Sería presuntuoso, desde luego, pretender que el puñado de ideas que en estas páginas se exponen pueda aminorar ese peligro; pero si ayudan al lector a formarse un juicio propio allí donde no había ninguno, a cambiar el que tenía o a confirmarlo reflexivamente, ellas habrán cumplido
su tarea.
Carlos Peña
EL ESPEJO COMÚN
Si hay algo que caracteriza a la sociedad contemporánea, es el sostenido debilitamiento de los espacios comunes. La esfera pública parece hoy desperdigarse en el laberinto de las redes sociales. En medio de ese panorama ¿hay algo en común? ¿Y en qué consiste?
¿Cómo es que tenemos algo en común y podemos conversar, intercambiar ideas, discrepar, comentar el diario? La pregunta parece estar de más; sin embargo, basta un poco de reflexión para darse cuenta de que no admite una respuesta muy sencilla. Y encontrar una respuesta es clave para entender lo que hoy se llama opinión pública, el lugar donde circulan los diarios, las ideas, y donde descansa la democracia.
Basta comenzar describiendo la propia experiencia —la suya o la mía— para tropezar de inmediato con una dificultad.
Cada individuo humano tiene pensamientos que atesora en su conciencia y experimenta su vida de una forma inaccesible para cualquier otro. Es lo que suele llamarse el mundo interior. Se trata de una suma de vivencias, pensamientos, temores que constituyen al individuo que cada uno es y que son opacos para los terceros que se relacionan con él. Como explicaba Ortega en una de sus clases, el dolor físico o el miedo o cualquier sensación semejante, son estrictamente personales y no pueden ser compartidos. Que sean personales no quiere decir que solo le ocurran a usted; quiere decir que la experiencia del dolor o del miedo es intransmisible. Ver la mueca del sufrimiento, su fisonomía, le permiten darse cuenta de que su pareja sufre un dolor físico; pero enterarse, por sus músculos contraídos que él o ella lo padece no es lo mismo que sentirlo.
En la filosofía la pregunta ¿cómo sé que hay otras mentes, que el individuo que veo frente a mí tiene pensamientos, siente dolor, etcétera? es muy frecuente. Se la ha respondido diciendo que lo sabemos por analogía: en la medida que el otro tiene características externas que son como las mías puedo suponer que tiene el tipo de experiencia interior que tengo yo (este argumento se encuentra en John Stuart Mill y en la obra de Edmund Husserl). Sin embargo, una vez que sabemos que hay otras mentes y que ellas no son fruto de una ilusión o un engaño, aparece el segundo problema. Una vez que sé que quien está frente mío siente y piensa del mismo modo que siento y pienso yo ¿cómo puedo saber el contenido de lo que él o ella piensa o la sensación que siente? Tenemos múltiples formas de conjeturar lo que el otro piensa, pero no podemos pensar sus pensamientos o sentir su dolor. El dolor, al igual que otros sentimientos cualesquiera, es estrictamente propio, subjetivo, e incomunicable como tal. Puedo saber que alguien siente dolor por el llanto, el rostro contraído o la mirada ausente, pero no puedo sentir su dolor. Y lo que se dice del dolor puede decirse también de los pensamientos tristes o alegres. Nadie puede acceder a los pensamientos de otro. Cada uno vive, al parecer, encerrado en sí mismo, recluso, sin poder escapar de esa celda que cada uno es para sí.
Pero si lo anterior es cierto ¿cómo entonces llegamos a comunicarnos y a tener un mundo en común? ¿Cómo puede existir una esfera pública, ese sitio donde la política y la prensa se desenvuelven?
La respuesta a ese problema resume casi toda la filosofía del siglo XX y permite comprender buena parte de la condición contemporánea.
A primera vista el asunto es extremadamente sencillo.
Los individuos tienen pensamientos y cuentan con una herramienta, el lenguaje, para transmitirlos a los demás. La descripción del fenómeno parece transparente. Primero pensamos acerca de la realidad y luego, gracias al milagro del lenguaje, damos a conocer a los demás lo que pensamos. Un matemático de fines del siglo XIX, Gotlob Frege advirtió, sin embargo, que el asunto no era tan simple porque ¿cómo podríamos saber que el pensamiento que usted tiene al usar la palabra «silla» es el mismo pensamiento que al oír esa palabra tiene su interlocutor? Alguien dirá que son los ademanes que ejecutamos al decir, por ejemplo, «ahí hay una silla» (señalándola con el índice) lo que permite asociar las palabras con las cosas. Esa es más o menos la forma en que San Agustín describe el lenguaje en Las Confesiones. Pero es obvio que esa explicación no es suficiente: usted podría creer que silla es el nombre del gesto y no del objeto que él señala, o que la palabra silla alude a la forma del mueble y no a su función, etcétera. Como explica Wittgenstein no es posible aprender un lenguaje mostrando el significado de las palabras. Sugirió entonces que los significados no estaban en la cabeza, sino en el lenguaje. Si los significados y los pensamientos fueran una cuestión interna a cada uno, algo psicológico, entonces no habría ninguna posibilidad de un mundo en común. Cada uno viviría encerrado en sí mismo preso de la ilusión de que se comunica con otros.
Pero obviamente no es así, vivimos en un mundo que compartimos. Realizamos acciones comunes, adquirimos compromisos, discutimos, hacemos política, celebramos contratos, escribimos cartas al director, leemos el diario y lo comentamos ¿cómo es eso posible?
Eso ocurre gracias al lenguaje o, más bien, gracias a que el lenguaje no es un invento individual, algo que cada uno elabore para expresar sus pensamientos. Un lenguaje privado es una idea absurda. El lenguaje es algo social que heredamos y cuando nos sumergimos en él accedemos a un mundo compartido con todos quienes lo manejan. El lenguaje, pudiéramos decir, es portador de un mundo al que, al aprenderlo, nos incorporamos.
Existe, en suma, un mundo en común porque compartimos un lenguaje común. El mundo en común es entonces no algo que antecede a la comunicación, sino algo que la comunicación constituye. Los significados estarían allá afuera, en el lenguaje compartido y no dentro de cada uno. Usted adquiere un lenguaje y logra comunicarse, cuando se sumerge en una práctica social, en una forma de vida. Es esta práctica social que lo obligó a salir de sí, lo que le permite manejar las herramientas de la comunicación.
Wittgenstein dijo por eso que el lenguaje era una forma de vida. La frase no es una metáfora, quiere decir que aprender una cierta forma de vida, un cierto modo de interactuar con los demás y tratar con las cosas es, al mismo tiempo, aprender un lenguaje, participar de una comunicación. Y participar de una comunicación sería, al mismo tiempo, participar de un mundo. Si el lenguaje se fractura o se dispersa en múltiples idiolectos, donde cada persona principia a hablar de un modo peculiar, es el mundo en común el que se vuelve más borroso.
Un ámbito ampliado de comunicación sería, pues, lo que permite vivir en común.
Algunos autores han situado en el siglo XVII la aparición de un ámbito donde el mundo compartido que el lenguaje hace posible comenzó a ampliarse y a hacerse cada vez más agudo. Se le suele llamar esfera pública. Se trata de un espacio que en las sociedades modernas se constituyó gracias a la imprenta y a los diarios. Los diarios que entonces principian a circular acreditan la existencia de un acontecer que está más allá de la vida individual y crean, poco a poco, la conciencia que hay cosas comunes, que al margen de la vida que cada uno haya decidido llevar, hay asuntos que conciernen a todos.
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