Rodrigo Atria - Clara en la noche, Muriel en la aurora

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Clara en la noche, Muriel en la aurora: краткое содержание, описание и аннотация

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Clara nocte es el posible nombre científico de una imposible criatura vegetal, la rosa negra. Esta ilusoria utopía botánica es uno de los motivos, simbólicos desde luego, que atraviesan esta brillante novela. Lo notable es cómo a través del mundo vegetal y sus especies, el autor va urdiendo con agudeza y perspicacia cuestiones pertinentes al urbanismo, a la historia de las ciudades, sus edificios públicos, de nuestra vida cívica, de las ideas y épocas, y por qué no, también sobre el amor otoñal, las filiaciones, las ilusiones y los hechizos de las sublimes rosas negras. Novela profunda y ligera a la vez.

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El ascensor llegó pronto. Subió con Muriel y una pareja de jóvenes que no se atrevieron a mover la boca delante de ella, salvo para sonreírse bobamente.

En su habitación, la tarjeta de invitación todavía estaba sobre la mesilla donde la dejara horas antes. La mujer del servicio había hecho la limpieza, sin tocarla. Quizás la leyera. Habría sido fácil e irresistible. Seguro. Así podría haberse enterado de la cena que Muriel tenía esa noche en casa del Agregado de Cultura de la embajada de Francia y director del Instituto Francés, y para la que se le pedía asistir con una tenida formal. ¿Y qué? Si ella hubiera sido la mujer del servicio, habría hurgado en el armario. La entendía. ¿Qué hubiese elegido para ponerse una mujer que, sin ser ella, hubiera querido serlo? ¿Al menos, por una noche?

Bebió nuevamente de la copa que aún mantenía en la mano. La dejó. Se quitó los zapatos y fue al armario. Paseó los ojos por la ropa colgada. No tenía muchas opciones. Un conjunto de chaqueta y pantalón, negro, combinado con una blusa de seda y gasa, con cuello redondo, le pareció lo adecuado: la haría verse más delgada, sería elegante y estaría cómoda. El toque de informalidad y simpleza lo pondría en sus zapatos tipo ballerina, también negros. Bien. Iba a ducharse. Bebió el resto del Aperol y fue al baño. El aperitivo la hacía sentirse ligeramente tibia. Se desnudó. Quedó así frente al gran espejo de pared colocado detrás del lavatorio. Estaba cerca de los cincuenta años, había tenido una hija a los veintidós. Demasiado joven. Un lejano acontecimiento y, sin embargo, el tiempo transcurrido le había hecho bien. Su cuerpo se había recuperado. Escrutó su cara, no tenía arrugas en el labio superior, aunque algunas habían aparecido en la comisura de los párpados. Tocó sus pechos: aún estaban bastante firmes y redondos. Pasó una mano por su estómago: allí se formaba un pequeño volumen, pero nada adiposo, ni grotesco. Después tocó su abdomen, también liso y sin estrías. Se veía bien, el vértice oscurecido por el vello púbico. Lo frotó: transmitía una sensación mullida, esponjosa. Dudó por un segundo, pero entonces tocó los labios de su sexo: aún tenían suficiente grosor. Los abrió con los dedos y notó la humedad que empezaba a suavizarlos. Deslizó sus dedos por entre ellos, arriba y abajo, delicadamente. Cerró los ojos. Su cuerpo aún podía atraer a un hombre; sin embargo, era ella quien no había podido retenerlos. ¿De qué huían? ¿De qué parte de ella escapaban? Imaginó unos dedos masculinos en el lugar donde estaban los suyos y, segundos después, la humedad de su sexo se hizo más líquida. Le gustó. Mantuvo sus dedos entre los labios de su vagina. ¿Por qué no? Les permitió que la exploraran, que tocaran el recóndito lugar habitado por el más agudo placer. Allí se hundieron, allí presionaron. Lo tomó como si fuera el pequeño botón de una flor y un espasmo la sacudió. De la boca se le escapó un quejido. Abrió los ojos. Había tomado una decisión. Dio el agua de la ducha, se metió a la bañera. Graduó el agua para darle la temperatura adecuada y la dejó caer sobre su cabeza. Al escurrir por su cuerpo hacia el desagüe, tuvo la sensación de ser envuelta por un velo. Llevó sus dedos nuevamente a su sexo, se penetró con el índice y el medio, juntos, y los movió rítmicamente. Imaginaba la posesión: el hombre tendido sobre ella, su abdomen contra el suyo, balanceándose entre sus piernas recogidas y abiertas, entrando en su vagina y saliendo, entrando y retirándose. Sintió la aceleración de su sangre. El agua de la ducha le dejaba un tenue sabor dulce en la boca. Retiró los dedos de su interior y se frotó entre los labios de su sexo. La imagen de una muchacha, desnuda y colgada de los pies desde lo alto del invernadero, le llegó a la cabeza. Apareció Emma repentinamente, pero en seguida la reemplazó por ella misma. Era una mujer a la que un hombre desnudo, doblado sobre ella y con los labios empapados de vino, la hacía sacudirse y gemir mientras la besaba en su vagina. Más y más. Hasta que de pronto surgió de sus entrañas un latigazo que la abría de par en par y la vaciaba en espasmos cada vez más ligeros. El agua de la ducha seguía envolviéndola. Levantó la cabeza y dejó que los delgados chorros la golpearan en la cara. Estaba bien. Sintió que aún era una mujer en plenitud. Podía ir a la comida de esa noche y enfrentarse sola a todos. Estaba segura de no tener ninguna flaqueza en su cuerpo, ni en su mente.

Una hora después, Muriel estaba lista, aguardando en el vestíbulo del hotel por el automóvil que enviarían a buscarla.

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