Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris

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El texto narra las razones y acontecimientos que llevaron a los y las trabajadoras a luchar decididamente por la supervivencia, y resistir el ultraje de la burguesía francesa y las fuerzas alemanas, hasta el violento derrumbamiento de la Comuna en 1871.

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Las blusas blancas hicieron de jaleadores. Fueron, con la policía, a manifestarse, y embadurnaron con basura la puerta de la embajada alemana. El burgués, ganado por las mentiras oficiales, cerrado a los periódicos extranjeros, creyendo en el ejército desde hacía tantos años invencible, se dejó arrastrar, después de haber ansiado tanto la Italia una , contra la Alemania que buscaba su unidad. La ópera se sintió patriota, reclamó La Marsellesa a petición de un viejo escéptico, Girardin, senador designado, que desde las columnas de su periódico arrojaba a Alemania al otro lado del Rin.

A esto era a lo que Napoleón iii llamaba «el ímpetu irresistible de Francia».

Resistencia obrera

Para honra del pueblo francés, había otra Francia harto distinta. Los trabajadores parisinos quisieron cortar el paso a esta guerra criminal, a esta hez patriotera que agita sus fangosas oleadas. El 15, en el momento en que Emile Ollivier hincha su ligero corazón, algunos grupos que se han formado en la Corderie bajan a los bulevares. En la plaza Cháteau-d’Eau 55se les une mucha gente; la columna, grita: «¡Viva la paz!», canta el estribillo del 48:

Para nosotros, los pueblos son hermanos

Y los tiranos enemigos

Desde Cháteau-d’Eau hasta la puerta de Saint-Denis, barrios populares, los aplausos se multiplican. La gente silba en los bulevares Bonne-Nouvelle y Montmartre, donde se producen riñas con bandas heterogéneas. La columna llega hasta la calle Paix, a la plaza Vendôme, donde es abucheado Emile Ollivier, a la calle Rivoli y al Hôtel-de-Ville. Al día siguiente, se encuentran grupos mucho más numerosos todavía en la Bastilla, y vuelve a empezar la pugna. Ranvier, pintor de porcelanas, muy popular en Belleville, marcha a la cabeza con una bandera. En el bulevar Bonne-Nouvelle cargan sobre ellos los gendarmes y los dispersan.

Impotentes para sublevar a la burguesía, los trabajadores franceses se vuelven hacia los de Alemania: «Hermanos, protestamos contra la guerra; queremos paz, trabajo y libertad. Hermanos, no escuchéis las voces a sueldo que tratan de engañaros respecto al verdadero espíritu de Francia». Su noble llamamiento recibió su recompensa. Los trabajadores de Berlín, respondieron: «También nosotros queremos paz, trabajo y libertad. Sabemos que a un lado y otro del Rin viven hermanos con los cuales estamos dispuestos a morir por la República universal». Grandes y proféticas palabras, escritas en el libro de oro del porvenir de los trabajadores.

Desde hacía tres años, no había estado realmente en la brecha nadie más que un proletariado de espíritu moderno, y con él los jóvenes que de la burguesía se pasaron al pueblo. Solo ellos mostraron algún valor político; ellos son, asimismo, los únicos que, en la parálisis general de julio de 1870, encuentran algún nervio para intentar la salvación. El odio del Imperio no los olvidará nunca, ni aun en lo más encarnizado de la guerra. En esos momentos, los tribunales de Blois juzgan a setenta y dos acusados, a unos del complot urdido contra el plebiscito, a otros de toda clase de crímenes políticos. La mayor parte de ellos no se conocían. Solo treinta y siete serán absueltos; entre ellos, Cournet, Razoua, Ferré. Mégy irá a presidio.

La bestia de la guerra está suelta, los pulmones resuenan en París, que se ilusiona con victorias, y los periodistas bien informados entran en Berlín dentro de un mes; lo malo es que en la frontera faltan víveres, cañones, fusiles, municiones, mapas, zapatos. Un general telegrafía al ministro: «No sé dónde están mis regimientos». No hay nada para equipar y armar a los guardias móviles, ejército de segunda fila. Toda ilusión de alianza es imposible. Austria está inmovilizada por Rusia; Italia, por la negativa de Napoleón iii a ceder Roma a los italianos.

Napoleón sale de Saint-Cloud el 28 de julio, en el ferrocarril de circunvalación, sin atreverse a cruzar por París, a pesar del «ímpetu irresistible»; él, que durante tanto tiempo hizo piafar en la capital a sus cien guardias. Jamás volverá a entrar en sus muros. Su único consuelo será, algunos meses más tarde, ver a sus oficiales, a su servil burguesía, superar cien veces sus matanzas.

El principio del fin

Su caída será fulminante. Su primer parte a Francia trae la noticia de que su hijo ha recibido un balazo en el campo de batalla de Sarrebruck, escaramuza insignificante transformada en victoria. Apenas llegado a Metz, se derrumba; sus lugartenientes no obedecen a sus órdenes y se hacen derrotar a su antojo. Aquel ejército prusiano que negaba el jefe de Estado Mayor Le Boeuf, enfrenta desde finales de julio cuatrocientos cincuenta mil hombres a los doscientos cuarenta mil franceses, penosamente desperdigados por nuestra frontera. Esta es invadida por el enemigo, que nos ataca el 4 de agosto, y destroza en Wissembourg la división Abel Douay; el día 6, en Spickeren-Forbach, a Frossard, el preceptor del joven héroe de Sarrebruck; el mismo día, en WorthFroeschwiller, derrota a todo el cuerpo de Mac-Mahon, cuyos restos huyen atropellándose. El águila de hojalata dorada ha caído de la bandera. Napoleón iii telegrafía a su mujer: «Todo está perdido, tratad de sosteneros en París».

Toda la guerra ofrece una buena presa a la Bolsa. La de Crimea tuvo el canard tártaro; esta otra tuvo, el día 6, el «canard» mac-mahoniano: veinticinco mil enemigos y el príncipe Carlos, prisioneros. París se engalana, la gente se abraza, canta La Marsellesa ; a última hora, se acuerda comprobar la noticia. Era falsa; el Ministerio lo anuncia así a las seis de la tarde, dice que sabe –mentira– quién ha sido el falsario y que lo persigue. La verdadera victoria fue una jugada de Bolsa.

El día 7, ya no hubo más remedio que confesar los desastres. Por mucho que Emile Ollivier amañe los partes, por más que la española declame a lo María Teresa: «¡Seré la primera en el peligro!», lo único que ve París es la invasión. La República, el gran recurso de las horas trágicas, la que expulsó a los prusianos de Valmy, está en todas las bocas. Emile Ollivier proclama el estado de sitio, lanza a los gendarmes contra los grupos, no quiere convocar al Cuerpo Legislativo. Sus colegas le obligan a ello; entonces hace anunciar que toda manifestación será considerada como signo de connivencia con el enemigo, y que en el bolsillo de un espía prusiano se ha encontrado este parte: «¡Valor! ¡París se subleva, el Ejército francés será cogido entre dos fuegos!». Algunos diputados de la izquierda y varios periódicos han pedido que se arme inmediatamente a todos los ciudadanos. Emile Ollivier amenaza a los periódicos con la ley marcial. Vana amenaza. Desde que la patria está en peligro, renacen las energías. El 9 de agosto, en la apertura del Cuerpo Legislativo parece lucir, por un momento, la esperanza de salvación.

No fue más que un relámpago. La izquierda siguió siendo la izquierda, desconfiando de un pueblo que, por su parte, se muestra reticente a tomar la iniciativa. El 10 de agosto rechazó lo que se le ofrecía, y dejó que la espada prusiana entrara hasta la empuñadura.

54.- A cuatro (el 14 de junio de 1861). ( N. del ed. )

55.- Hoy plaza de la República.

Capítulo II Cómo los prusianos se apoderaron de París y los rurales de Francia

¡Atrevámonos! Esta palabra encierra toda la política del momento...

informe de saint just a la convención

El día 12 de agosto ya no cabe negar la evidencia, cerrar los ojos a las mentiras de Rouher, de Le Boeuf (destituido a la fuerza), ni a la estupidez del mando general confiado por el emperador a Bazaine, entre el júbilo del público que no ha cesado de decir: «¡Lo que nos hace falta es un Bazaine!». Un día después, algunos diputados piden que se nombre un comité de defensa. «¿Para qué?», dice Barthélemy-Saint-Hilaire, hombre sagacísimo, alter ego de Thiers, «El país se ha tranquilizado».

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