Carlos Peña - Ideas periódicas

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¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿De qué hablamos cuando hablamos de moral? ¿Es importante la religión en la sociedad actual? ¿Existen razones para proteger al embrión? ¿Es cierto que el estado es enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Tiene límites la no discriminación? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué son fundamentales? Sobre estas y otras inquietudes, que abundan en la discusión pública chilena, reflexiona el reconocido columnista de El Mercurio Carlos Peña, intentando esclarecer algunos de los problemas que aquejan al Chile de hoy. Ensayos escritos en un lenguaje simple, pero no menos profundo, que le ayudarán a comprender dilemas éticos, morales, religiosos, políticos y sociales. Ofreciéndole además la argumentación necesaria para dialogar de manera constructiva y tomar decisiones al respecto. En momentos en que la inmediatez de las redes sociales y la desesperada búsqueda del aplauso fácil parecen orientar el actuar de la mayoría, este libro intenta contribuir a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública. Advertencias agudas sobre temas contingentes -propias de la pluma de su autor- que, sin duda, serán todo un deleite intelectual para los lectores.

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Al final hay un epílogo acerca de lo que podría significar para algunas de las cuestiones que en este libro se discuten, los recientes resultados electorales. Y el desafío que les espera a quienes obtuvieron la confianza de la ciudadanía.

Los textos que componen el libro —a excepción de dos— son inéditos y fueron escritos en los primeros meses del año 2021. Y todos ellos se ocupan, como se acaba de mostrar, de esclarecer algunos de los problemas de la sociedad de hoy. Por supuesto estos ensayos no intentan mostrar cómo solucionarlos, sino que quieren contribuir a esparcir una actitud más reflexiva en torno a ellos.

Uno de los rasgos más notorios del Chile contemporáneo, lo constituye el hecho de que en él abundan los malestares acerca de la vida en común y las preguntas acerca de cómo ella debiera organizarse mejor. Pero las respuestas escasean. Y las fuentes tradicionales de autoridad donde solía buscárselas —la Iglesia, los partidos políticos o incluso la universidad— ya no parecen capaces de proporcionarlas. Todas esas instituciones están sumidas en una cierta agitación, y no siempre intelectual, consecuencia de la cual incluso llegan a dudar de sí mismas. La Iglesia, que durante tanto tiempo formó parte del espacio público llamando la atención acerca de las violaciones a los derechos humanos en la dictadura o más tarde acerca de los desafíos de la modernización, parece haber perdido ese ímpetu. Incluso guardó silencio en vez de mostrar indignación cuando sus templos (esos lugares que permiten al creyente en medio del tráfago cotidiano asomarse a un espacio sagrado) fueron

incendiados por las turbas. Los partidos políticos han disminuido su prestigio en la ciudadanía y se sienten tentados a recuperarlo de la peor forma que se les podía imaginar: amplificando lo que la gente irreflexivamente siente o anhela. Las ideas generales para orientar el esfuerzo colectivo, cuya formulación fue siempre la tarea de los partidos, hoy arriesgan ser sustituidas por las ocurrencias que ganan aplausos. Y en fin, las universidades, esos lugares donde la cultura debe esforzarse por estar a la altura de sí misma para transmitirla a las nuevas generaciones, hoy son empujadas a que sus académicos publiquen papers y artículos sobre no importa qué para así subir en los rankings, en vez de reflexionar acerca del entorno en el que desenvuelve la vida.

Por supuesto no vale la pena exagerar. Lo que hoy le ocurre a la sociedad chilena no es original ni inédito. Como recordó Jorge Millas en uno de sus ensayos, «todas las épocas se han sentido alguna vez acongojadas». Y lo que las diferencia entonces no es el malestar que las aqueja sino la forma en que procuran hacerle frente.

Y ahí sí que actualmente aparece un rasgo inédito.

Hoy día, antes que reflexionar, se acostumbra a tomar posiciones nítidas y firmes frente a todos los problemas y se prefiere condenar apresuradamente a aquellas que no coinciden con las propias, en vez de esforzarse por refutarlas o dejarse persuadir por ellas. Ha contribuido a esa actitud, sin duda, la existencia de las redes sociales. Las cuales tienen muchas virtudes como la instantánea comunicación entre las personas; pero al hacerlo las invitan a expresar tan rápida y brevemente sus opiniones frente a este hecho o aquel otro, que la reflexión o el argumento desaparecen. El resultado es que las personas se ven atrapadas por lo que la psicología llama el «sesgo de confirmación»: buscan rápidamente los puntos de vista que coinciden con los suyos y cancelan o castigan a los que los desmienten o se alejan

de ellos.

La práctica a la que ese empleo de las redes da origen —la aparición de tribus de opinión cuyos integrantes refuerzan recíprocamente sus prejuicios, los que a su vez son amplificados por los medios que ven en ellos una reedición de las antiguas audiencias masivas— amenaza con dañar severamente la esfera pública que es, a todas luces, la base de la democracia. Esta no es simplemente un mecanismo para sumar opiniones o contabilizar intereses, ella descansa sobre un ideal de diálogo en el que las personas, reconociéndose una misma condición, expresan sus puntos de vista y exhiben las razones a favor de él. Esa dimensión de diálogo es la que las redes, por su misma índole, desdibujan. El diálogo requiere ideas, las ideas reflexión, y su defensa o refutación argumental necesita tiempo. Ninguna de esas condiciones se ven favorecidas por el empleo de las redes como un foro donde se suman posiciones y donde las ideas, cuando las hay, se esconden en frases breves o altisonantes que buscan el aplauso inmediato en vez de una adhesión racional.

En los primeros tiempos, cuando recién comenzaron a expandirse, se decía que las redes aumentarían la participación informada de la ciudadanía. Las elecciones se centrarían en «temas» propuestos por los ciudadanos; los votantes podrían hacer el escrutinio de quienes aspiraran al poder; el gobierno sería más transparente; los dictadores o los aspirantes a serlo, perderían el control; y en su conjunto las democracias liberales se verían fortalecidas. Basta ver lo que ocurrió con Donald Trump o lo que está ocurriendo entre nosotros para advertir que esas esperanzas no están cerca de cumplirse. La gente se ha visto más atrapada que nunca en sus prejuicios los que, sin darse cuenta, confirman a diario leyendo su lista preferida de Twitter o las noticias seleccionadas para ella por un algoritmo en Facebook; los votantes en vez de hacer el escrutinio de los candidatos simplemente confirman sus preferencias; los gobiernos si bien son más transparentes son también más sensibles a los cambios de opinión; y la tiranía no se ha alejado sino que, una de las peores, lo que Alexis de Tocqueville llamó el imperio moral de la mayoría amenaza con estar al mando.

Por supuesto un libro no puede corregir una situación como esa; pero puede ayudar a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública.

En uno de los brillantes ensayos que escribió, Michael Oakeshott observa que la vida humana se desenvuelve en dos planos de manera casi simultánea. En uno de ellos la vida se despliega de forma más o menos automática, siguiendo el hábito conductual o la disposición del carácter, que es el resultado de la educación y de la forma en que fuimos sociabilizados en los grupos a los que pertenecemos.

En el otro, en cambio, la vida vuelve reflexivamente sobre sí misma, se palpa y se examina a la luz de un cierto criterio o de un cierto ideal que se propone perseguir. Cuando en un momento y lugar determinados domina la primera dimensión, la vida se desenvuelve de manera más o menos simple, como si se deslizara por un plano liso y levemente inclinado, casi sin tropiezos. La conducta entonces no es una incógnita puesto que posee la naturalidad de la respiración. Cuando, en cambio, domina la segunda dimensión —la que hoy caracteriza a nuestra vida pública— la prosecución de un ideal cualquiera sea, la conducta se vuelve problemática, entra en tensión con sus partes componentes, y se revisa a sí misma para averiguar si está o no a la altura de ese propósito, bueno o malo, que se ha propuesto perseguir. Entonces parece más importante tener una ideología acerca de cómo comportarse, que saber hacerlo.

Quizá en esa aguda observación de Michael Oakeshott —dar más importancia a la ideología acerca de la conducta que saber comportarse— radica la explicación para uno los principales rasgos de nuestra época: la tendencia a moralizarlo todo y al mismo tiempo la imposibilidad de comportarse a la altura; el impulso a clasificar el punto de vista ajeno antes que el esfuerzo por comprenderlo; la tendencia a erizarse frente a quien piensa distinto en vez de disponerse a refutarlo.

Y ese es el peligro que afrontan las sociedades que, como la chilena hoy, se ha propuesto modificarse a sí misma.

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