Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris
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Su hijo no reinaría, había dicho la emperatriz, si no tomaba venganza de Sadowa. Esta era también la opinión del marido. Este criollo sentimental, cruzado de flemático holandés, peloteado siempre entre dos contrarios, que había ayudado a renacer a Italia y a Alemania, llegó a soñar con ahogar el principio de las nacionalidades, que con tanto calor había proclamado y del que había sido el único en no comprender nada. Prusia, que seguía esta evolución, se armaba desde hacía tres años sin descanso, se sentía preparada, deseaba la agresión. La extranjera, enardecida por su loca camarilla de bailarines de cotillón, de oficiales de salón tan bravos como ignorantes, de neo-decembristas que querían refrescar su 52, empujada por un clero que presentaba como aliados a los católicos de Alemania. Eugenia de Montijo hizo franquear a su débil marido el umbral del sueño a la realidad, le puso en las manos la bandera de «su» guerra,la suya, como decía la camarilla. El 7 de julio, el «hombre más necio» pidió al rey de Prusia que retirase la candidatura de Hohenzollern; el Senado creyó que convenía esperar, y el día 9, declara el emperador «puede conducir a Francia donde él quiera, que solo él debe ser quien pueda declarar la guerra». El mismo día, el rey responde que aprobará la renuncia del Hohenzollern; un día más tarde, Gramont exige una respuesta del príncipe, y, por su parte, añade: «Tomo mis precauciones para no ser sorprendido». El 12 de julio, el príncipe ha retirado su candidatura. «Es la paz –dice Napoleón iii–; lo siento porque la ocasión era buena».
La camarilla, consternada, cada vez más loca por la guerra, rodea, acucia al emperador y logra, sin gran trabajo, encender de nuevo la antorcha. La renuncia de Hohenzollern no basta; es preciso que el propio rey Guillermo firme una orden. Los mamelucos lo exigen, van a interrogar al gabinete sobre sus «irrisorias lentitudes». Bismarck no esperaba tener tan buena suerte. Seguro de vencer, quería aparecer como atacado. El día 13, Guillermo aprueba sin reservas la renuncia del príncipe. No importa; en las Tullerías quieren la guerra a toda costa. Por la noche, nuestro embajador Benedetti recibe orden de pedir al viejo rey que se humille hasta prohibir al prusiano que rectifique su renuncia. Guillermo responde que es inútil una nueva audiencia, que se reafirma en sus declaraciones, y, al encontrarse en la estación de Ems con nuestro embajador, le repite sus palabras. Un telegrama pacífico anuncia a Bismarck que ha sido muy cortés esta entrevista. El canciller consulta a Moltke y al ministro de la Guerra: «¿Estáis dispuestos?». Ellos prometen la victoria. Bismarck amaña el telegrama, le hace decir que el rey de Prusia ha despachado, sin más, al embajador de Francia, lo publica como suplemento en la Gaceta de Colonia , y lo envía a los agentes de Prusia en el extranjero.
La guerra
La emperatriz y los, mamelucos están mucho más entusiasmados que Bismarck. Ya tienen su guerra: «¡Prusia nos insulta!», estampa inmediatamente Le Constitutionnel . «¡Crucemos el Rin! Los soldados de Iéna están listos!». La noche del 14 de julio, bandas encuadradas por la policía recorren los bulevares vociferando: «¡Abajo Prusia! ¡A Berlín!». Benedetti llega al día siguiente. Puede aclararlo todo con una palabra. No le oyen, se hunden cada vez más en la trampa. Gramont y Le Boeuf leen en el Senado una declaración de guerra en que se considera al suplemento de la Gaceta de Colonia como un documento oficial. El Senado se alza en una sola aclamación. Un ultra quiere hacer una observación, le atajan: «¡Nada de discursos! ¡Hechos!». En el Cuerpo Legislativo, los serviles se indignan cuando la oposición exige que se exhiba ese despacho «oficialmente comunicado a todos los gabinetes de Europa». Emile Ollivier, que no puede enseñarlo, invoca comunicaciones verbales, lee telegramas de los que se desprende que el rey de Prusia ha aprobado la renuncia. «Con eso, no se puede ir a la guerra», dice la izquierda, y Thiers: «Rompéis por una cuestión de forma... Yo pido que se nos muestren los despachos que han motivado la declaración de guerra». Se le injuria. «¿Dónde está la prueba –dice Jules Favre– de que el honor de Francia se haya comprometido?». Los mamelucos patalean, 159 votos contra 84 rechazan toda investigación. Emile Ollivier exclama, radiante: «Desde hoy comienza, para mis colegas y para mí, una gran responsabilidad. La aceptamos de todo corazón».
Inmediatamente una comisión finge estudiar los proyectos de ley que van a alimentar la guerra. Llama a Gramont, no exige el despacho que se supone dirigido a los gabinetes. Le hace leer lo que quiere, y vuelve a decir al Cuerpo Legislativo: «Guerra y Marina se encuentran en condiciones de hacer frente, con notable prontitud, a las necesidades de la situación». Gambetta pide explicaciones. Emile Ollivier tartamudea de cólera. La comisión concluye: «¡Con nuestra palabra basta!». Los proyectos de ley se votan casi por unanimidad, solo diez diputados votan en contra. Ese es todo el valor de la izquierda.
La izquierda había combatido la guerra, desde luego, pero toda su vitalidad se había refugiado en la lengua. Nadie entró de lleno en el problema. Ni un llamamiento al pueblo, ni una frase dantoniana. Entre todos aquellos jóvenes y viejos, hombres del 48, tribunos irreconciliables, no hubo ni una sola gota de la pura sangre revolucionaria que tantas veces, no hacía mucho, había corrido a torrentes en las épocas heroicas.
El único que se levantó de toda esta alta burguesía descontenta, su verdadero jefe, Thiers, se había limitado a hacer una demostración.
Él, tan veterano en los secretos de Estado, sabía que nuestra ruina era segura, pues conocía bien nuestra espantosa inferioridad en todos los
órdenes. Hubiera podido congregar a la izquierda, al tercer partido, a los periodistas, hacer palpar la locura del ataque y, apoyándose en sus colegas, conquistada la opinión, decir a la tribuna, a las Tullerías:
«Combatiremos vuestra guerra como una traición». Pero no quiso más que descartar su responsabilidad, dejar limpia «su memoria», como él decía. No pronunció las palabras que realmente contenían la verdad:
«No podéis absolutamente nada». Y aquellos opulentos burgueses, que no hubieran expuesto ni una migaja de su fortuna sin formidables garantías, se jugaron las cien mil existencias y los millones de franceses sobre la palabra de un Gramont y las bravatas de un Le Boeuf.
El ministro de la Guerra dijo cien veces a los diputados, a los periodistas, en los pasillos, en los salones, en las Tullerías: «¡Nosotros estamos preparados, Prusia no lo está!». Jamás los Loriquets pudieron atribuir a los generales populares de la Revolución, los Rossignol, los Carteaux, enormidades como las que este tambor mayor, de feroces mostachos, prodiga a todo el que quiere oírle: «¡Niego el ejército prusiano!» «¡Aquí tienen ustedes el mejor mapa militar!», y enseñaba su espalda; «¡No me falta ni un mal botón de polaina!». «¡Le llevo quince días de ventaja a Prusia!». El plebiscito había revelado a Prusia el número exacto de nuestros soldados en filas: trescientos treinta mil; de ellos, solo unos doscientos sesenta mil a lo sumo (cifra transmitida desde hacía tiempo por las embajadas extranjeras), podían oponerse al enemigo. En las Tullerías se almacenaban informes sobre el crecimiento militar de aquella Prusia que, en el 66, podía concentrar doscientos quince mil hombres en Sadowa, y que disponía ahora de medio millón. Solo nuestros gobernantes se negaban a ver y a leer. El 15 de julio, Rouher seguido de un tropel de senadores, fue a decir a Napoleón iii: «Desde hace cuatro años, el emperador ha elevado al máximo poder la organización de nuestras fuerzas militares. ¡Gracias a Vuestra Majestad, Francia está preparada, Señor!».
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