Obtuvo el silencio por respuesta.
PRIMERA PARTE:
BERENICE
Capítulo 1:
La mujer que llegó del mar
Una bandada de gansos sobrevoló Menfis cuando Berenice llegó ante la puerta del palacio acompañada de sus tres hijos y una espada macedonia en la mano. Los gansos se posaron sobre la tierra húmeda del jardín del Palacio, picotearon algo entre las flores tropicales y luego alzaron el vuelo sobre las palmeras datileras. Menfis no era su destino, sin embargo, para Berenice Egipto era el final del trayecto.
Los soldados de la guardia se resistieron a detenerla, es más, abrieron las dos puertas de madera y bronce de par en par, como si se hubiese presentado la misma diosa Atenea. Tras las puertas se hallaba un gran patio de ceremonias y al fondo el palacio al que se accedía por una escalera. Una ráfaga de viento hizo flotar el aroma de los jazmines traídos de la India y envolvió su cuerpo como un bálsamo.
Aunque ella hubiese asegurado que estaba allí con la misión de matar a Ptolomeo, los guardianes ni se habrían enterado, estaban tan subyugados por su extraña presencia que le hubiesen franqueado el paso igualmente.
Un ganso rezagado graznó sobre el palacio, siempre hay un ave perdida y desorientada. Berenice alzó la vista y lo vio volar hacia el sur; aunque los gansos habían sido sus compañeros de viaje, era la primera vez que veía a uno de ellos desde tan cerca, por lo general, sobrevolaban el mar a gran altura y raras veces tocaban tierra.
La mujer pronunció varias palabras en griego con voz suave de acento macedonio. Una pluma flotó en el aire y se posó sobre la losa de granito, pero ella la ignoró apartándola con la punta del pie. Se dirigió al hombre que juzgó de mayor categoría, y no erró, se trataba del general Nicanor que se encontraba a la sombra al pie de las escaleras de la puerta del palacio. El general aguardaba al gobernador de Egipto y a su hermano Menelao, que habían salido a cazar montados en un carro. Debía hablarles de cómo marchaba la guerra entre los diádocos, Eumenes el antiguo cuñado de Ptolomeo se encontraba sitiado.
Nicanor vio a Berenice y olvidó al momento el asunto del que quería hablarle a Ptolomeo, ahora todo carecía de importancia en comparación con aquella mujer.
Berenice se aproximó a él y lo vio abandonar la fresca sombra. El general vestía aquel día una túnica bordada, que sólo usaba para visitar palacio, le daba aspecto pomposo y respetable. Ella, sin saber que estaba hablando con el amante de su madre, le dijo con voz suave, la voz que reservaba para ocasiones especiales, que era la prima de Eurídice y deseaba ver a su madre Antígona. Él se quedó sin habla, tragó saliva, se llevó las manos al cinturón de cuero, y mirando al cielo como si esperase una señal, silbó, lo que a ojos de ella le hizo parecer vulgar. Luego, disimulando una media sonrisa y tras meditar sus palabras le respondió:
— No puedes ser tú, Berenice vive en Pella bajo la protección de Casandro. Guarda luto por su esposo.
Sin embargo, sabía que era ella, aquella muchacha compartía con Antígona el mismo rostro. Todo coincidía, se fijó en los niños que la acompañaban, sí, eran los hijos de Berenice. Él sabía por Antígona de su existencia.
Aun así, Nicanor le preguntó:
—¿Y tu escolta?
Ella negó con la cabeza. Parecía que había atravesado el océano sin ningún hombre que la protegiese y con aquellos tres niños a su cargo. Casi un mes de viaje.
—El espíritu del dios Alejandro ha guiado mis pasos y ésta ha sido mi escolta —respondió Berenice, mostrándole el arma con las dos manos—. La espada de mi esposo muerto.
—¿Y has venido desde tan lejos para ver la tumba de Alejandro, o para hacer compañía a tu madre? Es un camino muy largo y la espada de tu esposo muerto es pesada —le dijo Nicanor. Se fijó en una pluma que se había enredado en su cabello, la tomó, jugó con ella y luego sonrió a Berenice con cierta complicidad, y añadió con tono paternal: — las mujeres con tus manos son incapaces de aguantar más peso que el de una pluma, y sólo un soldado entrenado podría empuñar esa arma —Nicanor no era tonto y sospechaba que el motivo de la llegada de Berenice era otro y que sin duda alguien la había ayudado. En otra época y en otro lugar le hubiese sonsacado la verdad, pero se limitó a decirle: —. Avisaré a tu madre. Espera en lo alto de las escaleras, deja que prepare a Antígona.
Nicanor se volvió. Los guardas permanecían expectantes, necesitaban una orden, les inquietaba no saber qué hacer con aquella mujer, en principio inofensiva, pero que portaba una espada macedonia como si en ello le fuese la vida.
—Nada debéis temer de esta mujer —les dijo Nicanor a los guardias—. Dejadla pasar.
Los dos hijos varones de Berenice, incapaces de permanecer quietos, comenzaron a corretear por el patio de armas; las losas de granito, tantas veces pulidas por el uso, los hacía resbalar. Los soldados les observaban con la misma curiosidad que a la madre.
Su algarabía alertó a los otros hijos de Ptolomeo que salieron por la escalera de entrada para ver a los intrusos. Pronto organizaron un juego que consistía en tirar piedras a una de las almenas, quien hiciese blanco en un disco de bronce era el ganador.
Tras los hijos de Ptolomeo apareció Nimlot, se había dejado crecer el pelo descuidadamente y tenía cierto aire de león flaco. Su intención era regañarles, aquel no era un disco cualquiera, se trataba de una representación del dios solar Ra y al amanecer del solsticio de verano debía producir un reflejo que atravesase la puerta del palacio. Si los niños dañaban el bronce y lo movían, aunque fuese sólo un grado sobre su eje, el dios no bendeciría al faraón.
El sacerdote se lo explicó muy serio, los niños se rieron y se burlaron de su griego pronunciado con acento egipcio. Cuando estaban solos jugaban a imitarlo, a él no le importaba, sabía que no había malicia en su pantomima. Pero cuando Nimlot les dijo que caería sobre ellos una maldición, los hijos de Ptolomeo se asustaron y buscaron otro objetivo para sus pedradas.
Una vez que el disco de Ra estuvo a salvo, Nimlot se giró en redondo y subió las escaleras hacia la puerta principal ensimismado en sus asuntos hasta que Nicanor lo agarró por un brazo. El macedonio le hizo un gesto con la barbilla para que observase a Berenice, como si entre hombres no fuese necesario usar palabras para hacerse entender.
Mientras el sacerdote observaba a la recién llegada, Nicanor a su lado ordenó:
—Abrid las dos puertas. Ptolomeo está a punto de llegar —lo hizo levantando sus brazos, con todos los aspavientos que usan los griegos y que a los egipcios les parecen una exageración.
Con una puerta hubiese bastado para que cupiese la biga de Ptolomeo, pero algo le decía a Nicanor que Ptolomeo necesitaba una gran entrada ese día, algo ruidoso, una gratuita demostración de poder. Es lo que a él le hubiese gustado si fuese el gobernador de Egipto y hubiese una mujer como Berenice en la puerta del palacio.
—¿Acaso crees que Ptolomeo no tiene suficientes amantes? —le dijo Nimlot al oído—. Si Antígona se entera de que una mujer como esa se halla en lo alto de la escalera del patio de armas, vestida con un traje de Afrodita y esperando a Ptolomeo, la echará a patadas.
—Me temo que esta vez Antígona no puede echarla a patadas —respondió el general divertido y rio de forma ostentosa—. ¿No sabes quién es esa muchacha verdad? Vigílala mientras yo aviso a Antígona.
Berenice sospechó que estaban hablando de ella, pero se mantuvo firme, se propuso parecer fría y digna, se peinó el cabello con las yemas de los dedos, compuso el vestido y con la palma de la mano retiró el sudor de su cuello. No era momento de acobardarse e implorar.
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