Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris

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El texto narra las razones y acontecimientos que llevaron a los y las trabajadoras a luchar decididamente por la supervivencia, y resistir el ultraje de la burguesía francesa y las fuerzas alemanas, hasta el violento derrumbamiento de la Comuna en 1871.

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Enviaron a buscar al general Trochu, para suplicarle que dirigiese la defensa. El general había prometido, bajo su palabra de bretón, católico y soldado, «hacerse matar en las escaleras de las Tullerías en defensa de la dinastía». Como las Tullerías no fueron atacadas (el pueblo las desdeñó), Trochu, libre de su triple juramento, subió las escaleras del Hôtel-de-Ville. Exigió que se le encomendase a Dios, y pidió la presidencia. Se le concedió esta, y lo demás.

Doce ciudadanos entraron así en posesión de Francia. Se declararon legitimados por aclamación popular. Tomaron el pomposo nombre de Gobierno de Defensa Nacional. Cinco de estos doce hombres eran los que habían perdido a la República del 48.

Francia era completamente suya. Al primer murmullo levantado en la Concordia, la emperatriz se recogió las faldas, escurriéndose por una escalera de servicio. El belicoso Senado, con Rouher a la cabeza, se había despedido a la francesa. Como pareciera que algunos diputados iban a reunirse en el Palais-Bourbon, bastó enviar a su encuentro un comisario provisto de sellos. Los grandes dignatarios, los empingorotados funcionarios, los feroces mamelucos, los imperiosos ministros, los solemnes chambelanes, los bigotudos generales: todos se escabulleron miserablemente el 4 de septiembre, como una pandilla de cómicos de la legua abucheados.

Los delegados de las Cámaras sindicales y de la Internacional se presentaron aquella misma noche en el Hôtel-de-Ville. Durante el día, la Internacional había enviado una nueva proclama a los trabajadores de Alemania, conjurándoles a que se negasen a intervenir en la lucha fratricida. Una vez cumplido su deber de fraternidad, los trabajadores franceses no pensaron más que en la defensa, y pidieron un gobierno que la organizase. Gambetta los recibió muy bien y respondió a todas sus preguntas. El día 7, en el primer número de su periódico La Patrie en Danger , Blanqui y sus amigos, puestos en libertad como todos los detenidos políticos, fueron a «ofrecer al gobierno su apoyo más enérgico y absoluto».

La confianza de París

París entero se entregó a estos diputados de la izquierda, olvidó sus últimos desfallecimientos, los engrandeció con las proporciones del peligro. Asumir, acaparar el poder en semejante momento, pareció uno de esos golpes de audacia de que solo el genio es capaz. Este París, hambriento desde hacía ochenta años de libertades municipales, se dejó imponer como alcalde al antiguo empleado de Correos del 48, Etienne Arago, hermano de Emmanuel, que lloriqueaba frente a cualquier audacia revolucionaria. Él nombró en los veinte distritos a los alcaldes que quiso, los cuales, a su vez, eligieron los adjuntos que les dio la gana. Pero Arago anunciaba elecciones muy pronto, y hablaba de hacer revivir los grandes días del 92; en cambio, Jules Favre, orgulloso como un Danton, gritaba a Prusia y a Europa: «No cederemos ni una pulgada de nuestro territorio, ni una piedra de nuestras fortalezas». Y París aceptaba, entusiasmado, esta dictadura de heroica facundia. El 14 de septiembre, cuando Trochu pasaba revista a la Guardia Nacional, trescientos mil hombres escalonados en los bulevares, la plaza de la Concordia y los Campos Elíseos, prorrumpieron en una aclamación inmensa, llevando a cabo un acto de fe análogo al de sus padres en la mañana de Valmy.

Sí, París se entregó sin reservas a esta izquierda, a la que había tenido que violentar para la revolución. Su impulso de voluntad no duró más de una hora. Una vez por tierra el Imperio, creyó que todo había terminado y volvió a abdicar. Fue en vano que lúcidos patriotas trataran de mantenerle en pie. Inútilmente escribía Blanqui: «París es tan inexpugnable como invencibles éramos; París, engañado por la prensa fanfarrona, ignora lo grande del peligro; París abusa de la confianza». París se entregó a sus nuevos amos, cerró obstinadamente los ojos. Sin embargo, cada día traía un síntoma nuevo. La sombra del sitio se aproximaba, y la defensa, lejos de alejar las bocas inútiles, llenaba la ciudad con doscientos mil habitantes del extrarradio. Los trabajos exteriores no avanzaban. En lugar de hacer que todo París empuñase los picos y, con los clarines a la cabeza, banderas al viento, conducir fuera del casco de la ciudad, en columnas de a cien mil hombres, a los nietos de los desniveladores del Campo de Marte, Trochu confiaba los trabajos a los contratistas ordinarios que, según decían, no encontraban brazos. Apenas se había estudiado la altura de Châtillon, clave de nuestros fuertes del Sur, cuando, el 19 de septiembre, se presenta el enemigo, y barre del llano a una tropa enloquecida de zuavos y soldados que no quisieron batirse. Y al día siguiente, aquel París que los periódicos declaraban imposible de cercar, es envuelto por el ejército alemán y queda aislado de las provincias.

Esta falta de pericia alarmó rápidamente a los hombres de vanguardia. Estos habían prometido su apoyo, no una fe ciega. El 5 de septiembre, queriendo centralizar para la defensa y el mantenimiento de la República a las fuerzas del partido de acción, habían propuesto a las reuniones públicas que nombrasen en cada distrito un comité de vigilancia encargado de fiscalizar la actualización de los alcaldes y de recibir las reclamaciones. Cada comité debía nombrar cuatro delegados; el conjunto de estos constituiría un comité central de los veinte distritos. Esta forma de elección tumultuaria dio como resultado un comité de obreros, de empleados, de escritores conocidos en los movimientos revolucionarios y en las reuniones de los últimos años. El comité estaba instalado en la sala de la calle de la Corderie, cedida por la Internacional y por la Federación de Cámaras Sindicales.

Primeros desacuerdos

La Internacional y la Federación de Cámaras Sindicales habían suspendido sus trabajos ya que la guerra y el servicio de la Guardia Nacional absorbían todas las actividades. Algunos de los miembros de los Sindicatos y de los internacionalistas se hallaban en los comités de vigilancia y en el Comité Central de los veinte distritos, lo que hizo que se atribuyera equivocadamente este comité a la Internacional. El día 15, el comité fijó un manifiesto pidiendo: la elección de las municipales, que se pusiese la policía en manos del comité, la elección y la responsabilidad de todos los magistrados, la libertad absoluta de prensa, de reunión, de asociación; la expropiación de todos los productos de primera necesidad, el racionamiento, que se armase a todos los ciudadanos, y el envío de comisarios para conseguir el levantamiento de las provincias. En todo ello, no había nada que no fuera perfectamente legítimo. Pero París empezaba apenas a gastar su provisión de confianza, y los periódicos burgueses gritaban: «¡Al prusiano!», el gran recurso del que no quería razonar. Sin embargo, los nombres de algunos firmantes eran conocidos en la prensa: Germain Casse, Ch. L. Chassin, Lanjalley, Lefrançais, Longuct, Leverdays, Millière, Malon, Pindy, Ranvier, Vaillant, Jules Vallès.

El 20 de septiembre, Jules Favre vuelve a Ferriéres, donde ha pedido a Bismarck que indique cuáles son sus condiciones de paz. Había ido a Ferriéres como simple amateur, sin que lo supieran sus colegas, según dice en el informe de su entrevista, entrecortada por las lágrimas. Si hemos de dar crédito al secretario de Bismarck, «no derramó ni una sola, aun cuando se esforzase por llorar». Inmediatamente, el comité de los veinte distritos se reunió en masa y mandó a pedir al Hôtel-de-Ville que se procediese a la lucha a todo trance y a la elección municipal, ordenada por decreto cuatro días antes. «Tenemos necesidad –había escrito el ministro del Interior, Gambetta– de ser apoyados y secundados por asambleas directamente nacidas del sufragio universal». Jules Ferry recibió a la delegación, dio su palabra de honor de que el gobierno no negociaría en modo alguno, y anunció las elecciones municipales para finales de mes. Tres días más tarde, un decreto las aplazaba indefinidamente.

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