Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris
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De tarde en tarde, en París se escuchaba una estrofa de La Marsellesa , un grito de libertad en el entierro de Lamennais o en el de David d’Angers; una silba en la Sorbona, durante las palinodias de Nisard; algún que otro manifiesto clandestino de los proscritos de Londres o de Jersey, al que apenas se prestaba oído; algún destello de los Castigos , de Victor Hugo pero ni un ligero estremecimiento de la masa; la vida animal lo absorbía todo. Napoleón iii, ridículo fantoche cesáreo, podía decir en el 56 a las víctimas de la inundación del Ródano: «Las inundaciones son como la revolución, y a una y a otras hay que volverlas a su cauce para que no se salgan nunca más de él». Las prodigiosas empresas francesas, su riqueza multiplicada, las fanfarrias de la guerra de Crimea, con la que Napoleón iii pagó su deuda a los ingleses. Todo en el mundo hablaba de Francia, excepto la propia Francia.
Los obreros de París se reponían, no del golpe de Estado del 51, que apenas les había salpicado, sino de la matanza de junio del 48, que ametralló sus barrios, y fusiló y deportó a millares de trabajadores. Ganaban el pan, sin creer debérselo al Imperio, osando incluso a manifestarse contra él al mismo tiempo. En las elecciones del 57, salieron elegidos por París cinco candidatos hostiles, entre ellos Darimon, discípulo de Proudhon, y Emile Ollivier, quien, hijo de un proscrito, había pronunciado estas palabras: «Yo seré el espectro del 2 de diciembre». Al año siguiente, otros dos candidatos de la oposición: Ernest Picard, abogado de lengua acerada, y Jules Favre, celebridad del foro, defensor de los insurrectos bajo Luis-Felipe, exconstituyente del 48, que acababa de cobrar nuevo prestigio con su defensa de Orsini.
Este italiano tuvo la fortuna de vencer con su derrota. Las bombas de enero de 1858 respetaron la única víctima que buscaban: Napoleón iii, de cuyo yugo quería Orsini liberar a Italia, y que fue precisamente su libertador. En seguida una reacción arrojó a las prisiones y al destierro a una nueva hornada de republicanos; pero, a los pocos meses de morir ejecutado Orsini, el ejército francés marchaba sobre Austria. Esta guerra de liberación encontró el calor de la opinión francesa; el arrabal de Saint-Antoine aclamaba al emperador, y cada victoria obtenida era una fiesta en sus hogares. Y cuando Napoleón iii volvió al país sin acabar la campaña de liberación de Italia, el alma francesa se llenó, como la italiana, de amargura.
Creyó aplacar los ánimos de la nación con una amnistía general que no benefició a casi nadie, pues la mayoría de los vencidos de diciembre gozaban ya de libertad desde hacía tiempo. Apenas quedaban unos centenares de víctimas en Argelia, en Francia, y los desterrados más ilustres o más conocidos: Víctor Hugo, Raspail, Ledru-Rollin, Louis Blanc, Pierre Leroux, Edgard Quinet, Bancel, Félix Pyat, Schoelcher, Clément Thomas, Edmond Adam, Etienne Arago, etc. Unos pocos, los más famosos, se aferraban al pedestal del destierro, que les daba fama y quietud. De todos modos, su actuación política hubiera sido estéril; no era la hora de los hombres de acción. A Blanqui volvieron a meterle en la cárcel apenas ponerle en libertad y le condenaron a cinco años 54de prisión, acusado de conspirar contra el régimen.
Se tramaban verdaderas conspiraciones contra el Imperio, se preparaban acontecimientos. Al año de sellarse la falsa paz con Austria, Garibaldi reanuda la campaña de emancipación de Italia, desembarca en Sicilia con mil hombres, franquea el estrecho, marcha sobre Nápoles, y el 9 de noviembre de 1860, pone en manos de Víctor Manuel un nuevo reino. Napoleón iii, que quiere cubrir la retirada del rey de Nápoles, se ve obligado a retirar su flota. Pronto le dará orden de que zarpe rumbo a México.
México
España e Inglaterra tenían créditos que liquidar. También los tenía Jecker, un suizo, aventurero de grandes vuelos y acreedor usurario del gobierno clerical de Miramon, que había huido ante el gobierno legal de Juárez. Jecker se puso de acuerdo con Morny, hermano del emperador y presidente del Cuerpo Legislativo, elegante empresario del 2 de diciembre, príncipe de los grandes agiotistas enriquecidos en las innumerables empresas de los últimos años. Convinieron el precio, y el segundo hijo de Hortensia se encargó de poner a cobro los créditos del suizo con una expedición del ejército francés. Anteriormente este ya había sido mancillado con la expedición a China, en la que el general Cousin-Montauban le condujo al saqueo, reservando un collar ofrendado a la emperatriz, la cual le premió ridículamente con el título de duque de Palikao.
Esta mujer, que no era francesa, como no lo fue ninguna de las soberanas que se distinguieron en nuestros desastres, hábilmente influida por Morny, por el arzobispo de México, por Almonte y Miramon, solicitada por el clero y los realistas mejicanos, fue convencida en seguida para la idea de la expedición. Su marido, un soñador, sonrió ante la perspectiva de conquistar México para el imperio, aprovechándose de la guerra de secesión que dividía a Estados Unidos. En enero del 62, las fuerzas francesas e inglesas desembarcaban en Veracruz, donde las españolas las habían precedido. Inglaterra y España se dan cuenta en seguida de que no van allí más que a gestionar los intereses de Jecker y de una dinastía cualquiera, y se retiran, dejando solas a las tropas francesas, mandadas por Lorencey. Corren rumores de que Almonte negocia la corona de México con Maximiliano, hermano del emperador de Austria, de acuerdo con las Tullerías. El ministro Billault lo niega descaradamente. Un mes después, Lorencey se pronuncia por Almonte y declara la guerra a la República mejicana. El general Forey acude a México con refuerzos; la opinión se alarma. La izquierda, Emille Ollivier, Picard, Jules Favre, hablan en nombre de Francia. Billault les contesta con un ditirambo.
Las elecciones del 63
El pueblo da señales de vida. Las válvulas empiezan a funcionar, el niño del golpe de Estado iba haciéndose hombre. París se agitaba; en el Barrio Latino brotaban a cada paso periódicos panfletarios; manifestaciones de estudiantes y obreros protestaban contra las matanzas de Polonia, que se levantaba heroicamente contra Rusia. El gallinero estaba más que alborotado; en las elecciones parisinas de mayo del 63 salieron derrotados todos los candidatos oficiales y triunfó la coalición de izquierdas, con los nombres de los diputados salientes a la cabeza: Jules Favre, Emile Ollivier, Picard, Darimon; tras ellos, Eugène Pelletan, lamartiniano rezagado; Jures Simon, filósofo ecléctico que en el año 51 se había negado a prestar juramento, lo prestó en el 63; Guéroult, cesarista liberal; Havin, burgués volterianizante, y Thiers, antiguo ministro de Luis-Felipe, jefe de los coaligados contra la República del 48, que se dejó engañar por Luis Bonaparte y a quien ahora se elegía por el daño que podía hacer al Imperio.
Blanc, obrero tipógrafo, presentó su candidatura contra la de Havin, director de Le Siècle , alegando que también los obreros tenían derechos. Su actitud fue muy mal vista; varios talleres se declararon en contra de él. Todavía los obreros no veían más allá de la política. «¡Con tal de que sea un proyectil de oposición, tanto me da uno como otro!», decía un obrero ante el cual se discutían los méritos de Pelletan. Pero quería que el proyectil fuese conocido.
Los sesenta
Meses después, en febrero del 64, se reproduce la afirmación obrera, esta vez con mayor precisión. Se trataba de sustituir en París a dos diputados, Jules Favre y Havin, elegidos también por provincias. Sesenta obreros publicaron un manifiesto redactado por Tolain, un obrero cincelador. Ultramoderado en la forma, era, por su espíritu, categóricamente revolucionario:
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