Los dioses les pidieron a los seres humanos que apreciaran lo que se les había dado y que hicieran sacrificios, principalmente sangrándose a sí mismos, pero, en ocasiones, incluso haciéndoles el último presente: la vida humana. Si los seres humanos se negaran a hacerlo, su frágil mundo podría llegar a su fin. Otros mundos anteriores habían terminado en desastre: los nahuas nunca olvidaban que vivían bajo el quinto sol, el de Nanahuatzin. En días más remotos, probablemente les ofrecieron uno de sus propios hijos, lo cual parece haber sucedido en todo el mundo en las primeras eras, antes de que existiera la escritura para documentar la práctica de manera permanente: en la Biblia hebrea, por ejemplo, Hiel, el betlemita, comienza a reconstruir la ciudad de Jericó enterrando a su primogénito bajo la puerta; asimismo, en la tradición inglesa, cuando Godofredo de Monmouth se refiere a Merlín, dice que éste tuvo que convencer al rey Vortigern de que no lo sacrificara para sostener la torre que este último estaba construyendo. 51La noción de un joven que muere por su pueblo no es, de ninguna manera, exclusiva de los nahuas.
Lo que hubiere sido, a medida que los mexicas prosperaban no sacrificaban a sus propios jóvenes, sino a un número cada vez mayor de prisioneros de guerra. En ocasiones, tanto ellos como todos los otros grupos nahuas habían sacrificado a sus enemigos: la muerte de Chimalxóchitl, Flor de Escudo, en la hoguera en 1299 era prueba de ello; sin embargo, los mexicas eran casi siempre los vencedores; ya no eran ellos los sacrificados ocasionalmente y el número de sus víctimas aumentó de forma gradual: la política y los resultados de las guerras influían en los números de los que morían en algún año dado; hacían los sacrificios pese a que solían orar con devoción, pese a que escribían poemas desgarradores y hermosos, y adornaban sus paredes con imágenes de conchas que parecían tan reales que uno podría imaginarse en un mar eterno, todo lo cual trascendía las luchas de la vida terrenal. 52¿Sabían que el mundo no se resquebrajaría como el jade si no sacrificaban seres humanos vivos? ¿Reían cínicamente ante el terror que inspiraban y el poder político que ejercían como resultado? Tal vez hubo algunos estrategas brillantes y algunas personas experimentadas y con una visión de futuro que lo hicieron, quizá como Itzcóatl. No habrían sido los únicos entre otros gobernantes del mundo; sabemos que hubo algunos griegos y romanos, por ejemplo, que pusieron en tela de juicio la existencia misma de los dioses, pero no dejaron que eso debilitara su visión del mundo. 53Sin duda, hubo muchos mexicas que, simplemente, nunca reflexionaron sobre eso, como la gente que, en tantas ocasiones y lugares, decide no ver el dolor que inflige a otras personas cuando le es más conveniente no hacerlo. ¿Podemos culparlos? ¿Deberíamos culparlos?
O quizá sí pensaron en ello, como debe de haberlo hecho el propio Itzcóatl, y decidieron que, independientemente de sus puntos de vista filosóficos, no había otra opción. Después de todo, no vivían en un Estado moderno y liberal, donde la mayoría tiene garantizadas ciertas protecciones; simplemente, no podían permitirse demasiada generosidad, porque el mundo real en el que habitaban era tan peligroso como el cosmos que imaginaban. Los mexicas habían estado del otro lado durante más años que los que querían recordar: durante generaciones, habían sido sus propios guerreros y doncellas quienes habían enfrentado el fuego y el cuchillo de pedernal; incluso en la nueva era, si comenzaran a perder sus guerras en algún momento, sería su turno otra vez. Ellos lo sabían: por eso enviaban a sus hijos a practicar las artes de la guerra y por eso aprendieron a construir macanas con navajas de obsidiana incrustadas en ellas. Entre las palabras de amor dedicadas a sus “palomitas”, las madres les enseñaban a sus hijos que el mundo era un lugar lleno de peligros:
Acá en este mundo vamos por un camino muy angosto y muy alto y muy peligroso, que es como una loma muy alta, y que por lo alto della va un camino muy angosto, y a la una mano y a la otra está gran profundidad, hondura sin suelo. Y si te desviares del camino hacia la una mano o hacia la otra, cayeras en cual profundo. Por tanto, conviene con mucho tiento seguir el camino. 54
La imagen de las madres que enseñan a sus hijos a vivir con esas realidades es convincente: todo lo que sabemos sobre los mexicas nos dice que las madres valoraban mucho a sus hijos, más que cualquier otra cosa en la vida: les decían que eran preciosos, como gemas pulidas o plumas iridiscentes, tesoros dignos de un huey tlatoani. Les advertían de los peligros y les rogaban que fuesen responsables, que cuidaran de sí y de su pueblo para que el altépetl existiera siempre; 55los hijos escuchaban atentamente las palabras de su madre. Ese mundo estaba lejos de ser uno en el que la figura materna fuese menospreciada o en el que las mujeres aparecieran como objetos sexuales que uno pudiese intercambiar. En primer lugar, por lo general, únicamente los hombres de familia noble, los de la clase pilli, los pipiltin, tenían derecho a tomar numerosas esposas y llevar a su casa a las mujeres que habían hecho cautivas en el campo de batalla, porque era necesario ser rico para darse el lujo de hacerlo; sin embargo, incluso en esa situación, para todo niño era importante en un altísimo grado saber de qué madre era hijo. Ahora bien, se debe admitir que, desde el punto de vista de un hombre de la élite, las mujeres pueden haber sido intercambiables en cierta medida, pero ésa no fue la experiencia de la mayoría de las mujeres. La mayoría de la gente era de la clase macehualli, los macehualtin, y, en familia, el esposo vivía con la esposa cuya tilma había sido atada a la suya en una ceremonia formal. En ocasiones, en una casa convivían varias generaciones o varios hermanos, pero, incluso en esas casas, cada mujer tenía su propio hogar en su propia habitación de adobe que daba al patio común. La mujer criaba a sus propios hijos y les enseñaba a ayudarla en las labores que todo el mundo consideraba como esenciales. En un mundo sin guarderías, restaurantes, aspiradoras o tiendas, ¿quién se habría atrevido a pensar que el cuidado de los hijos, la preparación de los alimentos, la limpieza y la confección de la ropa no eran actividades esenciales? Nadie, según parece, porque las fuentes indígenas no dan constancia de que se faltase al respeto a las mujeres, ni siquiera de que hubiera una velada misoginia. Los deberes de las mujeres eran complementarios de los de los hombres y todos entendían que así debía ser; la casa, el calli de cuatro paredes, era un símbolo del universo mismo. 56
Por ello, debemos tomar en serio todo lo que decían las mujeres, porque su propio pueblo lo hizo: ellas consolaban a sus hijos, pero, al mismo tiempo, les advertían en términos claros que debían aprender a ser despiadados para mantener el orden, para cumplir con su deber, para quitar la vida o dar la vida en las guerras eternas, si fuera necesario; debían estar dispuestos a ser como el valiente pero modesto Nanahuatzin, que había saltado al fuego para hacer vivir el quinto sol para su pueblo. Es muy probable que esas madres se hubieran sentido confundidas si alguien hubiera tratado de hablarles sobre “el bien y el mal”; habrían dicho que todas las personas tenían la capacidad de hacer el bien o de hacer daño, que no era posible dividir a las personas en dos campos sobre esa base: para hacer el bien, una persona tenía que dejar a un lado el egoísmo y hacer lo que se consideraba mejor para mantener vivo a su pueblo, y para que tuviera éxito en el largo plazo. Se esperaba que todos pensaran en el futuro; aunque no siempre era fácil: con frecuencia, el destino de uno consistía en hacer lo que uno no quería hacer. De alguna manera, la apuesta por la vida o la muerte en el juego a ser “el mejor de todos” hacía que fuese más agotador que gratificante.
Читать дальше