Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris
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La opinión despierta
Fuera, les aplaudían. En abril, una manifestación de mil quinientos estudiantes acude ante la embajada de Estados Unidos, sin que la policía logre contenerla, a rendir un homenaje al presidente Lincoln, asesinado por los esclavistas. En junio, estallan en París numerosas huelgas. En las elecciones municipales de julio, las provincias, hasta entonces fieles al Imperio, parecen desertar. «¡Derrumbemos el ídolo!», dice el Comité de Descentralización de Nancy, en el que figuran como iconoclastas, al lado de los ciudadanos Jules Simon y Eugène Pelletan, los señores de Falloux, de Broglie, Guizot. En septiembre, Le Siècle entona un himno extraño: «Algo grande acaba de levantarse en el mundo. Nos constaba que este frío de muerte que sopla por la superficie de nuestra sociedad no había ganado la entraña del pueblo, ni helado el alma popular, que las fuentes de vida no estaban cegadas. Nuestro oído no estaba acostumbrado a tales palabras, que nos han hecho estremecer de júbilo hasta el fondo del corazón». El que así vaticina es Henri Martin, el de la Historia de Francia clásica y coronada. He aquí unas líneas sacadas del Manifiesto de la Internacional, reunidas en Londres: «Considerando que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos; que los esfuerzos de los trabajadores deben tender a conseguir para todos derechos y deberes iguales y a vencer el predominio de toda clase... que, no siendo la emancipación de los obreros un problema local ni nacional, sino social, interesa por igual a todos los países... esta Asociación internacional, al igual que todas las sociedades e individuos adheridos a ella, declaran que no reconocen más base de conducta hacia los hombres en general que la Verdad, la Justicia y la Moral, sin distinción de color, de nacionalidad, ni de credo, y consideran como un deber reclamar para todos por igual los derechos del hombre y del ciudadano». Los grandes diarios de Europa se expresan en los mismos términos que Henri Martin. A través de ellos, la Internacional entra solemnemente en la escena del mundo como potencia reconocida y eclipsa al congreso de estudiantes de todos los países celebrado poco después en Lieja. El congreso de Lieja no logra conmover más que al Barrio Latino, representado por Albert Regnard, Germain Casse, Jaclard y otros. Los delegados franceses se presentan tremolando una bandera negra, la única –dicen– que cubre a Francia de duelo por la pérdida de sus libertades. Al regresar, fueron expulsados de la Academia de París. El Barrio Latino no olvidó esto y cuando el emperador fue al Odeón una noche de marzo del 66, organizó una manifestación de protesta, vengándose a la vez de quien le había mutilado el jardín de Luxembourg.
En esta época, se oyó un gemido en el Palais-Bourbon. A pesar de las urnas mixtificadas, unos cuantos, muy pocos, muy ricos o de vieja influencia provincial, lograron atravesar las mallas administrativas y llegar al Cuerpo Legislativo. Votan por las Tullerías, se inquietan un poco por el gerente del inmueble y cuarenta y cinco de ellos piden unas briznas de libertad. Rouher se enfada y los cuarenta y cinco, cuya enmienda obtuvo sesenta y tres votos, retroceden y votan el mensaje que el Cuerpo Legislativo depositó a los pies del emperador.
El clero y el Imperio
Uno solo de los poderes del Estado, el inmutable, no había abdicado. Do ut des : tal es la divisa clerical. El clero tendió los brazos a Luis Napoleón a cambio de que este le doblase la pitanza. El presidente hubo de pagar la expedición de Roma (1849) con la ley Falloux sobre enseñanza, y con una serie de favores dispensados a las congregaciones, las asociaciones religiosas y los jesuítas. El emperador abrazó las doctrinas ultramontanas, dejó que en su suelo brotasen vírgenes milagrosas, se allanó al dogma de la Inmaculada Concepción y sobre todo a este cuasidogma: Roma, soberana del universo católico. La guerra de Italia, la expedición de Garibaldi, la derrota de las tropas pontificias, la anexión de Nápoles, pusieron furioso al Papa. Se desató contra Napoleón iii una rabiosa campaña pontificia y episcopal. El emperador ya no era Constantino, sino Judas. Napoleón iii cobra miedo, no se atreve a seguir adelante; además, está su mujer. Y si él padece a los curas como aliados, ella los ama con el amor galante de la convertida. El Papa ha apadrinado a un hijo suyo y le ha ofrendado la rosa de oro, reservada a las soberanas virtuosas. El convenio celebrado con el reino de Italia, acordando retirar de la zona; dentro del plazo estipulado, el ejército francés de ocupación, puso frenético al clero. El hombre blanco de Roma contestó con una encíclica seguida del Syllabus . Los obispos no hicieron caso del gobierno, anatematizando el espíritu y la vida modernos y publicaron el Syllabus , lleno de insultos. Esto les valió los beneplácitos de Su Santidad. Su actitud era tan retadora, que en marzo del 65, el propio ministro que, cediendo a presiones del clero y la emperatriz, había expulsado a Renan de su cátedra por llamar a Jesucristo un hombre incomparable, pronunció en el Senado una violenta diatriba contra el Syllabus . Un senador dio a conocer una estadística según la cual, en 1856, las asociaciones religiosas reconocidas agrupaban a 65.000 personas, con una fortuna inmueble de 260 millones de francos, habiendo razones para suponer que la de las asociaciones no reconocidas no bajaba tampoco de esa cifra. ¡Imagínese lo que esta fortuna habría crecido en los últimos diez años! El cardenal Bonnechose no se dignó disfrazar apenas el pensamiento del Syllabus , y sostuvo que las congregaciones religiosas solo tenían deudas. Rouher se hizo el desentendido, temiendo a este clero que, a pesar de las cortesanías de forma, se alzaba en bloque frente al Imperio, dispuesto a todas las luchas por la dominación.
La amenaza prusiana
Es el punto muerto del régimen. El Imperio no dio a Francia ningún principio nuevo; las condiciones económicas que le alentaron han desaparecido. Perdió su razón de ser; exteriormente, no es ya más que una expresión militar sujeta a todas las rivalidades. Los gérmenes de discordia sembrados en Italia empiezan a brotar por todas partes. Alemania ansiaba la unidad como la península. Dos potencias se la brindaban. Austria, aunque demasiado vieja ya para hacer de Fausto, se adelantó, y mientras Napoleón iii se hundía en México, ella convocaba en Francfurt, en el año 63, a los príncipes confederados. Prusia, su rival, que presumía de liberalismo, no acudió, pero de las intrigas de la Dieta brotó una voz alemana que permitió a Prusia y a Austria reivindicar unos derechos cualesquiera sobre los ducados sometidos a la soberanía de Dinamarca: Sleswig y Holstein. Los mandatarios de la Dieta desmembran el territorio danés, cocinan la Confederación, y, en el año 66, Austria ocupa Holstein, Prusia Sleswig. A los periódicos franceses que protestan, les contestan brutalmente los periódicos de Berlín: «Francia teme que Alemania se transforme en la primera potencia del mundo. La misión de Prusia es implantar la unidad alemana». Prusia no oculta esta misión cuando Bismarck acude a Biarritz a pedir a Napoleón iii la neutralidad de Francia en una guerra contra Austria. La obtiene, hace inevitable el conflicto desde el año 66, denuncia en marzo los planes militares de Austria y en abril firma un tratado de alianza con Italia, que el emperador aprueba. La víspera de las hostilidades, el 11 de junio, Napoleón iii informa al Cuerpo Legislativo de esta política mortal. El Cuerpo Legislativo la hace suya por 239 votos contra 11. El punto muerto está franqueado; el Imperio va a precipitarse por la otra pendiente.
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