José María Mansilla Ré - Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia

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Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia: краткое содержание, описание и аннотация

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En tiempos de Pandemia, cuando tuvimos que refugiarnos en nuestro hogar solo saliendo en casos de necesidad, muchos transformamos este período en algo que suponemos positivo, sobrellevando estos días de la mejor manera posible. Unos aprovecharon a refaccionar la casa, pintar paredes o dedicarse al arte pictórico sobre lienzos; también aumentando los conocimientos culinarios inventando platos, o amasando panes, (que resultó estupendo para atemperar los nervios) y algunos incursionamos en el arte de contar anécdotas verdaderas o escribir ficción. Aquí presento mi segundo trabajo editado, el primero fue una novela llamada «Sucedió en un Verano», y dos que permanecieron sin salir a la luz, uno de poemas y otro de novela deportiva. Espero que les guste y un fuerte abrazo a mis lectores!
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—¿Y ahora qué? —pregunté tontamente.

—¿Ahora qué? —me respondió con otra pregunta demostrando que ahora todo lo que tenía estaba ahí, a su lado, a la vista.

—Pero habrás hecho mucha plata, con tantas peleas tenés que haberte ganado unos cuantos pesos.

—Muchas peleas. Mucha plata, todo en dólares… también muchas mujeres y un montón de amigos —me contestó con una resignación valerosa—. ¿Sabe? Yo no sé si tenía minas porque era pintón o porque era rico, pero tenía un montón… hasta gente del espectáculo. Sí, ¡así como me ve con la ñata aplanada! —No dijimos nada para no enturbiar más sus recuerdos.

—Así que ahora…– —arriesgó Rodolfo.

—Y ahora tengo un carro y cicatrices en todas partes, pero el recuerdo grande de sentir los aplausos como cada vez que me acuesto antes de dormirme, de los que me vitoreaban, las palmadas de los amigos ¡que cada vez que ganaba una pelea y más plata más tenía!

—Disculpame, ¿ahora cuántos te quedan?

—¿De ese tiempo?, ¡ninguno! Salvo dos o tres crotos como yo. Los otros se piantaron cuando el bolsillo se vació, porque un día… me quedé sin un mango. Ustedes no saben —dijo mirándonos a los dos—. Qué tristeza haber tenido todo ¡y un día quedarse sin nada! Ninguno de esos quedó ni para pedirle una chirola para un café con leche. El boxeo me dio mucho, pero más me dio la vida enseñándome… gran maestra es la vida, jefe. —Se estaba poniendo entre las barras del carro para reiniciar su labor—. Lástima, amigos, que tardé demasiado tiempo en darme cuenta, ¡en no haber guardado un poco de inteligencia para después de los golpes! —Su voz dejaba entrever una filosofía modelada por la carencia de muchas cosas, principalmente la del sentimiento, el despojo, las pérdidas…

Nos volvió a dar las gracias por la soda con la que le habíamos quitado un poco de sed y se iba apurado porque los camiones que compraban su mercancía ya lo estaban esperando en el punto de encuentro y se fue. Lo vi empujando su carro de la vida, ese que ahora le daba de comer sin escuchar las aclamaciones, sin ver su nombre en los afiches y marquesinas anunciando sus grandes peleas, sin sentir las voces de sus amigos arengándolo a despilfarrar en fiestas lo que en una noche había ganado a los golpes. Ahora iba gastando el resto de sus fuerzas empujando un carro de madera con ruedas de bicicleta y cargando cientos de kilos a puro pulmón. Ya se iba perdiendo, apurado entre un bosque de cemento y vehículos que lo sorteaban y yo pensaba “Cuántas mañanas habrá madrugado para correr y poner su físico a punto, privarse de comida para dar el peso y de tantas cosas que nos ofrece la vida y dejar parte de su juventud sin tener una voz digna, honesta, patriarcal en un rincón de su vida, no solamente en el ring, que le hubiera enseñado también esa lección que no supo entender. Y pensé, que, quien más, quien menos, todos tenemos un carro para empujar y una vida para aprender.

Aquella noche en París

El hombre llegó hasta la 6 Rue Cimarosa de París y constató que estaba frente a la embajada argentina, el lugar al que tenía decidido arribar ese día. Ingresó y tras presentar documento preguntó en la oficina de Informes en qué lugar podía ubicar al secretario del funcionario de Asuntos Latinoamericanos de aquel país. La empleada, que era francesa, pero hablaba en español casi perfectamente, le manifestó que a esa hora ya estaba cerrada y que precisamente, señalando a una mujer de mediana edad, si es que a los cincuenta y algo se considera de mediana edad en tiempos actuales, le dijo que ella era la secretaria de esa oficina. Miró a la rubia que caminaba seria y apurada, con pasos nerviosos y firmes llevando unas carpetas en un brazo recogido y un bolso marrón en la otra mano. El hombre saludó y agradeció a la empleada de Informes y se fue tras aquella con ánimo de hablarle.

—Pardon, bonjour, madame… Je ne parle pas français. —La mujer lo miró sin mucho detenimiento y le preguntó si hablaba español—. Oui —respondió.

—Bien, entonces no se esfuerce en hablar en francés al menos que quiera practicarlo, pero no conmigo que estoy apurada y hoy no tengo ánimo para nada —contestó tajante y sin diplomacia.

—Quería preguntarle por el señor Ballester, un artista plástico amigo de él me pidió que lo venga a ver por una exposición que quiere presentar en la embajada y que…

—El señor Ballester, mi esposo, ¡ya no existe más! —dijo la dama cortando la explicación del otro y sin perder la velocidad de sus pasos.

—Oh, perdón… no me dijo nada este amigo artista que el funcionario… su marido, había fallecido… ¡Cuánto lo lamento!

Ella, que iba mirando las baldosas rumbo a Pyramides, lo miró de soslayo, casi con el rabillo del ojo izquierdo y le contestó con un tono más fuerte de acuerdo a la mesura de las palabras que presentaba hasta esos momentos.

—No falleció, sigue en la tierra… simplemente se fue a mejor vida. —Él la miró extrañado, sin comprender. Le parecía raro ese juego de palabras—. Sí, a mejor vida, disfrutando el calor de Haití… con la mujer del cónsul de esa isla, de ese país tropical… —De pronto se detuvo y tuteándolo le preguntó—. ¿A dónde vas?... Yo voy para la Rue Scribe, aquí cerca… a descansar a mi casa y con muchas ganas, pues hoy tuve un día muy fastidioso atendiendo a un empleado que vino con síntomas de haber ingerido anfetaminas… ¿Tú te drogas? —Oscar sonrió por la ocurrencia y lo negó. Él era un tipo formal y a ella le pareció bien. Después de esto ella aflojó un poco el paso. Daba a entender que no tenía muchas ganas de un presunto coloquio, pero equilibró su ánimo y le hizo otra pregunta—: ¿Conoces París o es la primera vez que vienes?

—Es mi tercera vez… la primera fue en 2000, cuando se pagaba con francos, pero comenzaba el euro. Luego en 2014. Y ahora con el bus turístico estoy volviendo a reconocerla, me encanta… tiene algo muy distinto a otras ciudades. ¿Te molesto si te acompaño?

—No, Monsieur… para nada —replicó tal vez mintiendo. Oscar creyó comprender que ella le daba la oportunidad para seguir preguntando.

—¿Y qué pasó con Haití?... Si quieres contar, digo. —Se detuvieron en una esquina esperando que el semáforo diera lugar para cruzar.

—Bueno… en una reunión de embajadas festejando no sé qué aniversario conoció a la brunette… más bien una brune claire. —Lo miró—. Él estaba atento, pero con la mirada en el piso—. La invitó a bailar mientras yo hablaba con otras señoras y no sé qué elixir sensual le habrá dado a Honorio, mi exmarido, que ya no se la pudo quitar de encima… o no quiso… Ah, espera —le dijo al pasar por una tienda de frutas y verduras. Compró un paquete de cerezas y retornó al diálogo—. El marido de ella, un robusto moreno, bebía sin parar, como si le importara un rábano. Ella era muy bonita, no era para el cónsul.

—¡Era para tu marido!—La rubia llamada Annette le lanzó una mirada con algunos megatones. Oscar trató de ponerle crema a la salsa picante—. Digo… que haría buena pareja con tu marido… ¡pero yo me hubiese quedado con lo que tenía en casa! —piropeó. La rubia sonrió y le contestó:

—Veinte años menos que yo, el sol en su piel y una cabellera color caoba y sin motas porque era una haitiana mezclada con europeo blanco y con deseos que son muy contundentes en ese Caribe, ¿me entiendes?... Y él se fue, no pudo resistirse a ese almíbar moreno. Mal no me dejó, pero se fue… quién sabe dónde merde están ahora, si en tu Argentina o tocando los tambores en una isla caliente en medio del océano. —Annette despachó su furia y siguió caminando con tranquila resignación. Oscar lanzó su ofensiva viendo que la oportunidad se presentaba. No tenía nada que hacer ni con nadie que encontrarse. Estaba en París por una semana porque su misión era Roma. Como periodista de un matutino tenía que hacer la nota de un encuentro entre dos políticos gubernamentales por un arreglo comercial.

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