Itzcóatl tenía toda la razón en el sentido de que su sucesor necesitaría contar con paz y estabilidad en su círculo íntimo; aunque no podía haber previsto exactamente dónde surgirían los problemas más graves, sabía que, en esta vida, nada nunca permanece igual y que, por lo tanto, ningún tlatoani estaba realmente seguro. Fue una suerte que él y sus parientes resolvieran sus diferencias de manera tan eficaz, porque cimentaron ese poder en su manejo estratégico de la tendencia a formar facciones inducida por la poliginia. Quizá fue su mayor golpe de brillantez, lo que más los distingue en lo que a la política se refiere.
El joven Moctezuma Ilhuicamina estaba destinado a gobernar durante 29 años y, a lo largo de ese tiempo, expandió espectacularmente el territorio mexica y solidificó el control sobre los altepeme rebeldes conquistados en años anteriores; no obstante, sus éxitos no fueron fáciles: relativamente pronto durante su gobierno, una gran sequía afligió a su pueblo, la langosta asoló su territorio en la década de 1450 y, en 1454, la cosecha de maíz no rindió lo suficiente ni lo haría durante los cuatro años siguientes. Los sacerdotes suplicaban a los dioses que se apiadaran de la gente impotente que sufría —la gente común y los niños pequeños— y entonaban sus oraciones a Tláloc en voz alta:
Aquí está la gente común, los macehualtin, los que son la cola y las alas [de la sociedad]. Están pereciendo. Sus párpados se hinchan; su boca se seca; se vuelven huesudos, encorvados, demacrados. Delgados son los labios de los comunes y blanquecina su garganta. Con ojos pálidos viven los bebés, los niños [de todas las edades]: los que se tambalean, los que se arrastran, los que pasan el tiempo volcando tierra y macetas, los que viven sentados en el suelo, los que yacen en los tablados, los que llenan las cunas. Toda la gente enfrenta tormento, aflicción; son testigos de lo que hace sufrir a los seres humanos. 61
En el campo, los adolescentes salían de casa en busca de comida, con la esperanza de al menos evitarles a sus padres la necesidad de alimentarlos, y frecuentemente morían, solos, en algún cerro o en algún bosque, y la gente encontraba más tarde sus cuerpos, medio devorados por los coyotes o los buitres. 62En la ciudad, el pago de los tributos ya no llegaba regularmente y los habitantes no tenían con qué alimentarse. Los tiempos eran tan malos que algunas familias podían vender un hijo a los comerciantes que viajaban al oriente, al país de los totonacas o los mayas, allí donde la sequía no era tan grave y la gente estaba interesada en comprar niños a bajo precio: como esclavos, se decían sus padres, sus hijos no morirían de hambre, pero los mexicas se juraron que nunca más se permitirían volver a ser tan vulnerables.
Tan pronto como pudo, Moctezuma montó otra campaña militar, esta vez contra un antiguo aliado que antes había sido subyugado por los mexicas, pero que se había mostrado descontento durante la sequía. El lugar se llamaba Chalco —un poderoso altépetl nahua dentro del valle central, justo al suroriente del lago—, cuyo nombre significa, precisamente, “a orillas de las aguas de jade”. 63Ya antes hubo algunas escaramuzas, pero la guerra comenzó muy en serio en 1455: duró diez años, pero, al final, el altépetl de Chalco ya había dejado de existir; la mayoría de los chalcas todavía vivían, pero su linaje real había sido expulsado. En lo sucesivo, anunció Moctezuma, el pueblo chalca ya no se gobernaría a sí mismo, sino que sería gobernado de acuerdo con los decretos de su nuevo huey tlatoani: los dioses le habían dado ese poder. Su hermano Tlacaélel, el Cihuacóatl, tomó como esposa principal a una hija del linaje real chalca y posteriormente tomó las riendas del poder y nombró caciques a los hombres que los mexicas eligieron: “Y, durante [los siguientes] 21 años —dijo un escritor de anales—, hubo un gobierno de extranjeros”. 64
En los patios de Tenochtitlan, los poetas y los narradores de historias volvieron a contar el relato de la grandeza de su altépetl: bajo un cielo iluminado por las estrellas, tomaban en las manos sus libros pintados, los libros nuevos que exhibían, pintados desde la época de la conflagración de Itzcóatl. Las historias revisadas hacían parecer que se esperaba que Itzcóatl ascendería al poder en lugar de los hijos de Huitzilíhuitl y que Tenochtitlan, no Azcapotzalco, estaba destinada a gobernar el mundo conocido. Los bardos señalaban las imágenes simbólicas de los templos en llamas que representaban las conquistas que los mexicas habían logrado. Luego comenzaban a hablar: pasaban de una a otra según las perspectivas de los diversos componentes del altépetl, contando su historia como un todo, tejiendo los hilos en uno solo, para usar su metáfora de la lanzadera del telar. Sus animadas voces se proyectaban en la noche.
Los mexicas habían recorrido un largo camino —recordaban los oradores a su auditorio— desde los últimos días de Chimalxóchitl, más que trágicos. Habían sido errantes cazados —literalmente, en ciertos momentos, después de la guerra con Colhuacan—, pero, bajo Huitzilíhuitl, Chimalpopoca, Itzcóatl y Moctezuma Ilhuicamina, habían desarrollado estrategias y combatido y disputado por una posición con tanto éxito que los pueblos de los alrededores, que antes abusaron de ellos, ahora les temían, y el hambre ya solamente los acechaba de manera intermitente. En ocasiones, era cierto, se sentía como si todavía estuvieran apenas aguantando, que todavía había una amenaza a cada paso.
Con todo, no era así la mayor parte del tiempo: la mayoría de las veces se sentían muy exitosos; sus historias estaban cargadas de un sentido de sí mismos como unos desvalidos que habían llegado a ser los mejores. Nadie les había dado nunca nada. Habían sido realistas y estrategas, y estaban decididos a seguir siéndolo; sabían que, cada año, habría sucesos nuevos para añadirlos a su historia. Todos los pueblos nahuas estaban orgullosos de la duradera vida de su altépetl, su “cerro-agua”, la comunidad que sobrevivía a todos los individuos; sin embargo, al igual que Chimalxóchitl, los mexicas añadían una arrogancia adicional a su orgullo: no consideraban que simplemente se encontraban en equilibrio entre los días que se habían ido y los días por venir, sino que miraban hacia el futuro.
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