José María Mansilla Ré - Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia

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Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia: краткое содержание, описание и аннотация

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En tiempos de Pandemia, cuando tuvimos que refugiarnos en nuestro hogar solo saliendo en casos de necesidad, muchos transformamos este período en algo que suponemos positivo, sobrellevando estos días de la mejor manera posible. Unos aprovecharon a refaccionar la casa, pintar paredes o dedicarse al arte pictórico sobre lienzos; también aumentando los conocimientos culinarios inventando platos, o amasando panes, (que resultó estupendo para atemperar los nervios) y algunos incursionamos en el arte de contar anécdotas verdaderas o escribir ficción. Aquí presento mi segundo trabajo editado, el primero fue una novela llamada «Sucedió en un Verano», y dos que permanecieron sin salir a la luz, uno de poemas y otro de novela deportiva. Espero que les guste y un fuerte abrazo a mis lectores!
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—No va a tardar mucho, ¿no, señor? —le preguntó no bien había dado un paso y atisbando a ambos lados de la carretera.

—No, fúmese un cigarrillo que en cinco minutos vuelvo —le respondió y se dirigió a la casita blanca de puertas verdes. En esos ocho o diez pasos del remolque a la vivienda, súbitamente su mente se confundió, si todo había sido verdad o se estaba introduciendo en una dimensión que en un momento del ayer al hoy se hubiera incorporando a su inquietud. No había timbre, pero sí una manito de bronce como llamador. Mientras la accionaba se preguntó cómo era el nombre de la muchacha. “Caray… ¿Me dijo Delia?... ¿Celia?... Delia, creo que sí.

Dentro de la casa escuchó un “Ya voy” y seis segundos más tarde apareció un hombre alto, delgado, de tez cenicienta y cabellos entrecanos. Vestía una camisa a cuadros tipo leñadora y un pantalón oscuro. Llevaba lentes y en su mano izquierda suspendía un periódico. Se quedó mirando al desconocido. Bajó la vista hacia el ramo de flores y serio y desconfiado, le preguntó:

—¿Qué se le ofrece? —Del interior de la vivienda se olía un aroma de comida, de una rica salsa.

—Ayer tuve un percance y la señorita Delia (dijo arriesgando un nombre, creyendo que podría ser el oído de la boca de la muchacha).

—No, aquí no vive ninguna Delia. —En ese momento Alberto sintió que el piso se movía. En milésimas de segundos se atiborraron en el cerebro todas las circunstancias sucedidas de la tarde noche de ayer al siguiente día. La casa existía, no la había soñado…p ero la dama de blanco, muy pálida, delgada, un poco ojerosa y desaparecida en un santiamén... ¿qué era?

En segundos apareció la esposa del señor secándose las manos en un delantal que llevaba suspendido del cuello. Su marido, dirigiéndose a ella, le manifestó que no entendía qué decía ese señor preguntando por alguien que no vivía allí y trayendo un ramo de flores.

—Sí… la descripción de la casa es esta, pero…

—Mire —quiso aclarar la confusión—. Venía por la ruta yendo para M. Belgrano donde iba a pernoctar y antes de llegar a este paraje no vi una curva muy cerrada y mi coche volcó.

—La curva de la muerte —interrumpió el señor de la casa imaginando que de esa se trataba.

—Me estaba asfixiando con el cinturón de seguridad que se había desplazado por los tumbos dados por el coche y la señorita que, según ella, vive aquí, me pudo hacer zafar de una muerte segura.>

Fue en ese momento en que se escuchó alguien más que preguntaba:

—¿Quién es? —Era la “aparecida” que vivita y coleando se acercó a la puerta y tras unos segundos reconoció a Alberto.

—Ahh, sí… es el señor del accidente que no les conté anoche porque llegué tarde y ustedes dormían, me había quedado viendo un programa con Alicia… ¿Cómo está, señor?

—Preguntó por una señorita Delia… —dijo el padre.

—No… Stella… mi nombre es Stella. —¡A Alberto le vino el alma al cuerpo! Todo estaba normal, ¡no había nada que fuese un misterio del más allá!

—Gracias, Stella, por su ayuda, le traje unas flores como agradecimiento, sé que es poca cosa, pero… se fue tan silenciosa anoche que…

—Yo lo saludé, usted estaba buscando las balizas y monté mi bicicleta y me fui a la casa de una amiga que me estaba esperando ¡y se me hacía tarde…!

—Bueno, ya me tengo que ir —dijo Alberto dando por finalizado el trámite—, porque me espera el remolque—. Y señaló el vehículo del seguro—. ¡Gracias y muchas felicidades!

—Y la próxima vez que pase por aquí, recuerde esa curva, no la olvide que por algo la llaman…

—Sííí… La curva de la muerte. ¡Gracias y adiós!

El sol estaba a pleno en ese mediodía de una primavera con distintos matices en la vida del comerciante de productos eléctricos.

Charla con un genio del jazz

Recuerdo una fresca tarde de octubre, en pleno otoño de Nueva York, caminando por el Central Park antes de visitar el Lincoln Center donde iba a entrevistar al famoso trompetista Wynton Marsalis, una audiencia esta que me había concedido generosamente para charlar un rato y transmitir alguna parte de ella vía grabación, para el programa Los grandes del jazz que en ese momento tenía por una FM en Buenos Aires. Caminaba y a su vez paseaba por ese enorme parque, corazón y pulmón de la hermosa Nueva York, y ese jueves de grisácea apatía que generaba la falta de sol, y contagiaba mi ánimo por momento, pero que se revertía ante la posibilidad de estar momentos más tarde con un grande del jazz… Más que desánimo era preocupación para que las cosas me salieran bien. Era una oportunidad que no se iba a repetir nunca más, por lo menos con esta persona, y dejé que la sonrisa volviera a mi alma y confiaba en lo que tenía en la cabeza para preguntarle lo que me viniera al momento. Y más que nada porque no me parecía bien ir con un cuestionario para preguntarle por su historia. Más bien quería que todo fluyera como una conversación íntima para transmitírsela a mis buenos oyentes aficionados al jazz como una novedad de méritos reales. Entiéndase que no por mi esfuerzo, que no era tanto, sino por la voz grabada del trompetista. Y al caminar por el sendero que había conocido años atrás, me surgieron recuerdos de años atrás en ese aciago septiembre de 2001 cuando fueron derribadas las Torres Gemelas. Yo las había visto en agosto de ese mismo año cuando junto con mi mujer se nos ocurrió regalarnos una semana en la Gran Manzana. Ahora, doce años más tarde volvía con el mismo deseo viajero de siempre y de paso conectarme personalmente con el genial músico que al mediodía me había dado su conformidad por vía telefónica. Mi mujer se quedó en el hotel porque no quería interferir en la interviú rápida y amistosa que iba a tener, aunque le hubiese gustado estar presente. Pensó que no estaba bien, que podría ser un estorbo, o que me pondría nervioso tenerla al lado como improvisada espectadora. De pronto escuché unos sonidos que provenían de algún lugar. Atisbé por aquí y por allá, pero no se veía a nadie, seguí caminando orientándome por los arpegios de una melodía que a medida que me acercaba se iba identificando con un conocido tema de jazz. Y allí, unos metros más adelante encontré a quien efectuaba esa melodía. Era un solitario saxofonista que estaba improvisando “Otoño en Nueva York”. Era un moreno de Harlem serio, circunspecto en su metier, con un sombrero bombín de color gris que tenía una cinta negra bordeando su circunferencia, protegiendo su cabeza de la humedad y porque también, ¡le quedaba bien! Delgado, con un fino bigote que como línea meridional dividía sus labios de su nariz cuyos orificios se ensanchaban al aspirar el aire y darles fuerza a sus pulmones y luego exhalar en cada nota de su instrumento. De su delgada figura se distinguía un particular chaleco de terciopelo bastante usado, pero de buena hechura, con dos bolsillitos a los costados y uno más en la parte del corazón de color rosa apagado. Sus zapatos eran grises como el saco que llevaba puesto y rematados en la punta con un negro charol. Sus pantalones oscuros y no tan gastados. Sus dedos finos terminaban en uñas bien cuidadas y en cada mano tenía un anillo. Uno de plata y otro, un chevalier dorado en el meñique de la derecha, con los que movía los resortes de su instrumento. Todo un personaje simpático y parecido a los que habíamos visto en las películas de corte musical. Éramos él y yo… ah, y cinco ardillas inquietas que movían sus cuerpos como manejados por electricidad en esa desapacible tarde de otoño. Y me gustó su forma de tocar, suave como el tono del saxo tenor, nada estridente… especial para esa tarde… notas melodiosas donde uno involucra los sentimientos en cada una de ellas. Cuando terminó el tema, su mirada hacia mí fue como para preguntarme si me había gustado. Encimé los labios en señal de que me había gustado. Me atreví a preguntarle si sabía “Misty” de Erroll Garner. Levantó las cejas y la cabeza al mismo tiempo y sonrió. Ya había una pareja de novios, un señor mayor llevando a su perro del cordel y yo, y sin titubeos luego de limpiar la boquilla, empezó con los acordes de tan sublime tema. Cuando concluyó no pude menos que darle un pequeño aplauso que también contagió a la parejita. Le pagué por su favor, más bien por su lindo trabajo de ganar unos dólares, dejando que sus notas se desparramasen placenteramente por la densidad arbórea de ese parque. Le puse en una canasta forrada de tela tres dólares y lo miré preguntándole si estaba bien. Él me levantó un pulgar agradeciendo, y yo feliz por escuchar su lindo trabajo que me animó un poco más. Di una vuelta más al parque, crucé un puente, bordeé el lago, vi a niños jugando, algunos solos y otros acompañados de sus mayores tal vez volviendo de sus colegios, y desemboqué en la avenida donde se distingue el enorme edificio de la Trump Tower donde a la izquierda de este se encontraba el lugar donde iba a ser la interviú. Casi cruzando la avenida dos conductores de blancas carrozas me ofrecían su servicio para un paseo por las adyacencias del parque, disputando espacios con autobuses y automóviles. Crucé la av. Columbus y me dirigí hasta Manhattan Park 70 donde tendría media hora más tarde la entrevista con el famoso trompetista. Un secretario me atendió y me sugirió que bajara al bar, y que lo esperara que enseguida iba a estar conmigo. Pensaba qué podía ofrecerle, una copa de vino, una gaseosa o un café. En menos de cinco minutos nos localizamos, yo levantando las manos y él moviendo un brazo reconociendo a la persona que lo buscaba. Me preguntó de dónde venía, en qué trabajaba, si era periodista de la parte latina de Nueva York, etc. Me dijo que no disponía de mucho tiempo porque tenía una sesión de grabación. Le contesté que sería breve y conciso, Wynton. “Okey, Jousé”, me respondió con amabilidad. Le ofrecí café, pero prefirió un agua sin gas. Me contó que había nacido en Nueva Orleans en octubre del 61 y que venía de una familia de músicos; su padre Ellis había sido pianista, y su madre Dolores, cantante de jazz y profesora de piano, sus otros hermanos también músicos. A los doce años influenciado por una grabación de un trompetista comenzó con ese instrumento, luego a los catorce fue solista en la Orquesta Filarmónica de Nueva Orleans y más tarde ¡en la de Brooklyn!

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