El sueño de un bosque formado por muchos árboles idénticos es significativo en el contexto amazónico, donde aún se recuerdan los fracasos de Henry Ford en su intento de fundar grandes plantaciones caucheras en los márgenes del Tapajós. El desarrollo de la agricultura a gran escala ha mostrado que, en la zona tropical del planeta, los cultivos de un único tipo de árbol usualmente solo prosperan lejos de su región de origen.15 La principal razón por la cual el boom cauchero finalizó en la segunda década del siglo xx fue justamente la superioridad de las plantaciones que los británicos establecieron en el sudeste asiático, en las que cientos de árboles de caucho crecían juntos en hileras bien ordenadas, como las que hubiese querido encontrar Pizarro, multiplicando la productividad por contraste con las explotaciones amazónicas, cuya dispersión dificultaba la recolección del caucho y obligaba a los siringueros a recorrer grandes distancias para encontrar nuevos árboles disponibles. No es arbitrario, por ende, interpretar la actitud de Pizarro en El país de la canela como una prefiguración de impulsos que, a partir de la revolución industrial, son encauzados mediante la planificación y el control estadístico de la producción —un ejercicio de racionalización que, empero, acaba contribuyendo al advenimiento de la crisis ecológica global—.
El contraste entre la naturaleza domesticada europea a la que están habituados los invasores y la proliferación anárquica que les sale al encuentro en la selva suramericana aparece ahora a una nueva luz: como el fruto de la proyección que los recién llegados —y más adelante los criollos y mestizos— hacen de sus propios deseos y temores sobre una realidad desconocida. Al principio, la selva es un lugar mítico y paradisíaco, en el que yacen ocultas las riquezas anheladas. Pero luego, cuando se recorre el terreno y se constata que, lejos de corresponder a las expectativas, contiene obstáculos difíciles de superar, la valoración se invierte y la selva es percibida como cárcel, laberinto, infierno, caos. Mientras el lugar imaginario almacena pasivamente el objeto de la búsqueda, los lugares concretos del recorrido desempeñan un papel activo, entorpeciendo tenazmente (con su calor sofocante, su vegetación enmarañada, sus pantanos, sus mosquitos…) los proyectos de exploración y explotación. De este modo el ambiente selvático pasa a ser un actor principal de la historia. Pero la selva misma, al margen de las expectativas que suscita y de las tribulaciones en las que resulta involucrada, permanece ajena a las representaciones que la exaltan o la deforman. Si Pizarro siente que la selva se pone a girar en torno suyo «como un remolino» (2008: 130), esto no se debe a que ella sea una «vorágine» salvaje o indómita, sino a la cólera que ciega al propio Pizarro. Si el narrador describe la selva como «una jungla de árboles y de locuras en la que nos hundíamos» (135), eso no implica que la selva sea caótica, sino que expresa el intenso malestar generado entre los expedicionarios por las crueldades de Pizarro, así como su afán por dejar atrás los horrores de los que han sido testigos. Si el narrador afirma que «el río parecía buscarnos» y que su cauce «se arqueaba totalmente y parecía envolvernos» (136), esto indica el desconocimiento del territorio por parte de los viajeros y no que la selva sea un laberinto. Si, en fin, los caneleros que Pizarro anhela no aparecen, eso no significa que la selva sea improductiva, sino que su forma de producir y sus productos son distintos, diversos. Roa Bastos escribe, refiriéndose al primer viaje de Colón, que «el continente desconocido lo es solo para los que van a buscarlo» (1992: 241); en una vena similar, podemos decir que la selva solo es laberíntica para quienes la desconocen, solo parece un caos para quienes no han crecido en ella, solo resulta un infierno para quienes, como lo expresa el soldado Baltasar Cobo en el texto de Ospina, están en trance de convertirse ellos mismos «en demonios» (134).
Con esto no pretendo negar la base empírica de las descripciones en las que la selva aparece como un lugar oscuro y húmedo, lleno de vida palpitante. Pero son precisamente esos pasajes —en los que el narrador usa un lenguaje rebosante de operadores miméticos— los que mejor subrayan hasta qué punto la selva representa para los españoles la alteridad de un entorno ecológico que no se deja controlar, que no encaja en un orden en el que la cultura europea pueda sentirse cómoda. Cuando la selva muestra «su verdadera cara» (2008: 131), el narrador descubre las hileras de hormigas rojas y las enormes arañas que acechan en los huecos de los troncos, y comprueba que «en el suelo más estrecho proliferan árboles y plantas diferentes» (129), que «todo en aquellos limos era resbaloso y estaba vivo» (131), que en todas partes «brotaban chorros de agua» (136), que la expedición resbala en «caldos de fango y de raíces muertas» (137). La selva fue sin duda para los españoles —como lo será después para tantos otros forasteros que acudirán a ella en busca de fortuna— la engorrosa fuente de fatigas e incomodidades que se insinúa en estos pasajes. Pero, como Descola ha mostrado en relación con los achuar (uno de los grupos nativos que habita en la zona recorrida por Pizarro), para los pobladores locales el bosque amazónico se asemeja a una plantación que, a su manera, requiere tanto cuidado y esmero como las alamedas y los jardines de una ciudad.16 En consecuencia, esa profusión anárquica que, según el narrador mestizo, es la cara verdadera de la selva, tiene en realidad un orden cuya lógica él no percibe.
El avance de la expedición de Pizarro por la selva pone así en evidencia las dos facetas que caracterizan la violencia conquistadora: por un lado, la imposición ejercida sobre (y los abusos cometidos contra) los nativos; por otro, la voluntad férrea de explotar el entorno ambiental mediante la extracción de recursos útiles. Ambas formas de violencia en el fondo son el fruto de una visión que vacila entre la ilusión y el temor y que, a causa del desconocimiento, pasa por alto las diferencias. Para los españoles, los pueblos autóctonos son un conjunto indistinto de «pobres diablos que adoraban piedras y estrellas» (2008: 133) y el entorno selvático es una maraña de «caminos que solo frecuentan las fieras» (137). La indiferencia de los invasores a la especificidad de la realidad americana se refleja además en el nivel del lenguaje: mientras los españoles casi siempre son llamados por su nombre, los nativos —salvo raras excepciones— son nombrados en plural (indios); mientras los animales domésticos de la expedición pertenecen a especies precisas (perros, cerdos, caballos, llamas), para hablar de la fauna selvática se emplean rótulos genéricos (pájaros, peces, insectos, fieras). Y si la selva les da a los españoles la impresión de estar habitada solo por animales salvajes, eso se debe a la falta de entrenamiento de sus sentidos, incapaces de percibir las huellas de las tribus selváticas, las cuales saben desplazarse con sigilo por la espesura y se mimetizan hábilmente con su entorno, sustrayéndose a la mirada de los forasteros.
Las diferentes formas de desencuentro y de desentendimiento que se producen durante la búsqueda de la canela por Pizarro y en el recorrido de Orellana por el río hasta llegar a la salida al Atlántico salen a relucir nuevamente veinte años más tarde, cuando Pedro de Ursúa emprende su expedición en busca de El Dorado. Una faceta interesante de la narrativa de Ospina es que revela cómo, en el seno de la empresa conquistadora, ciertas situaciones básicas se repiten una y otra vez en nuevos contextos, y en esa repetición van reforzando el influjo de las representaciones asociadas a ellas. Si El país de la canela reconstruye el proceso de gestación de los imaginarios sobre la selva, La serpiente sin ojos ilustra su reforzamiento, y por eso diversos avatares de la expedición de Ursúa exhalan un air de déjà-vu. Así como Colón, buscando financiación para sus viajes, les pintaba a los Reyes y a los banqueros peninsulares un mundo pleno de riquezas que lo aguardaba al otro lado del océano, Ursúa les pinta a los encomenderos la ciudad dorada de la selva con los colores más atractivos: «Ursúa empezaba a hablar y se creía enseguida su propio cuento. […] Como buen seductor, no usaba las palabras para pensar sino solo para convencer, y siempre tenía tiempo para todo el que pudiera patrocinar sus aventuras guerreras» (2012: 100). Así como, veinte años antes, la información que los nativos le aportaban a Orellana daba lugar a malentendidos y tergiversaciones, también Ursúa incurre en errores de traducción no del todo involuntarios: «Donde los indios brasiles decían Omagua, Ursúa entendía El Dorado» (123). Así como la expedición de Pizarro paga un alto precio por no haber tenido en cuenta las restricciones que imponían el clima y el ambiente selvático, así también Ursúa ve hundirse varios de los barcos que manda construir «porque la humedad y el clima los habían carcomido» (223-224). Y así como Pizarro, arrastrado por la cólera, hace aperrear a un grupo de indios en la selva, los hombres de Ursúa castigan a seis negros cimarrones que han capturado haciendo que un tropel de mastines hambrientos los despedace, mientras los desdichados cautivos «intentaban defenderse con las varas que tenían en sus manos, sin saber que los cristianos se las habían dado a sabiendas de que esa defensa inútil solo servía para enardecer más a las bestias» (190).
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