—No hay dolor más grande que el de una madre que llora por su hija muerta, ni maldición más poderosa que la que brota de las propias entrañas, yo te maldigo, que nunca seas feliz, que no encuentres paz, que todo lo que ames se pudra y te abandone, yo te maldigo y maldigo a tu descendencia hasta la quinta generación.
Dicho esto, empujó con fuerza a Rosalía quien rodó por la ladera camino abajo y perdió el conocimiento.
Teodoro sintió una puntada en la boca del estómago cuando se enteró de que Clarisa se había suicidado vestida con el traje de novia. Horas más tarde, el relato de Rosalía lo dejó sin aliento.
Cuando doña Matilde supo lo sucedido trató de mantener la calma. ¿A quién podría pedirle ayuda? Desechó los nombres de dos o tres curanderas porque lo único que sabían hacer eran amarres, luego vino a su mente la imagen de la vieja Eduviges. Cuando ella había cumplido doce años y los médicos no podían aliviarla de una dolencia persistente y de origen desconocido para la ciencia, su madre la había llevado a una casucha que quedaba detrás del cerro y sus males se habían apartado para siempre. No estaba segura si aquella mujer aún seguía con vida, pero valía la pena intentarlo. Le preguntó a una de sus tías, quien le confirmó la dirección y sin dudarlo fue a verla.
Ante su asombro, doña Eduviges estaba tan vieja como la recordaba. Le relató lo sucedido con lágrimas y lamentos. La vieja la escuchó impasible, luego le dijo en un tono apenas perceptible:
—Es necesario que regrese con su hija. Las tres juntas deberemos hacer una oración y un conjuro. Luego cargaremos todos los elementos para armar un talismán. No será fácil porque el odio de una madre es muy poderoso. Necesito que traiga un rectángulo de tela roja que haya pertenecido a la abuela de la niña.
Doña Matilde llenó su corazón de esperanzas y regresó con Rosalía a la semana siguiente.
La vieja Eduviges le pidió a la muchacha que pusiera su mano derecha sobre una vela que aún no estaba encendida, mientras las tres repetían una oración.
“Oh glorioso Arcángel Miguel te invocamos, desciende sobre nosotras, tú que fuiste capaz de vencer al demonio, ayúdanos a librar esta batalla de odio y venganza, ayúdanos a liberar a Rosalía y su descendencia del dolor”.
Luego le pidió a la joven que apartara la mano para encender la vela y le ordenó que por sobre la lumbre hiciera con su mano izquierda círculos de adentro hacia afuera. Entonces le pidió a Matilde la tela roja y sobre ella depositó tres piedras. Dos de cuarzo y un ópalo, las fue rociando con un óleo fuertemente perfumado mientras pronunciaba unas palabras ininteligibles.
Las piedras parecieron cobrar vida, sus rugosidades dejaban traslucir años de sabiduría, podía verse en ellas algunas partes con destellos rosas, azules y dorados. Cubiertas de una transparencia femenina unas, otras opacas y densas, facetadas o lisas, palpitantes, destilando buenos presagios.
Las tres mujeres se tomaron de las manos y de rodillas siguieron orando durante largo rato. La vieja se levantó con dificultad mientras sus ojos sin brillo no dejaban de mirar al cielo, finalmente dijo que deberían regresar en tres días ya que recién entonces esas piedras estarían listas.
Al tercer día las mujeres regresaron. La vieja buscó los ojos de Rosalía y le dijo:
—Es posible que solamente logremos proteger a parte de tu descendencia. Lo importante es que debe llevar este talismán quien se case primero o quien esté esperando una criatura. No deberán desprenderse nunca de él, en lo posible tienen que llevarlo cerca del corazón. Cuando llegue la quinta generación tendrá que desarmar el talismán y solo conservar el ópalo de fuego. Eso será suficiente para protegerla. Desde ya te digo que la de ustedes será una descendencia de mujeres fuertes, sufridas pero luchadoras. —Mientras decía esto último abrió la puerta y con un gesto de su cabeza las invitó a retirarse.
Las tres hermanas de Rosalía estaban inquietas, cuando la vieron entrar junto a su madre, la rodearon sin decir palabra…
Doña Matilde estaba muy compungida. Madre e hija lloraron con anticipación la desgracia de su descendencia. Hubo un abrazo sostenido y un silencio profundo entre las dos.
El matrimonio viajó a la Provincia de Buenos Aires donde se instalarían. Una extraña sensación de desgracia empezó a treparse por los dedos de los pies de Rosalía y subió lenta pero tenazmente hasta alojarse en su pecho para no abandonarla nunca más.
Capítulo 2
Provincia de Buenos Aires, Argentina, – 1922/1930
Cuando Rosalía se quedó embarazada sintió que la alegría la envolvía de pies a cabeza y estaba segura de que iba a acompañarla para siempre.
Por desgracia, su primer hijo nacería muerto. Ella acunaba su dolor y perdía toda aquella espontaneidad que había enamorado a su marido. Recién en 1924 iba a dar a luz a Martina y dos años más tarde a Vicenza.
Teodoro nunca dejó de tener pesadillas. Se despertaba gritando. Empapado en sudor. Sentía la presencia de Clarisa que lo acechaba con su rostro cadavérico detrás del velo de novia.
Rosalía siempre apretaba el talismán que le había dado la vieja Eduviges, lo apretaba fuerte sobre su pecho como para evitar otra desgracia, como si pudiese haber una desgracia mayor que la muerte de su niño, sin sospechar que su camino de infortunio apenas comenzaba.
Teodoro era un hombre hábil con los negocios, un buen administrador y se sentía orgulloso de su prosperidad, su bella esposa y sus dos pequeñas hijas que crecían rodeadas de afecto y sin lujos, pero con ciertas comodidades. Jamás se iba a olvidar de su cumpleaños en el barco junto a sus padres y sus dos hermanos menores, de lo largo y agotador de aquella travesía, del hambre y el dolor, de la mirada nostálgica de su madre, de los abrazos de su padre cuando divisaron el puerto de Buenos Aires y de aquellos gritos que quedaron para siempre en su memoria:
—Questo e il paese del grano! Il paese del grano! Alla mia famiglia non mancherà mai più il pane. Benedetto sia Dio!
No era cierto que el trigo creciera en las calles, ni que las cosas fueran sencillas. Su padre y él, con apenas nueve años trabajaron duro y también su madre y hasta sus dos hermanitos, pero el viento era favorable y los años más duros habían quedado atrás.
Teo estaba orgulloso de la casa en la que vivía con su mujer y sus hijas. En su mesa jamás había faltado el pan y no era necesario que Rosalía hiciese otra cosa más que ocuparse de las niñas. Miró la larga cabellera de su esposa desparramada sobre la almohada y se deslizó en la cama despacio para no despertarla. Se sentía tranquilo, casi feliz. Todo parecía estar en su lugar. Su padre tenía razón… Benedetto sia Dio…
Rosalía se despertó sobresaltada durante la madrugada; puso su mentón sobre las rodillas y se dio vuelta para mirar a su marido. Tenía un mal presentimiento, saltó de la cama y fue al cuarto de las niñas, las observó respirar tranquilamente, iba a sonreír cuando escuchó aquella voz:
—Que nunca seas feliz, que no encuentres paz, que todo lo que ames se pudra y te abandone…
Se tapó los oídos, pero la voz estallaba en su interior. Entonces recordó que su madre le había enseñado que cuando se sintiera abatida era bueno abrir la Biblia al azar y de ese modo recibir un mensaje esclarecedor. Lo hizo y leyó:
“Detrás de ellas subieron otras siete vacas feas y escuálidas... ...y las vacas feas y escuálidas se comieron a las siete vacas hermosas y robustas.”
No entendió el mensaje, pero le pareció amenazador. El dolor le cerró la garganta y le abrió los ojos. Los acontecimientos del pasado son inalterables, indelebles, impertérritos, como espejos, como fotografías, como ciertas pesadillas de las que uno se despierta, pero cuando vuelve a dormirse allí están, amenazantes como una telaraña…pero siempre hay un intersticio solo se trata de encontrarlo. Rosalía regresó a su cama con cierta sensación de triunfo. Miró a su esposo dormir, nada ni nadie le iba a quitar a su familia.
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