De tales reiteraciones, la más pertinaz es la de la violencia, que, incrustada como elemento estructural de la conquista, se despliega en lo sucesivo a lo largo de dos líneas principales: como instrumento para el afianzamiento del dominio español sobre las poblaciones nativas y como subproducto de las desigualdades e injusticias que la empresa conquistadora suscita entre los propios españoles. En lo que atañe a la primera de estas líneas, la novela hace un recuento de las guerras de pacificación encabezadas por Ursúa (2012: 65-68), cuyo propósito es reprimir los alzamientos de tayronas, chitareros, muzos y otros grupos indígenas de la Nueva Granada. Emprendidas por orden del gobernador Díaz de Armendáriz, tío de Ursúa, tales incursiones son indispensables para consolidar el poder central ejercido desde Santafé, capital del virreinato, y constituyen, por tanto, el brazo armado de una política dirigida a establecer de forma duradera la dominación española sobre esos territorios. Pero las acciones de Ursúa sobre el terreno, como las de Pizarro en la selva, desbordan el marco de lo que, en principio, podía considerarse una guerra legítima, para darle paso a violencias que implantan su fama de conquistador cruel y despiadado —el primer tomo de la trilogía narrativa de Ospina (2005) refiere en detalle el modo en que Ursúa y sus hombres doblegan a sangre y fuego los distintos focos de resistencia indígena—. Los abusos de Ursúa en estas guerras le acarrean la persecución de la justicia cuando, luego de forzar a los kogis e ikas a refugiarse en las zonas altas de la Sierra Nevada de Santa Marta, regresa a Santafé y encuentra que Díaz de Armendáriz ha sido destituido, acusado de conductas lujuriosas, «y que contra él mismo había una orden de captura por sus crueldades con los indios» (2012: 68).
Ursúa huye entonces de la Nueva Granada y, después de cumplir bajo las órdenes del marqués de Cañete nuevas tareas como sofocador de rebeliones en Castilla de Oro, viaja al Perú y centra sus esfuerzos en su proyecto más querido: conquistar El Dorado. Ursúa parte convencido de que con esta expedición por fin va a dejar de ser un ejecutor de faenas guerreras decididas por las autoridades coloniales y que ahora podrá atender sus asuntos particulares, perseguir su propio sueño; no se percata de que su iniciativa le viene como anillo al dedo al virrey, el marqués de Cañete, quien ve en ese viaje a la selva «un recurso salvador para deshacerse de los aventureros nocivos que perturbaban el reino». Para ese entonces, ya el marqués le había informado al rey Felipe en una carta que «el principal problema del Perú era la cantidad de hombres ociosos que se acumulaban en las ciudades. Había ocho mil varones de conquista, y de ellos solo mil tenían títulos de propiedad» (2012: 127-128). No es extraño entonces que uno de los ejes de su política al frente del virreinato consista en alentar expediciones a regiones de difícil acceso como válvula de escape para librarse de soldados levantiscos o de dudosa reputación. A esta categoría pertenecen hombres como Lope de Aguirre y sus secuaces, que más adelante asesinarán a Ursúa y, en medio de la selva, se alzarán contra la Corona española: «Eran el sumidero de la conquista. Resentidos, infames, hombres necios y crueles, que habían traicionado más de una causa, que acomodaban su conducta a la necesidad o al apetito. […] Setenta años de crueldades y postergaciones resueltos en una tropa mercenaria casi sin sed de gloria y sin más ambición que la rapiña» (188). La rebelión de estos hombres es, a la postre, el factor principal del fracaso de la expedición, y el recuerdo de sus acciones sangrientas, uno de los motivos que disuadirá a los españoles de armar nuevas expediciones a la selva amazónica durante casi un siglo. De hecho, cuando el narrador mestizo hace el balance de sus viajes a la selva, constata que si el primero estuvo dominado por el temor a lo desconocido, a una naturaleza poderosa e inconmensurable, en el segundo la mayor fuente de temor fueron los compañeros de viaje, la amenaza de la violencia desencadenada: «El miedo a las selvas había cedido su lugar al miedo a los hombres, la noche estaba en el alma, lo desconocido eran los corazones, y la conciencia de estar vigilados noche y día no nacía de las miradas de los monos y de los pájaros sino de los ojos móviles de Lope de Aguirre, que todo lo advertían» (297). Así es como, durante la expedición de Ursúa a la selva, sale a relucir la segunda forma de violencia reinante durante esta fase de la conquista: la que brota entre los españoles que se sienten excluidos de los beneficios obtenidos en América (Pastor 2008: 315-324).
Lo que más llama la atención al repasar las guerras de pacificación que comanda Ursúa y su fracaso en la busca de El Dorado es el fondo de violencia constante que marca el ambiente en el que ocurren los hechos, que relegan a un segundo plano los detalles relativos a la travesía por la selva. Esto no se debe solo a la abundancia de eventos sangrientos a los que se refiere el relato; se debe sobre todo a la sensación que inunda al lector de asistir a la reconstrucción de una época histórica en la que el recurso a la violencia no es excepcional, sino que constituye la norma, y en la que el uso excesivo de la fuerza es el ingrediente sin el cual no sería posible apuntalar el orden social surgido de la invasión de América. El proceso recreado por Ospina corrobora —a través de un ejemplo bien documentado: el de la conquista de la Nueva Granada— la tesis de Benjamin según la cual la violencia no es solo un medio para fundar las relaciones sociales de derecho, sino también para preservarlas, aun si el recurso constante a la fuerza socava la legitimidad del orden institucional que pretende conservar.17 Al igual que en otras partes del continente, también en la Nueva Granada la violencia fue la herramienta principal de los invasores para someter física y espiritualmente a las poblaciones amerindias, haciendo posible instaurar el aparato administrativo colonial. Pero en este caso la situación no abarcó solo el momento fundador del nuevo estado, sino que se alargó en el tiempo, haciendo de la conquista un proceso inacabado, al menos hasta inicios del siglo xvii, cuando se oficializó la destrucción de la nación pijao, principal foco de resistencia. En los tres cuartos de siglo transcurridos desde la fundación de Santafé de Bogotá por Jiménez de Quesada en 1538, la violencia impregna las relaciones entre invasores y nativos, en parte porque los españoles tienen el hábito de utilizar con frecuencia las armas, en parte porque las instituciones coloniales enfrentan a cada paso la amenaza de fuerzas rebeldes que aspiran a recobrar el control del territorio. En tal situación de guerra incesante, la violencia a la que se recurre primero como medio para el logro de unos fines específicos —la ocupación territorial, el sometimiento de los aborígenes— se puede convertir a la larga en un fin en sí mismo que ya no requiere justificación, un modus vivendi en virtud del cual la guerra se degrada —y degrada a quienes se dedican a ella—. Eso es lo que, según el narrador mestizo, le sucede a Ursúa:
Es verdad que la guerra envilece: y los que van a ella arrastrados por la necesidad, defendiendo su honor, pueden terminar convirtiendo en costumbre un ciego instrumento de supervivencia, convirtiendo en oficio lo que solo podía argumentarse como recurso momentáneo. La traición, el veneno, la trampa, al comienzo son tan solo instrumentos: ¿en qué momento nos convertimos en instrumentos suyos? (2012: 187)
Este protagonismo de la violencia es aún más llamativo si recordamos que el motivo central de la novela de Ospina es un viaje a la selva. En realidad, lo que domina la escena en La serpiente sin ojos es el sufrimiento causado por los excesos de la voluntad y la ambición humanas. Varios pasajes del texto aluden a la desmesura de Ursúa, acentuada por su deseo de poseer El Dorado. Así lo dice el narrador mestizo: «La locura mayor de esta edad del mundo la concibió temprano Pedro de Ursúa: la ambición desmesurada de conquistar la selva de las Amazonas y dominar la serpiente de agua que la atraviesa» (2012: 76). Al igual que en el caso de Pizarro, la violencia de Ursúa contra los nativos va ligada a la voluntad inflexible de subyugar el entorno ambiental para extraer sus riquezas. Pero esa voluntad enceguece: ajeno a los lúgubres vaticinios de Aguilar, deslumbrado por la visión de la ciudad dorada que oculta tesoros en la selva, el conquistador no advierte «que el destino había puesto en sus manos un tesoro verdadero, el jardín terrenal con la diosa en su centro» (199); menos advierte aún que, al llevar consigo a la selva a esa diosa mestiza —la bella Inés de Atienza—, la lleva hacia una muerte tan cruel como la que a él mismo lo acecha. La rebelión de Aguirre y su grupo merece atención, no solo porque cifra el desatamiento de una violencia de distinto cuño —la que surge por las discrepancias entre los propios españoles—, sino también por la repercusión que tiene sobre los imaginarios coloniales de la selva.
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