Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris

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El texto narra las razones y acontecimientos que llevaron a los y las trabajadoras a luchar decididamente por la supervivencia, y resistir el ultraje de la burguesía francesa y las fuerzas alemanas, hasta el violento derrumbamiento de la Comuna en 1871.

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Los encarnizados del día 9, que se hallan muy lejos de estar tranquilos, recurren a calamidades para agitar los ánimos. En Le Rappel se encuentran los hombres de acción que escaparon de Sainte-Pélagie; los diputados de izquierda son citados en casa de Nestor. Estos señores, tan atolondrados como el día 9, parecen mucho más preocupados ante la idea de un golpe de Estado que ante las victorias prusianas. Crémieux exclama sencillamente: «Esperemos algún nuevo desastre; la toma de Estrasburgo, por ejemplo».

El asunto de La Villette

No había más remedio que esperar. Sin estos fantasmas no se podía hacer nada. La pequeña burguesía parisina creía en la extrema izquierda, ni más ni menos que lo que había creído antes en los ejércitos de Le Boeuf. Los que quisieron ir más allá se estrellaron. El domingo 14, el reducido grupo blanquista que bajo el Imperio nunca había querido mezclarse a los grupos obreros y no creía más que en los golpes de mano, intenta una sublevación. Contra el parecer de Blanqui, a quien se consultó, Eudes, Brideau y sus amigos, atacan en La Villette el puesto de zapadores bomberos, en el que se guardan algunas armas. Hieren al centinela y matan a uno de los gendarmes que acuden al lugar del asalto. Dueños del terreno, los blanquistas recorren el bulevar exterior, hasta Belleville, gritando: «¡Viva la República!» «¡Mueran los prusianos!». Lejos de constituir un reguero de pólvora, hacen el vacío en torno suyo. La multitud los mira de lejos, asombrada, inmóvil, inducida a la sospecha por los policías que la desviaban del verdadero enemigo: el Imperio. Gambetta, pésimamente informado acerca de los medios revolucionarios, pidió que se juzgase a las personas detenidas. El consejo de guerra solicitó seis penas de muerte. Para impedir estos suplicios, algunos hombres de corazón fueron a visitar a George Sand y a Michelet, que les dio una carta conmovedora. El Imperio no tuvo tiempo de llevar a cabo las ejecuciones.

El general Trochu escribió también unas líneas: «Pido a los hombres de todos los partidos que hagan justicia con sus propias manos a esos hombres que no ven en las desgracias públicas más que una ocasión para satisfacer detestables apetitos». Napoleón iii acababa de nombrarle gobernador de París y comandante en jefe de las fuerzas reunidas para su defensa. Este militar, cuya única gloria consistía en unos cuantos folletos, era el ídolo de los liberales por haber criticado al Imperio. A los parisinos les cayó en gracia porque tenía buen tipo, hablaba bien y no había fusilado a nadie en los bulevares. Con Trochu en París y Bazaine fuera, todo podía esperarse.

El día 20 de agosto, Palikao anuncia desde la tribuna que Bazaine ha rechazado a tres cuerpos de ejército en Jaumont el día 18. Se trataba de la batalla de Gravelotte, cuyo último resultado fue dejar incomunicado a Bazaine con París y arrojarle hacia Metz. Pronto se abre camino la verdad: Bazaine está bloqueado. El Cuerpo Legislativo no dice una palabra. Aún queda un ejército libre, el de Mac-Mahon, mezcla de soldados vencidos y de tropas bisoñas; poco más de cien mil hombres. Ocupa Châlons, puede resguardar a París. El propio Mac-Mahon se ha dado cuenta de ello según dicen, y quiere retroceder. Palikao, la emperatriz y Rouher se lo prohíben y telegrafían al emperador: «Si abandonáis a Bazaine, estalla la revolución en París». El temor a la revolución es para las Tullerías una obsesión mayor que el miedo a Prusia. Tanto es así, que mandan a Beauvais, en vagón celular, a casi todos los presos políticos de Sainte-Pélagie.

Sedán

Mac-Mahon obedece. Por contener la revolución, deja Francia al descubierto. El 25 de agosto llegan al Cuerpo Legislativo las noticias de esta marcha insensata que lleva al ejército deshecho entre doscientos mil alemanes victoriosos. Thiers, que vuelve a estar en el candelero después de los desastres, demuestra en los pasillos que eso es una locura. Nadie sube a la tribuna. Todos esperan estúpidamente lo inevitable. La emperatriz sigue mandando sus equipajes al extranjero.

El día 30 por la mañana somos sorprendidos, aplastados en Beaumont, y durante la noche Mac-Mahon empuja al ejército desbandado a la hondonada de Sedán. El 1 de septiembre por la mañana, se ve sitiado por doscientos mil alemanes y setecientos cañones que rodean todas las alturas. Napoleón iii solo acierta a desenvainar su espada para entregársela al rey de Prusia. El día 2, todo el ejército cae prisionero. Europa entera lo sabe aquella misma noche. Los diputados no se movieron. En la jornada del día 3, algunos hombres enérgicos trataron de sublevar los bulevares; fueron rechazados por los gendarmes. Por la noche, una inmensa multitud se apiñaba ante las verjas de la Cámara de Diputados. Hasta media noche, la izquierda no se decide. Jules Favre pide que se constituya una comisión de defensa, la destitución de Napoleón iii, pero no la de los diputados. «¡Fuera!», grita la gente: «¡Viva la República!». Gambetta corre a las verjas y dice: «No tenéis razón. Es menester seguir unidos y no andar con revoluciones». Jules Favre, rodeado por el pueblo al salir de la Cámara, se esfuerza por calmar al público.

El 4 de septiembre

De haber oído París a la izquierda, Francia hubiera capitulado. El 7 de agosto –lo confesaron más tarde–, Jures Favre, Jules Simon y Pelletan, fueron a decir al presidente Schneider: «Ya no podemos resistir; no hay más remedio que entrar en tratos cuanto antes» 56. Pero el 4 por la mañana París leyó esta engañosa proclama: «No han sido hechos prisioneros más que cuarenta mil hombres; dentro de poco, tendremos dos nuevos ejércitos; el emperador ha caído prisionero durante la lucha». París acude como un solo hombre. Los burgueses, recordando que son guardias nacionales, se endosan el uniforme, toman el fusil y quieren forzar el puente de la Concordia. Los gendarmes, asombrados al ver a una gente tan distinguida, dejan el paso libre; la multitud sigue adelante e invade el Palais-Bourbon. A la una, a pesar de los desesperados esfuerzos de la izquierda, el pueblo obstruye las tribunas. Ya es hora. Los diputados, ejerciendo de ministros en funciones, tratan de hacerse con el gobierno. La izquierda secunda con todas sus fuerzas esta combinación, y se indigna de que haya quien se atreva a hablar de República. Estallan gritos en la tribuna. Gambetta hace esfuerzos inauditos, conjura al pueblo a que aguarde el resultado de las deliberaciones. Este resultado se sabe de antemano. Es una comisión de gobierno nombrada por la asamblea; es la paz solicitada, aceptada a toda costa; es, para colmo de vergüenza, la monarquía más o menos parlamentaria. Una nueva ola echa abajo las puertas, llena la sala, expulsa o anega a los diputados. Gambetta, lanzado a la tribuna, tiene que pronunciar la destitución. El pueblo quiere aún más: ¡la República! Y se apodera de los diputados de la izquierda para ir a proclamarla al Hôtel-de-Ville.

Este pertenecía ya al pueblo. En el patio de honor se disputaban el campo, la bandera tricolor y la bandera roja, aplaudidas por unos, silbadas por otros. En la sala del Trono, numerosos diputados arengaban a la muchedumbre.

Llegan, entre aclamaciones, Gambetta, Jules Favre y otros diputados de la izquierda. Millière cede su sitio a Jules Favre, diciendo: «Hoy por hoy, lo que urge es una cosa: expulsar a los prusianos». Jules Favre, Jules Simon, Jules Ferry, Gambetta, Crémieux, Emmanuel Arago, Glais-Bizoin, Pelletan, Garnier-Pagés y Picard se constituyeron en gobierno y leyeron sus nombres a la multitud. Hubo muchas reclamaciones. Les gritaron nombres revolucionarios: Delescluze, Ledru-Rollin, Blanqui. Gambetta, muy aplaudido, demostró que solo los diputados de París eran aptos para gobernar. Esta teoría hizo entrar en el gobierno a Rochefort, exrecluso de Sainte-Pélagie, que volvía cubierto de popularidad.

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