Esto, desde la óptica de la dirigencia comunista, se reflejaba en numerosos ejemplos cotidianos. Un caso especialmente sensible lo representaba el proyecto de reformas laborales. En el marco de un Senado con mayoría de derecha, gracias a la presencia de senadores designados, el proyecto gubernamental privilegiaba los acuerdos con la oposición de derecha antes que una propuesta que realmente modificara el Plan Laboral de la dictadura. Para el PC, se observaba «un afán escandaloso de congraciarse con la derecha y los empresarios» 36. En materia de derechos humanos, aspecto muy sensible para el PC, se valoraba la creación de la «Comisión de Verdad y Reconciliación» y la liberación de algunos presos políticos, pero se consideraban que eran medidas «absolutamente insuficientes». Entre las deudas que tenía el gobierno en este aspecto, se mencionan la no resolución del caso de los «detenidos-desaparecidos», la existencia de 244 presos políticos, atentados contra la libertad de prensa, ausencia de condenas por violaciones a los derechos humanos y que la Corte Suprema seguía aplicando la ley de amnistía de 1978 37.
Aunque se reconocían avances en diversos aspectos, el programa de cambios prometidos al país en diciembre de 1989 estaba siendo sacrificado, por lo que la propuesta del PC era acentuar su política de «independencia constructiva», o sea, aumentar las críticas frente a lo que se consideraba el inmovilismo del gobierno ante Pinochet y la derecha. Para ello, planteaba la tesis de la «ruptura institucional», es decir, promover cambios políticos, económicos e institucionales rompiendo la legalidad establecida en la Constitución de 1980 a través de la movilización popular. El Partido Comunista resumía el significado de la «ruptura institucional» en un programa básico: expulsión de los alcaldes designados por Pinochet (recién serían reemplazados en 1992); libertad a los presos políticos; verdad y justicia en materia de derechos humanos; reformas laborales y restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba 38.
Sin embargo, tal como ha sido señalado, Chile estaba en presencia de la inauguración de una «democracia semisoberana». En ese sentido, el diagnóstico de los comunistas era certero en señalar las insuficiencias y falencias de la nueva democracia chilena. La dupla ministerial de Patricio Aylwin compuesta por Enrique Correa y Edgardo Boeninger, principales articuladores de la «transición desde arriba», también lo compartían. Pero la diferencia radicaba en que mientras los primeros proponían romper con los obstáculos puestos a la profundización de la democracia, los segundos asumían que el único camino posible para recuperar la estabilidad democrática, era asegurar altas dosis de continuismo respecto a la dictadura 39. En el Chile de 1990, esta última visión se hizo hegemónica y los alegatos comunistas fueron duramente descalificados, acusados de falta de realismo, irresponsabilidad política, incapacidad de comprender los cambios que supuestamente había sufrido el país; en fin, de no entender que la recuperación de la democracia tenía un solo camino: el de los acuerdos y negociación con la derecha y las fuerzas armadas.
Desde este punto de vista, la temprana decisión del PC de alentar las reivindicaciones sociales y políticas hizo que la actividad de los militantes se fuera concentrando en las labores vinculadas a la ampliación y profundización de los derechos sociales y políticos. A pesar de los quiebres marcados por el golpe de Estado de 1973, la represión dictatorial y la derrota de la salida no pactada de la dictadura, se mantuvo un hilo conductor del relato que alentaba la mística militante: los comunistas, como ayer, seguían luchando por defender derechos laborales, la libertad de expresión, la justicia social y la memoria de los caídos. Desde el punto de vista de la subjetividad militante, lo que para el establishment político de principios de 1990 era considerado «irresponsabilidad» o «autismo político», la posición del PC representaba la reafirmación del quehacer histórico de la organización. A diferencia de quienes señalan que esta óptica crítica al gobierno de Aylwin implicaba que los comunistas chilenos sostenían una concepción del cambio social «contradictoria conceptualmente con la democracia pluralista y la universalidad de los derechos humanos», centrada en la obtención de la totalidad del poder, los militantes sentían que, en la práctica, estaban aportando a la democratización del país 40.
Tal como lo han desarrollado algunas investigaciones sobre el comunismo y partidos políticos, se debe evitar correlacionar de manera mecánica el discurso oficial de la organización con su quehacer concreto. Desde la óptica de Angelo Panebianco, la proclamación de la mantención de ciertos aspectos identitarios fundamentales, como los ideológicos, debe entenderse como una señal de tranquilidad hacia la militancia. Es decir, los dirigentes de los partidos necesitan de legitimidad ante la militancia para encabezar la organización 41. En el caso de los partidos comunistas, donde las cuestiones ideológicas eran fundamentales, este punto se acentúa. Por este motivo, establecer que la posición política y la definición ideológica del PC en 1990 era antidemocrática, guiándose solo por las declaraciones de algún dirigente o lo señalado en algún documento oficial, puede ser visualizada como una falacia desde las prácticas o experiencias militantes de esa época. No se terminan de entender los debates, las opciones y las definiciones de un partido solo incorporando el discurso público de sus dirigentes y aislándolo del campo cultural de su época y las experiencias prácticas de sus militantes. Por último, la caricaturización de la temprana posición crítica del PC (y otras fuerzas menores de izquierda) frente a los gobiernos de la Concertación, tienen un fuerte componente político. En efecto, durante años, los intelectuales orgánicos de esta coalición política plantearon que el camino elegido era «el único posible» y que cualquier otra opción, era irracional, antidemocrática y carente de realismo 42.
El otro eje de la crisis comunista fue la cuestión ideológica. En la historiografía sobre el comunismo este es uno de los aspectos más debatidos, debido a la importancia que los PCs asignaban a esta esfera. En esta línea, el trabajo del historiador galo François Furet ha sido muy influyente. Este describió el conjunto de la experiencia comunista en el siglo XX desde una aproximación psicológica, catalogándolo como una ilusión, basada en la creencia en la utopía comunista. Para Furet, el comunismo fue una religión secular que creía ser capaz de regenerar el mundo 43. Este enfoque ha recibido múltiples críticas que han aportado de manera significativa a repensar la historia sobre el comunismo. En primer lugar, al centrarse en una historia de las ideas, engloba a toda la experiencia como un caso único e indivisible. No contempla las recepciones locales o nacionales y las distintas razones para adscribir a esta ilusión. Como señala Eric Hobsbawm, al plantear Furet que la adscripción al comunismo era independiente de la experiencia social, descartó la importancia fundamental de los contextos históricos para entender la amplia diversidad de historias nacionales del comunismo 44. En esta línea, se ha propuesto un programa de investigación del comunismo centrado en comprenderlo como un fenómeno diverso y múltiple, convirtiéndolo en un fenómeno mucho más complejo que una mera «religión secular» seguida por prosélitos acríticos 45. Y recientemente, una investigación sobre el PC francés ha vuelto a enfatizar que, si bien la «ilusión» y la creencia formó parte fundamental del imaginario comunista, esto no debe llevar a confundirlas con las prácticas militantes, muchas veces contradictorias a estas 46.
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