Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris

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El texto narra las razones y acontecimientos que llevaron a los y las trabajadoras a luchar decididamente por la supervivencia, y resistir el ultraje de la burguesía francesa y las fuerzas alemanas, hasta el violento derrumbamiento de la Comuna en 1871.

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«Señores obreros, ustedes solos hicieron el Imperio, a ustedes toca ahora deshacerlo». Jules Favre aparentaba olvidar que el Imperio había sido engendrado por la Asamblea del 48, de la que él fuera mandatario. En los hombres del 48 persistía aún la aversión contra los obreros revolucionarios. Sus herederos eran también de corazón cerrado: «El socialismo no existe, o por lo menos, nosotros no queremos contar con él», había dicho Ernest Picard.

Le Courrier Français , único periódico socialista de la época, muestra muy bien la línea trazada. Un joven escritor, Vermorel, conocido ya por La Jeune France y por sus excelentes estudios sobre Mirabeau, le daba vida con su pluma y su dinero. Este periódico reveló la historia de los hombres del 48, su política mezquina, antisocialista, que había hecho inevitable el 2 de diciembre. Los obreros, los republicanos de vanguardia, lo leían, pero a los viejos y a muchos de los nuevos republicanos les indignaban que se tocase a sus glorias. Fueron en vano las condenas, los anónimos más amenazadores; todos los duelistas del Imperio cayeron sobre Vermorel. Las gentes del 48 clamaron que estaba sobornado, que era un agente de Rouher. El periódico le fue arrebatado. Otros muchos habían de seguirle.

Napoleón iii, cacoquimio de cincuenta y siete años, pretende rejuvenecerse con una posición liberal. El espectral Emile Ollivier, ascendido al rango de consejero, alienta la experiencia con la esperanza de gobernar al impotente. Con ayuda de grandes recursos financieros, será posible lanzar un periódico y celebrar reuniones políticas, bajo el riesgo de incurrir en graves penas. Rouher gime, Persigny escribe: «El Imperio parece hundirse por todas partes». Pero el Imperio se obstina, fiado en sus magistrados y en su policía. Para el ramillete de mayo del 68, contaba con La Lanterne , folleto semanal . Les Propos de Labienus , las impertinencias académicas del Courrier du Dimanche , las crudezas acerbas del Courrier Français no sacudieron la risa contagiosa. La Lanterne de Rochefort lo hizo, aplicando a la política los procedimientos y los despropósitos del vodevilismo. Y todos los partidos pudieron regodearse con los dioses y diosas de las Tullerías, transformados en héroes de la Belle Hélène . La burla no plació al príncipe ni a su esposa. Dos meses después, Rochefort, condenado a prisión, se refugiaba en Bruselas, pero los revoltosos brotaban por todas partes. En París, Le Rappel , inspirado desde Jersey por Víctor Hugo, a quien un alejandrino retenía en la orilla del mar; Le Réveil de Delescluze, áspero jacobino hostil a los charlatanes; en Toulouse, Agen, Auch, Marsella, Lille, Nantes, Lyon, Arras, en el Sur, en el Norte, en el Centro, en el Este, en el Oeste, cien periódicos encendían hogueras de libertad. Surgía una muchedumbre de jóvenes, desafiando las prisiones, las multas, los encuentros con la Policía y agarrando al Imperio y a sus ministros, a sus funcionarios por el cuello, detallando los crímenes de diciembre, diciendo: «¡Hay que contar con nosotros, la generación que levantó el Imperio ha muerto!». Folletos, publicaciones populares, pequeñas bibliotecas, historias ilustradas de la Revolución, bastaban apenas para satisfacer el ansia de saber que se despertaba. La joven generación obrera, que no había disfrutado el fuerte alimento de la que hizo el 48, lo engullía todo a grandes bocados.

Las reuniones públicas, extraordinariamente concurridas, estimulaban estas llamaradas de ideas. Hacía veinte años que París no veía una palabra libre florecer en los labios. A pesar de que el comisario estaba dispuesto a disolver las reuniones a la menor palabra malsonante, muchos exaltados venían a volcar su fuego sobre un público insospechado, sobre todo en los barrios populares, donde dominaban los provincianos, atraídos desde hacía quince años por las grandes obras de París. Estos, más nuevos que los parisinos de pura sangre, mezclan su robustez a su nerviosa prontitud, reclaman discusiones profundas.

La Internacional en el correccional

La Policía pudo entrever entonces que la Internacional no era el instigador, como estúpidamente creía desde la manifestación de Mentana. Ordenó persecuciones de las que la calle Gravilliers se aprovechó para desplegar su bandera, desconocida hasta entonces entre la multitud. El fiscal de S. M. Imperial estuvo «atentísimo» con aquellos honrados trabajadores, cuya asociación no estaba, desgraciadamente, autorizada.

El instigador, Tolain, hizo la defensa colectiva: «Desde 1862, nuestra consigna es que los trabajadores no deben buscar su emancipación más que por sí mismos. No teníamos más que un medio de salir de la falsa situación que nos creaba la ley; violarla para que se viese que era mala; pero no la hemos violado, pues el gobierno, la policía, la magistratura han podido o han sabido tolerarlo todo». El juez, tan amable como el propio fiscal, impuso a los detenidos cien francos de multa y declaró disuelta la Asociación Internacional domiciliada en París. Sin pérdida de tiempo, constituyóse un nuevo bureau : Malon, Landrin, Combault, Varlin, un encuadernador, reunió en unos cuantos días diez mil francos para los huelguistas de Ginebra. Nuevas persecuciones.

Varlin asume la defensa; esta vez, el tono sube: «Una clase oprimida en todas las épocas y bajo todos los reinos, la clase del trabajo, pretende aportar un elemento de regeneración. Solamente un viento de absoluta libertad conseguirá limpiar esta atmósfera cargada de iniquidades. Cuando una clase ha perdido la superioridad moral que la hacía predominante, debe desvanecerse si no quiere ser cruel, porque la crueldad es el único recurso de los poderes que caen». Tres meses de prisión rezaba la sentencia, «por haber afirmado la existencia, la vitalidad y la acción de la Asociación Internacional, interviniendo en la reciente huelga de los obreros de Ginebra, moralmente o alentando la lucha entre patronos y obreros». El bureau de París fue disuelto nuevamente.

No por eso dejó la Asociación de estar representada en septiembre en Bruselas, en el iii Congreso de la Internacional, que invitó a todos los trabajadores a oponerse a una guerra entre Francia y Alemania. La mayoría votó, a pesar de Tolain, por la propiedad colectiva; y el gobierno imperial se aprovechó de esto para asustar a algunos republicanos que empezaban a inquietarle seriamente.

Gambetta

El 2 de noviembre del 68, día de los difuntos, descubren en el cementerio de Montmartre, bajo una piedra enmohecida, la tumba del representante Baudin, asesinado el 2 de diciembre del 51 en Saint-Antoine. Quentin, redactor de Le Réveil , increpa al Imperio. La multitud grita: «¡Viva la República!». La publicación Pueblo y Juventud habla de venganza y la promete en breve. Le Réveil de Delescluze, L’Avenir National de Peyrat, La Revue Politique de Challemel-Lacour y otros periódicos conquistados por el ejemplo abren una suscripción para erigir a Baudin una tumba que perpetúe su memoria. Hasta Berryer se suscribe. El Imperio lleva a los tribunales a los periodistas y a los oradores del 2 de diciembre. Un abogado joven defiende a Delescluze. Totalmente desconocido para el público, se destaca desde hace algunos años entre la juventud estudiantil y la del foro, donde sorprendió a los maestros en un extraño proceso llamado de los 54. No se entretiene alabando a Baudin. Ya de entrada, Gambetta ataca al Imperio, evoca con trazos de Corneille el 2 de diciembre, encarna el dolor, la cólera, la esperanza de los republicanos; con su voz torrencial, sumerge al fiscal de S. M. Imperial y, con los cabellos flotando al viento, desabrochado, aparece durante una hora como el profeta del castigo. La nueva Francia se vio sacudida como por el alumbramiento de una conciencia. El proceso de Baudin marcó el límite fatal del Imperio. Cometió este la tontería de creer que el 2 de diciembre habría manifestaciones y puso en pie un ejército, dirigido por Pinard,un pequeño ministro del Interior. París, suficientemente vengado, se contentó con reír. El Imperio, ridiculizado, agobió a los periodistas con multas y meses de prisión, clausuró las reuniones públicas y tendió todos sus tentáculos administrativos. Esto ocurría en vísperas de unas elecciones generales.

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