Rodrigo Atria - Clara en la noche, Muriel en la aurora

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Clara en la noche, Muriel en la aurora: краткое содержание, описание и аннотация

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Clara nocte es el posible nombre científico de una imposible criatura vegetal, la rosa negra. Esta ilusoria utopía botánica es uno de los motivos, simbólicos desde luego, que atraviesan esta brillante novela. Lo notable es cómo a través del mundo vegetal y sus especies, el autor va urdiendo con agudeza y perspicacia cuestiones pertinentes al urbanismo, a la historia de las ciudades, sus edificios públicos, de nuestra vida cívica, de las ideas y épocas, y por qué no, también sobre el amor otoñal, las filiaciones, las ilusiones y los hechizos de las sublimes rosas negras. Novela profunda y ligera a la vez.

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Guardó su libreta.

El vagabundo continuaba allí, inmóvil. No había nadie en los alrededores. La gritería de los niños se escuchaba detrás de la tapia que circundaba el jardín infantil.

Por algún motivo, Muriel pensó en la gata preñada. Ya no la veía.

Se levantó de su asiento y caminó hacia el sendero de gravilla. Intentó no mirar hacia el vagabundo. No quería parecer provocativa. Después, por el sendero, se dirigió hacia las grandes puertas de la Quinta Normal. Debía salir a la avenida para volver a entrar al ámbito del Museo de Arte Moderno, porque este edificio estaba rodeado de una reja sólida, sin acceso hacia o desde el parque.

Había guardias apostados junto a las puertas.

Un continuo flujo de gente ingresaba al parque o salía hacia la avenida. Numerosas personas aparecían desde la estación del ferrocarril subterráneo construida a escasos metros de la entrada y caminaban hacía allí. Algunos vendedores voceaban sus productos. Chicas vestidas de uniforme escolar parloteaban animadamente y se mezclaban con algunos muchachos.

Había mucho bullicio en la avenida.

Repentinamente, Muriel se sintió angustiada. La atmósfera del parque era tan distinta a la atmósfera de la avenida, ambas separadas apenas por las puertas protegidas con guardias. No era distinto a los parques y jardines de París. Pero ahí, en la ciudad donde ella era una visita, lo sentía diferente. Se daba cuenta y no sabía bien por qué. Seguramente, tenía que ver con ella. Había estado mal en el último tiempo. No era el entorno.

Protegió la cámara fotográfica con una mano y apuró el paso hasta las puertas de la reja del museo. Enseguida entró en ese ámbito conocido, ya casi familiar.

Algunas personas salían en ese momento desde el interior del edificio.

Esto le gustó. Quería decir que venían de visitar la exposición, que habrían visto las imágenes en movimiento del jardín huerta de Villandry y las del Jardín de Chambord. Las proyecciones se reiniciaban cada quince minutos.

Pensó que quizás su angustia tenía que ver con esto: la exposición era ella. Y tal vez la angustia se le presentó cuando la Dirección de Espacios Verdes del Ayuntamiento de París la designó para viajar al otro lado del mundo, sola, con ese propósito.

Subió los tres peldaños de la escalinata de acceso y entró al edificio.

Estaba como en casa, rodeada de imágenes de jardines que conocía como la palma de su mano.

En el vestíbulo, se topó con don Cipriano. Siempre estaba allí, pendiente de todo. Era una presencia continua. Como debía ser un conserje. Aparte de un saludo, no pensaba hablarle. Nada tenía para decirle. Pero se arrepintió. Quiso saber por qué el armazón del invernadero estaba enrejado y entonces de él supo la razón: los niños lo habían vandalizado, usaban los vidrios como blanco para sus piedras y después, cuando ya no hubo vidrios, llegaron bandas de chicos y chicas que se encaramaban hasta lo alto de la estructura, y bebidos y drogados, tenían sexo a destajo dentro de la cúpula o los muchachos colgaban a las chicas desde las pasarelas superiores, desnudas o semidesnudas, tomadas por los pies y les vertían vino en las vaginas hasta que el alcohol las repletaba y les corría por el cuerpo. Muriel pudo imaginarse la escena: las chicas resistiéndose cuando las tomaban para colgarlas cabeza abajo y, después, sacudiéndose mientras, entre risas y gritos, los muchachos les vaciaban vino y, para terminar la prueba, las conminaban a atrapar con la lengua y la boca la cantidad que pudieran antes de que la mayor parte del alcohol chorreara de sus cabezas y brazos hacia el suelo.

Pensó que, finalmente, alguien debió haber levantado una queja, puesto que rodearon el armazón con un cerco metálico perimetral.

—¿Y no ha vuelto a ocurrir? —preguntó.

—No desde entonces —respondió el conserje—. De eso hará unos dos años.

Muriel pensó en la gata preñada. Sin comida, el animal callejero abandonaría a las crías paridas, si es que no las mataba. Si no las mataba, iban a sobrevivir una o dos. Se infectarían, quizás por dentro o quizás por fuera; tal vez en los ojos. Crías ciegas o llenas de gusanos serían presa fácil para las ratas o para un perro. Morirían antes de un mes. Lo había visto. ¿Qué había ocurrido para llegar a esas ruinas? Quiso saber quién era el responsable de los restos del invernadero.

Don Cipriano no lo sabía con exactitud, aunque todo el parque, salvo el edificio del Museo de Arte Moderno, que era un inmueble universitario, pertenecía a una municipalidad.

—Muchas personas han visitado el invernadero para ver qué se puede hacer con tal de recuperarlo de alguna manera —dijo el conserje, adivinando el interés de Muriel—, pero nada se ha conseguido.

—Es muy triste —comentó ella—, un edificio tan bonito. ¿Qué pasó?, ¿cómo se llegó a esto?

Don Cipriano se encogió de hombros. Así se guardó las palabras y habló con un gesto. Quería decir que a él no le preguntaran esas cosas, que le hicieran cualquier pregunta sobre el museo y entonces podía dar todas las repuestas solicitadas. Conocía el edificio como la palma de su mano. Había vivido su historia. Era el conserje, como su padre había sido un conserje.

Muriel entendió. Cambió de tema.

—¿Ha venido público? —quiso saber.

—Lo normal —respondió don Cipriano. Muriel asintió, porque lo sabía—. Lo que más gusta son las imágenes que se mueven. Muy bonitas —dijo y agregó, para congraciarse con ella—. Usted debería ir al liceo de niñas que está ahí —señaló con la cabeza hacia la calle—, frente al museo.

—¿Ese liceo de niñas? —repitió. Lo había visto, claro.

—Debería hablar con las profesoras, para que manden a sus niñas para acá. Esto podría llenarse de estudiantes —dijo don Cipriano, mostrando satisfacción por una buena idea.

Muriel le sonrió. Falsamente, porque no estaba de humor. Más bien, sentía un sutil fastidio. Estaba molesta y esto la desganaba. Supuso que la idea de invitar escolares ya se le había ocurrido al Agregado de Cultura de la embajada, que oficiaba también de director del Instituto Francés. Buscar público era algo que él debía hacer. Ése era su trabajo. Ç’est son travail!, pensó. Pero igual se lo diría esa misma noche. Estaba invitada a una cena en su casa. Sería la figura central, como una flor en el desierto. O en un solitario vaso de agua. Le agradeció a don Cipriano y se alejó. No iba a quedarse mucho más tiempo en el museo. Tenía que volver al hotel y arreglarse para esa noche. Tal vez las circunstancias, quizás la posibilidad de una buena conversación con invitados, la inspiraran para preparar su próxima charla. ¿Y qué si dijera algo crítico sobre el ruinoso invernadero francés de la Quinta Normal? ¿Algo que mostrara escandalosamente la violencia hecha a una arquitectura magnífica, dejándola degradarse en aquellos despojos? Había un invernadero casi gemelo en el parque del Château des Ravalet. Era hermoso. Y estaba intacto. Lo recordaba bien. Habría fotografías en su computador. Quizás valía la pena hacer comparaciones odiosas. Remecer el ambiente. Quizás podía usarlas para mostrar lo que era posible lograr, invirtiendo un poco de respeto y afecto, con la oxidada estructura de fierro cuyas imágenes guardaba en la tarjeta de su cámara digital.

TRAS ENTRAR AL hotel, Muriel pasó al bar, fue a la barra y se sentó en una esquina. El barman, un tipo joven, moreno, peinado de manera cuidadosamente desordenada, la saludó con cierta familiaridad. Hacía ya varios días que la veía por allí. «¿Un Aperol?», le preguntó. Muriel forzó una sonrisa y asintió. Necesitaba algo de alcohol en el cuerpo para sostenerse esa noche como la única flor que el Agregado de Cultura iba a poner en un vaso de agua solitario. Aún era temprano, así que podía matar un poco de tiempo en la barra antes de subir a la habitación y prepararse para la hora en que pasarían a buscarla en un automóvil con patente diplomática. Muy llamativo, muy elegante. Très frappant, vraiment très élégant, pensó. Mientras el barman preparaba su aperitivo, se dedicó al ejercicio de calcularle la edad. La mirada de la gata, pero con algo de disimulo. Estaba estirando la cuerda, pero hacía ya mucho que había aprendido hasta dónde jalarla, en qué momento enviar el mensaje correspondiente: no puedes ir más allá. Calculó: ¿quince años menor? El tipo se dio cuenta de que estaba siendo auscultado y entró, con una sonrisa, en el juego. No era raro que aceptara enredarse en ese pulso sutil con una pasajera del hotel alguna vez durante la semana. Jugar con la tentación. Muriel pensó que el tipo estaba para alguien como Emma. Pensó: Que deviendrait Emma? Sí, ¿qué iba a ser de ella? Nunca había estado tan pendiente de su hija. ¿Sería la soledad y la distancia, casi inalcanzable, a la que se encontraba? Cuando la copa con el aperitivo llegó a sus manos, admitió que le daba igual que el tipo fuera tanto menor: para ella, también tenía su encanto. Tomó algo de alcohol y dejó que el líquido cubriera su lengua, que, lentamente, corriera hacia su garganta y bajara hasta su estómago. Cerró los ojos. Sintió la aterciopelada suavidad del alcohol. Se le ocurrió una pregunta: ¿Se hablaría francés o español durante la cena de esa noche? Salvo al Agregado, no conocería a nadie. Decidió que iba a plantear el tema del invernadero con crudeza, sin pelos en la lengua. Quien fuese que estuviere invitado. ¿Cómo se había llegado a la vergonzosa ruina del edificio? Desidia. Alguien no había hecho su trabajo y esto le había importado un comino a alguien más. Acercó su cámara fotográfica y la encendió para repasar las fotografías almacenadas en la tarjeta de memoria. Allí estaba todo. La evidencia. Siguió repasando fotografías: apareció Emma sola y Emma con su pareja, el tipo que no le gustaba para ella. Apagó la cámara. Bebió otro poco y decidió llevarse la copa a su habitación. Ni siquiera pensó que podría haber un problema. Simplemente, se levantó, tomó la copa, además de sus cosas, y le dijo al barman que cargara el aperitivo a su cuenta. Le dejó una mirada de propina y se fue.

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