Leonardo Palacios Sánchez - Envejecer en el siglo XXI

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Envejecer en el siglo XXI: краткое содержание, описание и аннотация

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"Las últimas décadas han evidenciado no solamente un creciente interés acerca de todo lo concerniente a la vejez y a los viejos, sino acerca de las diversas perspectivas desde las cuales se ha abordado el envejecimiento, tan diversas como las múltiples facetas que componen este proceso. De ahí que este libro, Envejecer en el siglo xxi, se haya pensado para estimular el «aprender a aprender» sobre estos temas, más allá de las aulas universitarias; para ofrecer soluciones a las problemáticas sociales, y para que los profesionales de la salud se comuniquen de manera efectiva en los diferentes escenarios del desempeño profesional. También se concibió para consolidar la adquisición de saberes a través de un hilo conductor de contextos sociales y humanísticos desde los cuales se enlazan los problemas clínicos. Además, mediante una integración horizontal, plantea al lector una forma dinámica en la manera de concebir la vejez y de contemplar, al mismo tiempo, el nacimiento de ciencias como la biología, la estadística o la antropología, para determinar al final una mirada integral al surgimiento de la gerontología con sus componentes multidisciplinarios."

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Adaptado del himno homérico a Afrodita: 218-23. (González, 2005a, p. 175)

No todos los individuos después de cumplir sesenta años estarán inevitablemente enfermos, ni todos los ancianos hospitalizados serán pacientes geriátricos. Tampoco existen enfermedades propias de la vejez; si bien es conocida una mayor predisposición a padecer trastornos degenerativos e inflamatorios crónicos, su expresión es absolutamente individual y depende del estado de salud mantenido a lo largo de la vida. Y, para precisar desde ahora, no existen parámetros biológicos o psicológicos para establecer las categorías de tercera o cuarta edades.

En términos prácticos, en función de su estado de salud y del grado de dependencia, cerca de la mitad de todas las personas mayores goza de buena salud, una cuarta parte de ellas puede cursar con una enfermedad y la cuarta restante comparte características de fragilidad o de paciente geriátrico, una denominación que incluye a los pacientes mayores que presenten, al menos, tres de los cinco criterios siguientes: 1) mayor de 75 años, 2) pluripatología relevante, 3) condición de discapacidad, 4) cierto deterioro cognitivo y 5) alguna limitación social (Arbonés et al., 2003, citados en Herrero Pérez, 2015).

Esta visión sucinta, sin intenciones de trivializar una realidad insoslayable, cumple con el objetivo de brindar herramientas básicas a los médicos generales y a los estudiantes de medicina y de las ciencias de la salud para hacer frente a las demandas de una población cada vez más creciente, cuyas manifestaciones de enfermedad, frecuentemente, se atribuyen a la vejez, ya por desconocimiento, indiferencia o prejuicio. O, en el extremo opuesto, por la obsesión que descifra en cada signo del envejecimiento una enfermedad infaliblemente tratable con los consecuentes efectos adversos y complicaciones.

Desde tiempos inmemoriales, la vejez y todo lo que le concierne ocuparon la atención de los seres humanos, a partir de percepciones tan disímiles como la humanidad misma. Para unos, la ancianidad es un don, y su disfrute, una ventura gozosa; para otros se trata de la antesala de la muerte con el sufrimiento y la degradación que ello implica. En opinión de Simone de Beauvoir, el aspecto biológico de esa relación siempre ha prevalecido al contradecir el ideal viril o femenino adoptado por los jóvenes y los adultos; frente a la vejez, “la actitud espontánea ha sido negarla en la medida en que se define por la impotencia, la fealdad y la enfermedad” (1970, p. 50).

Precisamente, en la búsqueda de perspectivas serias y realizables para afrontar de manera objetiva los aspectos que caracterizan el envejecimiento, a fines del siglo xix emergieron las primeras nociones de la ciencia encargada de tratar la vejez y los fenómenos que la caracterizan. Tal como define la Real Academia Española (2001) a la gerontología, una disciplina que aborda desde una óptica científica y humanística el estudio del proceso de envejecer, tanto en el ámbito poblacional como, y sobre todo, individual.

Etimológicamente, la palabra gerontología procede del término griego geron, gerontos/es, “los más viejos” o “los más notables del pueblo helénico” que, unido a la expresión logos, logia o “tratado” significa grupo de conocedores. Por su parte, la palabra vejez (derivada de viejo) procede el latín veclus, vetulusm, que a su vez define a la persona de mucha edad.

De las abuelas ancestrales a las visiones teogónicas

Recientemente, tanto la antropología como la etnología aportaron desde sus ópticas varias hipótesis que refutaron la noción tradicional de los cazadores-recolectores como uno de los fundamentos de la evolución humana al presentar la teoría del rol de las abuelas ancestrales, una figura que, según sus autores, delineó el perfil de los individuos en la estructuración de la sociedad primigenia: las mujeres jóvenes, particularmente, se encargaron de proporcionar los medios de subsistencia del clan y sus madres mantuvieron la cohesión del núcleo familiar, contrario a la costumbre masculina de entregar las piezas de caza a otros individuos ajenos a su parentela. Las repercusiones de este patrón se evidenciaron, entre muchas otras, en la prolongación de la vida posmenopáusica, un hito diferenciador con los demás primates.

Es bien conocido que el sistema reproductivo humano envejece más rápidamente que el resto del cuerpo, hasta el punto de afirmarse que a los 45 años el femenino, en particular, exhibe cambios que lo asimilan a la edad de 80 años. En 2003, la antropóloga estadounidense Kristen Hawkes notificó que el modelo social de las abuelas ancestrales evolucionó con el intercambio de alimentos entre la abuela y el nieto, una práctica que permitió que las hembras envejecidas incrementaran la fertilidad de sus hijas, lo cual garantizaba la selección contra la senescencia (pp. 380-400). En publicaciones ulteriores, basadas en modelos de simulación matemáticos, la autora concluyó, sin rodeos, que los cuidados de las abuelas a sus nietos aumentaron en 49 años la esperanza de vida en un breve periodo evolutivo (p. 1907).

En general, los logros de la especie humana en los últimos 60.000 años, a través de este modelo social, fueron: mujeres posmenopáusicas más vigorosas y con mayor sobrevida para permitir la fertilidad de sus hijas, acortamiento de los tiempos de embarazo y entre cada parto, madurez más tardía, mayor expectativa de vida, así como disminución de las tasas de fecundidad y de las tasas de mortalidad. De esta manera, la figura protagónica de la mujer vieja emergía desde la bruma la prehistoria.

Algunos milenios después, en desarrollo de la civilización sumeria, los relatos cosmogónicos incluyeron numerosas alusiones a los ancianos y a la búsqueda de la inmortalidad, tal como aconteció con la primera epopeya de la humanidad, en la cual el rey Gilgamesh descendió hasta el inframundo para reclamar al sabio Ut-Napishtim la planta que le cambiaría su condición de mortal. Una vez la obtuvo, una serpiente la robó y frente a sus ojos mudó su piel y volvió a ser joven. El final de ese mito muestra al afligido Gilgamesh al comprender que la juventud, como la inmortalidad, se le había escapado. ¡Estaba destinado a envejecer y a morir!:

Y Gilgamesh habló así al batelero: “Urshanabi, esa es una planta famosa; gracias a ella el hombre renueva su aliento de vida. La llevaré a Uruk, haré que coman de ella. La compartiré con los demás. Su nombre será: ‘el viejo se vuelve joven’. ¡Comeré de la planta y volveré a los tiempos de mi juventud!”. (Minois, 1987, p. 31)

Entre los egipcios, los términos viejo y envejecer se representaron en la escritura jeroglífica mediante una silueta encorvada que se apoyaba en un bastón, un ideograma que apareció por primera vez en el año 2700 a. C. A su vez, la crónica más antigua sobre el envejecimiento revela la queja en primera persona, de Ptah-Hotep, visir del faraón Tzezi hacia el año 2450 a. C., a decir del historiador francés Georges Minois, un grito de angustia “que conmueve por su antigüedad y por su actualidad a la vez […] Una alusión al drama de la decrepitud desde el Egipto faraónico hasta la edad atómica”:

¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina; su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos sus huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace mucho con placer, solo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. Ser viejo es la peor de las desgracias que pueda afligir a un hombre. (Minois, 1987, p. 31)

No obstante esa desesperanza, los remedios de la época ofrecían, como ahora lo hacen, “una eficacia garantizada contra los males de la vejez”. En el papiro de Ebers, datado del año 1500 a . C. se incluyó una prescripción para rejuvenecer el rostro de un anciano: polvo de calcita, polvo de natrón rojo, sal del norte y miel, mezclados en un compuesto y untado: “Recubra la piel con esto […] Cuando la carne se haya impregnado de ella, le embellecerá la piel, hará desaparecer las manchas y todas las irregularidades” (Pollak, 1970, p. 71; Minois, 1987, p. 31):

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