Los jazmines del país y la luna redonda y perfecta encima del cedro azul. Siente las manos ásperas de la tierra del álbum y entra en un vértigo en cada foto. Sofoca un sollozo frente a una fotografía de su madre. No es momento, están por llegar sus hijas, definitivamente no la pueden encontrar así.
El agua de la ducha la relaja, la siente como una bendición. No piensa en nada. Se lava la cabeza, la espuma en sus ojos le arde, ve a sus padres y se ve de niña recibiendo sus regalos de Nochebuena, es ella con sus doce años que está rompiendo el papel de un paquete que contiene tres títulos de Louisa Alcott: “Mujercitas”, “Hombrecitos” y “Bajo las lilas”, sonríe mientras un chorro tibio le aparta la espuma. Su sonrisa se diluye frente a otro recuerdo, un nudo, que como entonces, le aprieta el estómago, la vulnerabilidad resbala por todo su cuerpo, una extraña rigidez en el pecho, suspiros chiquitos y profundos como un hipo, la intuición que le grita que su madre ha muerto, que ya nada volverá a ser como antes. Mira sus pies de mujer madura. Recuerda, una vez más, aquella noche en la que por primera vez había pensado que el dolor no cabe en la tristeza. Cierra la ducha, se seca.
Libertad busca en su cartera la llave del departamento de su madre y entra. Trae dos bolsas: una con guirnaldas nuevas y la otra con medialunas.
—¡Mami, ya llegué!
—¡Enseguida salgo, Liby! Si querés ir preparando algo, los adornos del arbolito están en mi pieza.
Libertad levanta las cajas. Le llama la atención encontrar algunas fotos en el piso. Las recoge, una es una foto del casamiento por civil de su madre con Federico Fernández, piensa: Qué mal bicho cómo pudiste casarte con este hombre. Se ve de niña llorando dentro de un armario. Una sensación que la estremece, que la vuelve frágil, que la recorre de pies a cabeza y la hace tiritar.
Suena el timbre. Atiende el portero eléctrico, son sus hermanas: Verónica y Juana. Baja para abrir la puerta. Se abrazan, hacen bromas entre ellas. El entusiasmo las desborda.
Elsa las abraza a las tres, se lamenta que no esté su hija Julia, melliza de Juana.
—¡Dale mamá estamos nosotras tres! Disfrutá de lo que tenés… Siempre igual —dice Libertad molesta.
Verónica, conciliadora, acerca un portarretrato con una foto de Julia y bromea.
Otra vez el timbre, es Angélica, las abraza, alaba el pelo de una, los ojos de otra, la figura de la tercera, llama a las chicas “sus sobrinas del corazón” y les aclara que ella armaba de pequeña el árbol con Elsa y que no se perdería jamás ese momento. Todas han escuchado una y otra vez esa historia, tienen la sensación de haber vivido esto repetidas veces.
Angélica le pide a Libertad que guarde en la heladera un enorme paquete de sándwich de miga. Elsa trae una torta aún tibia, Libertad aspira la manzana, la canela y algunos retazos felices de su infancia.
Juana propone hacer un video con su cámara nueva y mandárselo a Julia por mail. Todas están de acuerdo. Las voces se superponen, las risas van en escalada, la emoción las hace más bellas.
Se ríen, contabilizan los hidratos de carbono. La tarde transcurre apacible entre cosas ricas, té, mate y bromas.
El árbol está listo. Alguien dice que ahora lo que falta son los regalos. Preparan todo para jugar al amigo invisible. La primera en sacar un papelito es Juana, feliz con el resultado da saltitos de alegría, Angélica pone cara de misterio, Vero se queja. Libertad resuelta le dice que se lo cambia. Cuando Verónica mira el nombre mueve la cabeza sin entender…Libertad se apresura a decir:
—Es mejor así.
Vero mira la hora y sale apurada porque tiene que ir a buscar a su hijita a un cumpleaños. Juana se ofrece a llevarla con el auto, después de todo su casa queda de camino. Libertad decide irse con ellas porque tiene una cita con el obstetra. Elsa la mira con ternura, le dice que tenga paciencia y mucha Fe que ya se va a dar. Libertad se encoge de hombros, parece molesta. Angélica declara que debe regresar a cumplir con sus deberes de esposa.
—A ver, tía, ¡cuándo te sumás a la liberación femenina! —exclama Juana.
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