Carlos Peña - Ideas periódicas

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¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿De qué hablamos cuando hablamos de moral? ¿Es importante la religión en la sociedad actual? ¿Existen razones para proteger al embrión? ¿Es cierto que el estado es enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Tiene límites la no discriminación? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué son fundamentales? Sobre estas y otras inquietudes, que abundan en la discusión pública chilena, reflexiona el reconocido columnista de El Mercurio Carlos Peña, intentando esclarecer algunos de los problemas que aquejan al Chile de hoy. Ensayos escritos en un lenguaje simple, pero no menos profundo, que le ayudarán a comprender dilemas éticos, morales, religiosos, políticos y sociales. Ofreciéndole además la argumentación necesaria para dialogar de manera constructiva y tomar decisiones al respecto. En momentos en que la inmediatez de las redes sociales y la desesperada búsqueda del aplauso fácil parecen orientar el actuar de la mayoría, este libro intenta contribuir a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública. Advertencias agudas sobre temas contingentes -propias de la pluma de su autor- que, sin duda, serán todo un deleite intelectual para los lectores.

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En sus inicios, el espacio público apareció como una práctica de raciocinio, un ámbito donde las personas intercambiaban sus puntos de vista y sus experiencias y las contrastaban con las reglas impuestas por el poder del estado. Ello habría ocurrido originariamente en torno a la prensa y a los cafés donde las personas se reunían a comentar las noticias y murmurar acerca del poder estatal. El fenómeno habría coincidido también con la aparición de lo que hoy llamamos novelas y el empleo en ellas de las lenguas nacionales lo que habría hecho crecer inmensamente el público de lectores. Mientras el estado establecía reglas y procedimientos formales para hacer posible la vida colectiva, el espacio público, ese ámbito donde los ciudadanos conversaban e intercambian experiencias, insuflaba un cierto sentido o significado a la vida colectiva. Las personas llevaban una vida personal o íntima en la familia o en sus grupos más inmediatos, por una parte, y una vida en la impersonalidad de la sociedad y de las reglas, por la otra. El espacio público establecía una mediación entre ambos niveles de la existencia: el individuo (en la época por supuesto una minoría de hombres) podía así generalizar el sentido de su vida y expandirlo hacia la esfera de las instituciones.

Algunos autores han documentado que la aparición de esa esfera contribuyó de manera decisiva al desarrollo de la democracia moderna y en el caso de América Latina a la constitución de las repúblicas. La democracia moderna habría sido deliberativa: las diversas posiciones se confrontaban racionalmente en un largo debate acerca de la vida en común.

Al describir el fenómeno o ese tipo de espacio público (como un ámbito donde se intercambian razones y se generaliza el sentido de la propia vida) es inevitable hablar en pasado porque hoy, al revés de esa imagen, parecen proliferar ámbitos de comunicación más bien diferenciados, donde en vez de deliberarse acerca de un mundo en común proliferan y se acentúan las diferencias y las identidades.

La imagen de una sociedad que delibera acerca de sí misma sigue siendo, por supuesto, importante y alimenta un ideal democrático que hay que esforzarse por realizar. Pero hoy diversas transformaciones en la infraestructura de la comunicación humana, sumada a otros fenómenos de índole más directamente cultural (algunos de los cuales se examinarán más adelante), han hecho difícil la realización completa de esa imagen.

Veamos.

Ante todo, ocurre que la sociedad —en especial la sociedad moderna— se diferencia en múltiples actividades, cada una de las cuales, por decirlo así, genera una forma peculiar o propia de comunicación, un código comunicativo específico. Es lo que los sociólogos identifican como la diferenciación de la sociedad moderna. La actividad económica, por ejemplo, mira la realidad a través de conceptos como el dinero; la actividad jurídica mediante conceptos como correcto o incorrecto; la actividad política a través del poder, etcétera. La sociedad moderna entonces se multiplica en varias formas de comunicación lo cual quiere decir que existen varios mundos según la forma de comunicación que los constituye. Y cada forma de comunicación mira a las otras a partir de su propio código comunicativo. La entrega del objeto que llamamos dinero puede ser un pago visto desde el punto de vista económico, un soborno desde el punto de vista jurídico, o un juego desde el punto de vista educativo, etcétera. Cada subsistema en el que se desenvuelve la vida al generar su propia forma de comunicación reduce el mundo en la medida que lo somete y lo filtra, por decirlo así, a través de su propio código de comunicación.

De esta manera, al incrementarse en la modernidad la diferenciación de funciones, se incrementa también, el número de ámbitos en que desenvolvemos nuestra existencia. Como en las condiciones modernas cada uno desempeña muchos roles o tareas —es padre o hijo, trabajador, tiene tal o cual profesión, participa del sistema económico, del político, del jurídico, etcétera— de ahí resulta que nadie participa de un solo mundo, sino que entra y sale de varios y, cuando abandona la comunicación, o lo que es lo mismo, cuando sale de alguno de los mundos en que estaba, es para volver a encontrarse a solas consigo mismo.

Fíjese usted en lo que hemos venido a parar.

Comenzamos preguntándonos si acaso teníamos un mundo en común. La pregunta surgía porque la mayor parte de lo que sentimos es intransmisible y siendo así, entonces, surge como un problema explicar la presencia de un mundo en común. La respuesta fue que la comunicación era la que lo hacía posible, pero ello ocurría no porque la comunicación fuera un medio o instrumento de lo que sentimos o pensamos, sino porque la comunicación constituye lo que sentimos o pensamos. Decir comunicación y decir mundo vendría a ser más o menos sinónimos. Así la esfera pública sería ese mundo en común erigido en torno a la comunicación. Desgraciadamente en la sociedad moderna, agregábamos, las funciones se diferencian y los códigos comunicativos también hasta llegar al extremo que parece desaparecer un mundo único y proliferar los mundos —los subsistemas de comunicación— en que desenvolvemos muestra vida.

¿Significa eso que carecemos de un mundo en común, de un lugar donde nos encontramos constituyendo eso que se llama opinión pública?

Por supuesto que no; lo que ocurre es que la esfera pública y la opinión que se forma a su amparo se han transformado.

Se encuentra ante todo lo que un autor llamó la «refeudalización de la esfera pública». En la época feudal el poder y los símbolos comunes se representaban, se ponían en escena ante los ojos del público. Así el aura del poder se hacía patente al ejecutarse el rito ante la presencia directa de aquellos a quienes afectaba. El boato de las ceremonias públicas presenciadas por el pueblo era la mejor muestra del fenómeno. No era el discurso racional sino la representación del aura del poder lo que constituía la esfera pública. Hoy día la esfera pública habría vuelto a esa práctica como consecuencia de la aparición de la televisión. La televisión suprime la distancia y permite entonces que el público asista de manera más o menos directa a la representación del poder. A diferencia de la prensa que estimula el raciocinio, la televisión permite a quienes ejercen el poder establecer una especie de intimidad a distancia con las audiencias más que entrar en diálogo con ellas. La televisión tiene, por supuesto, otras ventajas como la de exhibir formas de vida que de otra manera permanecerían invisibles y permitir que el público vigile a la autoridad sin que ella por su parte lo vea, pero el rasgo mencionado parece ser su característica fundamental. Hay aquí algo del tinte de espectáculo con que a veces se nos aparece la vida pública y política.

De otra parte, la proliferación de medios y de redes ha fragmentado y polarizado la opinión. Como hay demasiados medios, las audiencias, el público, en vez de asistir a los distintos argumentos que circulan y detenerse a evaluarlos, padece eso que se llama sesgo de confirmación: busca y lee aquellos que reafirman lo que ya creía, sus prejuicios o puntos de vista preexistentes. Se tiende así a acceder a los medios no para formarse una opinión, sino en busca de confirmar la que ya se tenía. El fenómeno tiende a inducir un cambio en quienes escriben o hablan en los medios. Tradicionalmente quienes escribían en los medios —algunos de los más famosos fueron Walter Lippman en el mundo estadounidense o Raymond Aron, en Francia— hacían esfuerzos por, junto con dar su opinión, evaluar racional y equilibradamente los diversos aspectos en juego, contribuyendo así a que se ejercitara la deliberación pública. Hablaban a dos audiencias simultáneamente, al gran público lector al que ilustraban y a las élites que tomaban las decisiones. Hoy día, sin embargo, la opinión se ha fragmentado y muchos de quienes participan en los medios se preocupan más bien de hablar, escribir, o defender lo que suponen su público espera que digan, escriban o defiendan. Cuentan para ello con un medidor de audiencias en tiempo real —Twitter u otras redes— que de manera soterrada e inconsciente influye en lo que se escribe. Si antes el partícipe de la opinión pública procuraba ilustrar al público proporcionándole razones, hoy día es el público el que ilustra al periodista o al columnista acerca de lo que debe decir si quiere recibir el aplauso virtual y fugaz. El resultado de todo esto es una moralización tosca y una simplificación partisana de la esfera pública. El fenómeno por supuesto tiene también un valor —conocer la opinión y transmitir los estados de ánimo e intelectuales de las audiencias— pero a condición de someterlo a escrutinio y no simplemente amplificarlo como demasiadas veces ocurre.

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