Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray - La comuna de Paris
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Por su parte, los periodistas republicanos y las reuniones públicas, suplieron la pobreza del manifiesto e hicieron la verdadera campaña, jugándose la libertad con una abnegación a la que eran totalmente ajenos los republicanos de relieve, los más ricos, de los cuales daban un escudo, ni más ni menos. El único generoso fue Cernuschi, el antiguo miembro de la Constituyente romana, que envió doscientos mil francos.
Esto no era nada contra este Imperio que tenía en sus manos los Bancos públicos y el terror. El 30 de abril enviaba a Mazas a los redactores del manifiesto de la Corderie y a los agitadores obreros Avrial, Malon, Theisz, Héligon, Assi, etc. El 17 de mayo amañó un complot. Su policía acababa de detener en una casa pública a un antiguo soldado, Beaury, provisto de dinero y de una carta de Flourens, refugiado en Londres, que le mandaba a Francia para asesinar al emperador. «La Internacional anda mezclada en el asunto», juran Le Figaro y el mundo oficial. De nada sirve que las sociedades de la Corderie protesten, ni que la Internacional escriba: «Sabemos de sobra que los sufrimientos de todas clases que padece el proletariado obedecen más al estado económico que al despotismo accidental de unos cuantos fabricantes de golpes de Estado, y no deberíamos de perder el tiempo soñando con la eliminación de uno de ellos». El gobierno secuestra el manifiesto, se incauta de los periódicos. Emile Ollivier ve la mano de la Internacional por todas partes, telegrafía a todos los tribunales para que se detenga a los afiliados que residan en sus respectivas demarcaciones. Las órdenes de detención más inverosímiles pesan sobre gran parte de la población. Del 1 al 8 de mayo, ningún republicano está seguro. Los diputados de la izquierda no duermen en sus casas. Delescluze y varios periodistas se ven obligados a refugiarse en Bélgica.
El plebiscito arrojó siete millones doscientos diez mil votos a favor y un millón quinientos treinta mil en contra. Desde 1852, el régimen imperial había reunido, por tres veces, más de siete millones de sufragios, favorables, pero nunca tantos votos hostiles. Las grandes ciudades estaban conquistadas, las poblaciones pequeñas y el campo seguían al lado del poder establecido. Era el resultado previsto. Sabiamente contenidas por una administración de innumerables tentáculos, las poblaciones del campo, atemorizadas por el pillaje, votaron «sí» en las urnas, pensando que así obtendrían la paz. El Imperio tomó estos millones de súbditos pasivos por militantes; el millón quinientos mil de activos, fue desdeñado. Los mamelucos pidieron que se hiciesen cortes siniestros. Emile Ollivier les organizó un proceso en el Tribunal Supremo, donde se juzgaría, conjuntamente, al famoso Beaury y a setenta y dos revolucionarios de nombres más o menos famosos, Cournet, Razoua, de Le Réveil ; y Mégy, Tony-Moilin, Fontaine, Sapia, Ferré, de las reuniones públicas.
Tercer proceso de la Internacional
Mientras tanto, los obreros del manifiesto antiplebiscitario fueron entregados a los tribunales correccionales, confundidos con acusados a quienes ellos no conocían. El procurador había inventado dos categorías: los jefes y los miembros de una sociedad secreta. «Desde ahora –dice a los obreros– os perseguiremos sin tregua ni descanso», y leyó su requisitoria, publicada la víspera por Le Figaro , en la que el pobre hombre atribuía la Internacional a Blanqui. Chalain habló por sus amigos del primer grupo, demostró que la Internacional era la asociación más conocida y discutida del mundo. «Hija de la necesidad, ha surgido para organizar la Liga internacional del trabajo esclavizado, en París, en Londres, en Viena, en Berlín, en Dresde, en Venecia, en los departamentos franceses... Sí, somos culpables por no aceptar las fórmulas de unos economistas tan ignorantes que califican de leyes naturales los fenómenos industriales resultantes de un estado transitorio y son lo bastante duros de corazón como para glorificar un régimen apoyado en la explotación y el sufrimiento... Sí, los proletarios están hartos de resignarse... A pesar de la nueva ley sobre coaliciones, la fuerza armada está a disposición de los fabricantes. Los trabajadores que se libraron de los fusiles han padecido largos meses de prisión, han recibido de los magistrados los epítetos de bandidos, de salvajes... ¿Qué se podrá obtener con impedirnos que estudiemos las reformas que tienden a asegurar una renovación social? Con eso, solo se logrará hacer la crisis cada vez más profunda, el remedio cada vez más radical...». Theisz habló por las Cámaras sindicales y probó que su organización era distinta de la Internacional, y remontándose a la verdadera causa del debate, dijo: «Todas vuestras constituciones afirman y pretenden garantizar la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ahora bien. Cada vez que un pueblo acepta una fórmula filosófica abstracta, política o religiosa, no se concede a sí mismo tregua ni reposo hasta que no hace pasar este ideal al terreno de los hechos. Es preciso que la conciencia del pueblo sea harto generosa para que, afligido sin cesar por la penuria y el paro, no os haya pedido aún cuenta de vuestras riquezas. Todo el que vive de su trabajo, obreros, pequeños industriales y pequeños negociantes languidece, vegeta, mientras que la fortuna pública pertenece a los usureros, a los negociantes, a los agiotistas». Léo Frankel, representante de los extranjeros afiliados residentes en Francia, dice: «La unión de los proletarios de todos los países se ha realizado; ninguna fuerza podrá ya dividirlos». Otros detenidos defendieron su causa. Duval recordó la frase de los patronos durante la huelga de los fundidores de hierro: «Los obreros volverán al trabajo cuando tengan hambre».
Desde la primera audiencia, los abogados, los profesionales del Foro asistían a las sesiones encadenados por la novedad de opiniones, por la claridad y la elocuencia de aquel mundo obrero que no sospechaban. «No hay nada que decir, después de oírles», nos confesaba un joven abogado, Clément Laurier, no menos que Gambetta en el proceso Baudin. Elocuencia de corazón, tanto como de razón. Al principio de una de las audiencias, el tribunal despacha los delitos de derecho común. Comparece un pequeño a quien sus padres abandonan: «¡Dádnoslo! –exclamaron los obreros– lo adoptaremos, le daremos medios de vida y un oficio». El presidente encontró esta fórmula improcedente. Los acusados, Avrial, Theisz, Malon, Varlin, Pindy, Chalain, Frankel, Johannard, Germain, Casse, Combault, Passedouet, etc. fueron condenados de dos meses a un año de cárcel. Solo dos fueron absueltos: Assi, a quien, a pesar de Le Fígaro, fue imposible descubrir relaciones con la Internacional, y Landeck, que renegó.
La candidatura de Hohenzollern
La paz de diciembre ha vuelto. Paz en la calle, agitadores detenidos o en el destierro, periódicos suprimidos o aterrorizados, como La Marseillaise . Paz en el Cuerpo Legislativo, donde la extrema izquierda está aterrada, la oposición dinástica de los Picard. De repente, a principios de julio, se extendieron rumores de guerra. Un príncipe prusiano, un Hohenzollern, se presenta como candidato al trono de España, vacante desde la expulsión de Isabel, y esto constituye, al parecer, un insulto a Francia. Un aturdido, Cochery, interpela al ministro de Asuntos Extranjeros, el duque de Gramont, un fatuo a quien Bismarck llamaba «el hombre más necio de Europa». El duque acude el 5 de julio y declara que Francia no puede dejar que una potencia extranjera «ponga a uno de sus príncipes en el trono de Carlos v». La izquierda exige explicaciones, documentos diplomáticos.
«¡Huelgan los documentos!», aúlla un soldado de caballería salido de un bosque de Gers, llamado Cassagnac, deportador en 1852, rey de los bribones en tiempos de Guizot, jefe de los mamelucos con Napoleón iii, que se desvivía desde hacía veinte años por llenar sus bolsillos sin fondo. «¡Bravo!», exclaman con él los familiares de las Tullerías. Toda ocasión es buena contra esa Prusia que se ha burlado de Napoleón iii.
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