Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris

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El texto narra las razones y acontecimientos que llevaron a los y las trabajadoras a luchar decididamente por la supervivencia, y resistir el ultraje de la burguesía francesa y las fuerzas alemanas, hasta el violento derrumbamiento de la Comuna en 1871.

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«Señores de la oposición –dice el manifiesto–, en política estamos de acuerdo con ustedes, pero ¿lo estamos también en lo que toca a la economía social? Se ha repetido hasta la saciedad que desde 1789 no hay clases, que todos los franceses son iguales ante la ley. ¿Cómo hemos de creer en la verdad de eso, nosotros que no tenemos más bienes de fortuna que nuestros brazos, que sufrimos todos los días las imposiciones del capital, que vivimos sujetos a leyes de excepción? Nosotros, que vemos cómo la infancia de nuestros hijos se asfixia en la atmósfera desmoralizadora y malsana de las fábricas y del aprendizaje; que tenemos que contemplar cómo nuestras mujeres desertan forzosamente del hogar en busca de un trabajo con el que no pueden, afirmamos que la igualdad proclamada por la ley es letra muerta. Pero, se nos dirá, los diputados que elegís pueden abogar tan bien como vosotros, mejor que vosotros por las reformas que anheléis. ¡No!, contestamos. A nosotros no nos representa nadie, pues en una reciente sesión del Cuerpo Legislativo no hubo ni una sola voz que se levantase a formular, tal como nosotros los sentimos, nuestros anhelos, nuestras aspiraciones, nuestros derechos; no, nosotros, que nos resistimos a creer que la miseria sea una institución de origen divino, no estamos representados en el Parlamento; no estamos representados, porque nadie ha dicho que en la clase obrera se atenúe diariamente el espíritu antagónico. Proclamamos que doce años de paciencia han sido bastantes, que el momento propicio ha llegado... En 1848, la elección de diputados obreros consagró de hecho la igualdad política, en 1864 consagrará la igualdad social».

¡Qué lejos estamos del Parlamento de 1848, en que la clase obrera volvía contra la burguesía sus propias máximas! En 1863 se establecía su propio principio sobre una base absolutamente nueva: el derecho económico. Era ya una inmensa revolución.

Los Sesenta tenían razón al decir que para los obreros no regía la ley. Un año antes, habían sido condenados por delito de coalición los tipógrafos huelguistas de varias imprentas de París. Mas no por ello el manifiesto dejó de ser malísimamente recibido. Contra estos obreros que se jactaban de ser una clase, no solamente se alzó el clamor de la prensa, sino que apareció un nuevo manifiesto firmado por ochenta obreros que reprochaban a sus camaradas aquel llamamiento tan inoportuno a la cuestión social, que venía a sembrar la discordia y a restablecer las distinciones de casta. Los Sesenta presentaron como candidato a Tolain, cuya profesión de fe apoyó Delescluze, antiguo comisario general de la República, dos veces proscrito, en el 52 y en el 58. La candidatura obrera no logró más que 424 votos contra 14.807 que obtuvo Garnier-Pagès, lamentable despojo del gobierno provisional de 1848.

Pero el grito de los Sesenta no se lo llevó el viento. Los diputados de la izquierda pidieron que se derogase la ley sobre coaliciones. El Imperio se avino a modificarla, y Emile Ollivier, poco inclinado a desempeñar el papel de espectro infecundo, se prestó a hacer suyo el proyecto. Este era lo bastante pérfido para autorizar las huelgas, pero sin reconocer el derecho de asociación. A pesar de todo, los obreros consiguieron que se redujese algo la jornada de trabajo y se constituyeron algunas sociedades obreras: las de los broncistas, joyeros, hojalateros, ebanistas, estampadores de telas, etc.

La Internacional

El 28 de septiembre del 64 se echó a volar por todo el mundo, más fuerte que el de los Sesenta, este magnífico grito: «La emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos». Salió del Saint-Martin’s Hall, de Londres, de una asamblea de delegados obreros en la que estaban representados varios países de Europa. Aunque se venía gestando desde hacía varios años la idea de unión, no tomó cuerpo hasta el año 62, en que la Exposición Universal, celebrada en Londres, puso en contacto a los delegados obreros de Francia con las Trade’s Unions inglesas. Fue entonces cuando se pronunció este brindis: «¡Por la futura alianza de todos los obreros del mundo!». En el año 63, en un motín pro Polonia, surgió en Saint-James la idea de una reunión internacional. Tolain, Perrachon, Limousin, por Francia, y los ingleses por su país, se pusieron a organizar las convocatorias. En el año 64, Europa presenció, por primera vez, un congreso de los Estados Unidos del Trabajo. Ningún político asistió a esta sesión extraordinaria, ninguno cooperó en la fundación de la gran obra. Karl Marx, el genial investigador, desterrado de Alemania y de Francia, que aplicó a la ciencia social el método de Spinoza, fue el que ofreció la admirable fórmula. Se decidió dar a la asociación el nombre de «Internacional», se nombró un comité encargado de redactar los estatutos y se acordó que el consejo general residiese en Londres, único asilo seguro, y se convocó una segunda asamblea para el año siguiente. Un mes más tarde, aparecían los estatutos de la nueva organización, y los delegados franceses, entre los que estaban Tolain y Limousin, abrían la oficina francesa de la Internacional en esa calle de Gravilliers, de fuerte tradición revolucionaria.

Proudhon moría a principios del año 65, después de comprender y describir este mundo nuevo. Los obreros hicieron una gran manifestación de duelo a su cadáver. Un mes después, viendo desfilar por los bulevares el fastuoso entierro de Morny, el hermano del emperador, que se había muerto dejando muy preocupado a su socio y compinche Jecker, el público gritaba: «¡Que se repita!».

«La idea más grande del reino»

Las tropas del general Forey entraron en México el 3 de junio del 63. Doscientos notables, escogidos por Almonte, llamaban a Maximiliano de Austria a ocupar el trono mejicano. La maniobra era clarísima. La izquierda interpela, demuestra que la expedición cuesta a Francia 14 millones mensuales, y retiene lejos del país a 40.000 hombres. El archiduque no se ha marchado aún; todavía es tiempo de tratar con la República mejicana. El ministro que había reemplazado a Billault, Rouher, ardiente republicano en el 48 y ahora acérrimo imperialista, exclama con tono patético: «La historia proclamará genio al que tuvo el valor de abrir nuevas fuentes de riqueza y de progreso a la nación por él gobernada». Y por una mayoría abrumadora, el Parlamento, tan servil en el 64 como en el 63, integrado en gran parte por los mismos, vota por aclamación que continúe la guerra. Maximiliano, tranquilizado por la votación, cede a las instancias del emperador y, provisto de un buen tratado que articula Napoleón iii, acepta la corona y entra en México, escoltado por el general Bazaine, el sucesor de Forey. Los patriotas mejicanos vuelven a alzarse contra el sobrino de Napoleón, repitiendo la guerra de España de 1808. Atacan y aíslan a las tropas francesas. Bazaine organiza contraguerrillas de bandidos y, en nombre de Francia y del nuevo Imperio, saquea ciudades, confisca bienes de propiedad privada y comunica a sus jefes de cuerpo: «No admito que se hagan prisioneros; todo rebelde, cualquiera que sea, debe ser inmediatamente fusilado». Sus atrocidades indignan al gobierno de Washington, desmoralizando a sus propias tropas. Nos lo dice un alto jefe, un hombre nada gazmoño, un antiguo juerguista arruinado, que, protegido por las actrices, se refugia en el ejército a la sombra de un matrimonio ventajoso: el marqués de Galliffet. Pero México no suministraba, por el momento, más que cadáveres. Maximiliano solicita de Francia un empréstito de 250 millones. Los diputados de la izquierda describen el trágico desarrollo de aquella desdichada aventura. Rouher, el ministro, los cubre de desdén y de profecías: «La expedición de México es la idea más grande del reino; Francia ha conquistado a un gran país para la colonización». Los mamelucos aplauden. El empréstito mejicano, moralmente garantizado, es cubierto por banqueros avispados. Y el presupuesto de la expedición (no se atreven a llamarla guerra) queda en pie: 330 millones para pagas y mantenimiento de las tropas. La extrema izquierda, que aún se atreve a protestar, es abucheada.

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