Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris
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52.- Marx, Crítica del Programa de Gotha , mayo de 1875. Publicado por Engels en 1891.
53.- V. I. Lenin, La dualidad de poderes, Pravda , 9 de abril de 1917. Obras escogidas , Editorial Progreso, Moscú, vol. 2, pp. 40-41.

Capítulo I Prólogo del combate el derrumbamiento del segundo imperio Francia antes de la guerra
El Imperio es la paz.
Luis Napoleón Bonaparte
Octubre de 1892
9 de agosto de 1870. En tres días, el Imperio ha perdido tres batallas. Douay, Frossard, Mac-Mahon se han dejado sorprender, aplastar. Alsacia está perdida, el Mosela al descubierto, Emile Ollivier ha convocado al Cuerpo Legislativo. Desde las once de la mañana, París se ha echado a la calle, llena la plaza de la Concordia, los muelles, la calle Bourgogne, rodea el Palais-Bourbon.
París espera la consigna de los diputados de la izquierda. Son, desde la derrota, la única autoridad moral. Burgueses, obreros, todos se les unen. Los talleres han vomitado un verdadero ejército a la calle; capitaneando los grupos, se ven hombres de probada energía.
El Imperio cruje, está a punto de derrumbarse. Las tropas, formadas delante del Cuerpo Legislativo, están emocionadas, dispuestas a pasarse al pueblo, a pesar del viejo mariscal Baraguey-d’Hilliers, gruñón y cubierto de entorchados. Gritos: «¡A la frontera!». Los oficiales murmuran: «¡Nuestro puesto no está aquí!».
En la sala de Pas-Perdus, republicanos que han forzado la consigna, apostrofan a los diputados adictos al Imperio y claman por la República. Los mamelucos, pálidos, se escabullen por entre los grupos. Thiers llega asustado; le acosan y responde: «¡Implantadla, pues, vuestra República!». Pasa el presidente Schneider hacia el sillón presidencial. Gritos: «¡Abdicación! ¡Abdicación!».
Los diputados de la izquierda, a quienes acosan los delegados de los que aguardan fuera, acuden aturdidos: «¿A qué esperáis? ¡Está todo preparado! ¡Presentaos en lo alto de la escalinata o en la verja!». «¿Hay bastante gente? ¿No sería mejor dejarlo para mañana?». No hay, en efecto, más que cien mil hombres. Alguien viene a decir a Gambetta: «En la plaza Bourbon aguardaremos varios millares». Otro, el que escribe, apremia: «Haceos cargo del poder, que aún es tiempo; mañana os veréis obligados a afrontar la situación, cuando sea ya desesperada». De aquellos cerebros embotados no brota una idea; de las bocas abiertas no sale una palabra.
Se abre la sesión. Jules Favre invita a la asamblea del desastre a que tome en sus manos el gobierno. Los mamelucos, furiosos, amenazan, y, en la sala de Pas-Perdus, se presenta, desgreñado, Jules Simon: «Quieren fusilarnos»; yo me presenté en medio del recinto con los brazos cruzados y les dije: «¡Fusiladnos si queréis!». Una voz le grita: «¡Acabad de una vez!». «¡Sí, es preciso acabar!», y vuelve a sentarse, con gesto trágico.
Se acabaron las contemplaciones. Los mamelucos, que conocen bien a la gente de la izquierda, recobran el aplomo, y, quitándose de encima a Emile Ollivier, imponen por la fuerza un ministerio encabezado por Palikao, el saqueador del Palacio de Verano. Schneider levanta la sesión precipitadamente. El pueblo, suavemente rechazado por las tropas, vuelve a apelotonarse a la entrada de los puentes, corre detrás de los que salen de la Cámara, a cada instante cree proclamada la República. Jules Simon, ya lejos de las bayonetas, le cita para el día siguiente en la plaza de la Concordia. Al día siguiente, la policía ocupa todas las bocacalles.
La izquierda dejaba en manos de Napoleón iii los dos últimos ejércitos de Francia. El 9 de agosto, hubiera bastado un empujón para barrer aquel despojo de Imperio; Pietri, el prefecto de Policía, lo ha reconocido. Guiado por su instinto, el pueblo brinda sus brazos. Pero la izquierda rechaza la revuelta liberadora, y abandona al Imperio el cuidado de salvar a Francia. Hasta los turcos tuvieron en 1876 más inteligencia y más ímpetu.
Francia pasa tres semanas enteras rodando al abismo, ante la impasibilidad de los imperialistas y los apóstrofes declamatorios de la izquierda.
En Burdeos, meses más tarde, una asamblea aúlla contra el Imperio, y en Versalles se alza un clamor entusiasta cuando un gran señor declama: «¡Varus, devuélvenos nuestras legiones!». ¿Quién increpa y quién aplaude esta suerte? La misma alta burguesía que se pasó dieciocho años muda, besando el polvo y entregando a Varus sus legiones.
Aceptó el segundo Imperio por miedo al socialismo, como sus padres se habían entregado al primero para clausurar la revolución. Napoleón i le prestó dos grandes servicios, que no se pagan con la apoteosis, por grande que esta sea. Impuso a Francia una centralización y mandó a la tumba a cien mil miserables, que caldeados aún por el vendaval revolucionario, podían alzarse el día menos pensado, reclamando la parte que les correspondía en los bienes nacionales. A cambio de esto, dejó a la burguesía aparejada para los amos de mañana. Al arribar al régimen parlamentario, adonde Mirabeau quería exaltarla de un salto, estaba absolutamente incapacitada para gobernar. Su motín de 1830, transformado en revolución por el pueblo, fue una irrupción de estómagos glotones. La alta burguesía de 1830 no tenía más que una aspiración, como la del 89: atracarse de privilegios, artillar la fortaleza que defendía sus dominios, subyugar y explotar al nuevo proletariado. Con tal de engordar, el porvenir del país le importa poco. Para dirigir a Francia y embarcarla en sus aventuras, el rey orleanista tiene carta blanca, como el César. Cuando en el 48 un nuevo arranque del pueblo le entrega el timón, no acierta a empuñarlo más de tres años en su mano gotosa, y a pesar de todas las proscripciones y matanzas, el primer advenedizo se alza insensiblemente con él.
Del 51 al 69 reanuda sus orgías de Brumario. La burguesía jubilosa de ver salvados sus privilegios, deja que Napoleón iii desangre el país, lo enfeude a Roma, lo deshonre en México, lo aísle en Europa y lo entregue al prusiano. Lo puede todo, por sus influencias, por su riqueza, y no protesta ni con un voto ni con un murmullo. En el año 69, otro empujón del pueblo la enfrenta con el poder; no tiene más que veleidades de eunuco: se lanza a besar la bota del tirano, y pone lecho de rosas al plebiscito que rebautiza la dinastía.
¡Pobre Francia! ¿Quién pugna por salvarte de la invasión? El humilde, el trabajador, el que, desde hace tantos años, lucha por rescatarte del Imperio.
Al llegar aquí, tenemos que detenernos un momento. ¿A quién se debe esta jornada del 9 de agosto de 1870, esta guerra, esta invasión, estos hombres, estos partidos? Viene obligado un prólogo en las tragedias que van a reseñarse. Lo menos árido posible, pero al que el lector que quiera enterarse deberá prestar atención.
Ojeada retrospectiva
Seis años después de 1852, el Imperio industrial soñado por los saint-simonianos estaba flamante todavía. Muy rezagado respecto a sus más humildes vecinos, el país seguía siendo un gran taller, alimentado por una fuente, hasta entonces misteriosa, del ahorro. Enriquecida por nuevos mercados, la provincia se había olvidado de los siete u ocho mil deportados y proscritos, hábilmente seleccionados por el terror.
El clero, tan crecido por la instauración del sufragio universal, acogía con los brazos abiertos a aquel emperador «salido de la legalidad para reintegrarse al derecho», como había dicho de él el obispo Darboy, comparándole con Carlomagno y con Constantino. La alta y la media burguesía, se brindaban solícitas para todos los servicios que placiese al amo encomendarles. El Cuerpo Legislativo, galoneado como un lacayo, humillado y sin derechos, se hubiera aterrado de tenerlos. Una vasta red de policía, hábil y alerta, vigilaba los menores movimientos. Estaban suprimidos los periódicos de oposición; salvo cinco o seis atraillados, suspendido el derecho de reunión y asociación; el libro y el teatro, castrados. Con tal de asegurarse la paz, el Imperio cerraba herméticamente todas las válvulas.
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