Carlos Velázquez - El pericazo sarniento

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El pericazo sarniento es un ensayo personal, el relato sin contemplaciones de un adicto a la cocaína. Carlos Velázquez ha logrado contar su paso por el infierno con una prosa dura, directa. La mente del adicto es un misterio y Velázquez emprende ese viaje al fondo de la noche y él regresa con este poderoso libro de memorias. La droga es un paraíso artificial y un infierno real, ese reloj que marca la hora del placer cuando la coca entra al cuerpo, la desesperación por la ausencia de la grapa, la ansiedad de un nuevo pase, la aventura de la compra en barrios donde el adicto se juega la vida. No hay ironía sin melancolía, este es el péndulo en el que oscilan estas páginas magnéticas. Escritor de tonos altos y diversos registros prosísticos, Velázquez cuenta también el día en que Torreón se convirtió en la ciudad más violenta de México, la noche en que Los Zetas entraron a sangre y fuego para pelear ese territorio que le pertenecía a los socios del Chapo Guzmán. El pericazo sarniento es también el relato crudo de la Guerra del Narco en el Norte de México. Un escritor no debe detenerse ante ningún tema, su vocación última es el riesgo emocional. Así ejerce su libertad Velázquez en este relato único en nuestras letras: traer del más allá una muestra de las regiones oscuras de uno mismo, pero también un trozo de la vida misma. —Rafael Pérez Gay

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Por las mañanas era Bruce Wayne en Walmart y por las tardes me convertía en Batman. A las seis que salía de trabajar me metía una píldora y me dirigía al centro a robar. Al principio sólo hurtaba música para mí. Me parecía un acto noble. Pero el ansia que me provocaban las píldoras me hacía arrasar con lo que estuviera disponible. Me convertí en un vil fardero. Comencé a levantar pedidos en el barrio. Tras visitar varios centros comerciales a las nueve de la noche hacía la entrega de mis pedidos. Estar bajo el efecto de las anfetas me exentaba de todo temor. Siempre he sido un poco cleptómano, pero las pastas me desinhibían por completo. Mi romance con los laboratorios era impecable.

Agarré confianza suficiente para meter a la bodega casets junto a la comida. Después desodorantes, juguetes, chocolates. Al principio eran rigurosos con la revisión al terminar el turno en Walmart, como nunca me encontraron nada se relajaron. Salía de la tienda con la mochila repleta de fayuca. Y mi pequeño imperio habría continuado si no hubiera dado un paso en falso. Una tarde que había saqueado de lo lindo, en lugar de marcharme a casa con mi botín decidí continuar la expropiación. Me atraparon dentro de un supermercado. Antes de que me detuvieran los guardias conseguí deshacerme de la mercancía. Me metieron a la tienda. Me iban a dejar ir, pero abrieron mi mochila, la había dejado en paquetería, y descubrieron el mandado. Me subieron esposado a una patrulla.

Pasé la noche en los separos de la Colón. Me fotografiaron con On the Road de Jack Kerouac en la mano, también me lo había piñado, y salí en el Extra , en la galería de malandros. Aún conservo el periódico. No me presenté a trabajar en Walmart hasta el día siguiente. Me esperaban. El gerente y El Moño me pusieron la edición del Extra en la jeta. Por qué, Carlos, me cuestionó el gerente. Recuerdo cada una de sus palabras. Eres un magnífico elemento. Por políticas de la empresa no puedes conservar el puesto. Qué decentes se comportaron. Habían revisado los videos de la tienda y se enteraron de todo lo que robé, no me levantaron cargos y todavía me indemnizaron. Cuando me quedé a solas con El Moño me encaró para decirme que lo había decepcionado. Por qué, insistía. Le confesé que las pastillas me despertaban un apetito profesional por la uña. Le rompí doblemente el corazón. Váyase, me dijo y se echó a llorar.

No era el único que desfalcaba. En los videos se reveló que los guardias de seguridad escondían televisores en cajas de cartón vacías y por la noche los recogían de los contenedores de la basura. Las empleadas de frutas robaban lencería. Las cajeras se surtían de cosméticos. A todos los metieron al bote. Menos a mí. Siempre estaré agradecido por su generosidad.

Con todo el tiempo del mundo profundicé en las anfetas. Mis héroes eran unos hommies que se metían la cartera entera, doce pastas, al mismo tiempo. Abrían la boca y te las enseñaban perfectamente alineadas en la lengua. Es una habilidad que toma tiempo dominar. Yo no podía medirme con esos jerarcas. Con dos que me puchara era suficiente. Entonces un simple giro del destino modificó los acontecimientos. Me avoracé. Como siempre me ocurre. Comencé a meterme una anfeta al día. Así como la gente se bebe un café por la mañana, yo me puchaba un Artane o un Rebote.

Los primeros cuatro días levité como egresado de Casa Tibet. Al quinto día dejé de ser yo. No recuerdo lo acontecido. La gente bajo tratamiento psiquiátrico refiere que las pastillas las inducen a una especie de éxtasis que las hace sentir como si flotaran sobre nubes de algodón de azúcar. No comparto la analogía. No me derretía de felicidad. Tampoco me la pasaba mal. No registraba. Era como un caset sin cinta.

Cumplidos dos meses colapsé. Supe que habían transcurrido sesenta días a base de pastillas porque tenía seis decenas. La mañana en que me puché la última me acosté sobre mi cama y no pude levantarme. No conseguía moverme. Ni hablar. Pero estaba despierto. Tenía los ojos abiertos. Contemplar el techo era una actividad que me tomaba con la seriedad de un personaje de Samuel Beckett. Escuchaba todo lo que ocurría. A pesar de la bruma en la que me encontraba retengo ciertas imágenes. La histeria de mi madre. El miedo y el llanto. Al tercer día momificado vino la ambulancia. Me internaron en el hospital. Una inyección en la vena me hizo cambiar de canal.

Existe un cuento de Palahniuk en que un adolescente se extirpa a sí mismo el intestino en una piscina. Pegaba el recto al extractor del agua mientras se masturbaba. Se mudan de ciudad. Es el secreto de la familia. Durante muchos años el secreto entre mi madre y yo fue la criogenización a la que me indujeron las anfetas. Técnicamente no era un suicidio ni una llamada de auxilio, sólo le había dado rienda suelta a mi compulsividad.

Me asusté. Estaba enamoradísimo de las pastillas. Pero recibí una lección. Eran cosa seria. Con todo el dolor de mi corazón renuncié a ellas. Fue duro. Me dolió como si me hubieran dejado caer desde un helicóptero.

Pascual days

Las drogas fueron para mi generación lo que el monolito para los simios en 2001 .

Cuando cursaba secundaria, La Peineta me robó la flauta. La sustrajo de mi mochila mientras yo jugaba Arcade. Así comenzó nuestra amistad. Aunque no sería hasta una tarde en la cancha de básquet que la música la sellaría. Uno de los vicios de La Peineta es relatar una y otra vez dicha anécdota. Según el cascarrabias llegué muy verga y apañé sus cedés, que descansaban bajo la canasta, y le ordené me vas a prestar éste, el Core de Stone Temple Pilots y éste otro, el Meantime de Helmet y yo te voy a rolar uno de Aerosmith. Se burló de mí el culero. Pump forma parte del panorama de mi educación sentimental. No me avergüenza reconocerlo.

A partir de ese día comencé una amistad con La Peineta que ha durado casi treinta años.

Lo apodaban El Rocker, por greñudo, pero una noche que compró caguamas clandestinas y lo trampó la policía fue rebautizado. Peineta significa soplón. Una regla no escrita de la venta ilegal de alcohol es que si te atrapa la ley no delates a quien te lo vendió. La Peineta vivía en la Miguel Hidalgo. Una colonia incrustada en un costado del Cerro de la Cruz. Era un prángana, como yo. Éramos esos chicos perdidos de “Something in the Night” de Bruce Spingsteen. Existían dos tipos de vale verga. Los que estaban condenados y los que tratábamos de escapar de nuestra condición de pranganotas. La manera que La Peineta eligió para escapar fue tatuando.

La Peineta aprendió a tatuar de manera autodidacta, de la misma forma yo emprendería un proyecto de escritura años después. Comenzó con pura escoria. O como le encantaba decirles, sus víctimas. Puro chemo que con tal de tatuarse gratis permitía a La Peineta ensayar sobre su piel. Apenas perfeccionó el uso de la aguja, empezó a cobrar. De la Miguel Hidalgo, a un costado del Cerro de la Cruz, brincó al estudio de tatuajes de El Pala, también conocido como El Sandalias o El Chancla.

Yo seguía en busca de una droga ya que mis bodas entre el cielo y el infierno de las anfetas habían fracasado y la mota no me seducía. Entonces el polvo maldito hizo su entrada triunfal.

Supe de la existencia de la coca por la televisión. Para mí era tan remota como un viaje a Europa. La asociaba a Hollywood, a Maradona, a Paco Stanley. Era una droga para gente adinerada. New rich . Pero el neoliberalismo hizo lo suyo y la puso en las calles al alcance de pránganas como yo.

Probé la coca a los diecisiete casi dieciocho en el estudio de tatuajes de El Pala. Ese mismo día conocí a José Alfredo, con quien sostengo una amistad a prueba de balas hasta el presente. A José Alfredo lo apodaban El Kevin, por su parecido con el niño de la serie Wonder Years . Apenas tenía quince años. Él no probó la soda, pero el hecho de que estuviera esa tarde ahí era un indicio de lo que pasaría con él años después. Se convertiría en uno de los mejores artistas de México.

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