Luis Eduardo Uribe Lopera - Conspiración África

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Una trama por el poder sobre África, y el mundo, frente al origen de una mujer huérfana, audaz, intrépida y valiente, Támara, que se cruza en el camino de los conspiradores, y que inicia una saga familiar auténtica, desafiante, y muy perspicaz, en contra de las redes que se tejen en Londres de los siglos XVIII y XIX.
Tamara y David, dos luchadores incansables, soñadores, encuentran en el amor y el destino sus mejores y sus más dolorosos recuerdos.

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La información que obtuve indicaba que el 2 de mayo de 1830 los Gordon habían hecho un envío de «mercancía» en calidad de devolución. Parte de esa «mercancía» resultó ser una mujer negra de veinte años, de nombre Clemencia. Iba remitida a la familia inglesa de apellido Moore, que aparentemente estaba al servicio de los Gordon. En principio sentí que era una pista bastante confiable y quería hurgarla, pero yo no conocía nada de África. Pensaba en esas lejanas tierras con la perenne mentalidad europea, llena de desprecio. Para mí, ese continente negral era una masa amorfa repleta de riquezas europeas, habitada por salvajes que se mataban, esclavizaban y vendían unos a otros. Un prejuicio europeo que se replicaba al pensar en América y Asia. Sospecho que la gente de esas tierras siempre será vista así por los europeos. Con dolor comprobé que, en parte, dicha imagen prejuiciosa sobre los nativos de África y la tierra ancestral de mamá era cierta. La esclavitud la iniciaron algunas tribus y clanes dominantes del continente; primero usaron los esclavos para su beneficio, y luego se aliaron con mercaderes extranjeros para venderlos por el mundo. Claro que nada de esto se compara con lo hecho por los europeos; sospecho que han sido la peor plaga esparcida por el orbe, y ahora se han aliado con estadounidenses, quienes quizá lleguen a ser peores algún día. Debí estudiar en detalle la geografía y la historia africanas para distinguir cada zona del continente. Era difícil, casi imposible, conocer a distancia la realidad de tan vasta y enigmática tierra. Los escasos libros existentes en Londres que trataban sobre África presentaban una realidad distorsionada, acomodada al amaño y conveniencia del imperio, a su particular caleidoscopio colonial. Aun así, con información insuficiente y poco fiable, viajé en busca de mi madre. En tierras africanas me encontré con mi destino y, por supuesto, con la verdad de lo que sucedía allí.

Antes de que los europeos, y en particular el Imperio Británico, perdieran el dominio directo sobre el norte de América, África era utilizada como puente para navegar a Oriente. Portugueses, holandeses y belgas, dominaban los principales puertos del continente. Holanda se había apoderado del sur desde 1652; durante más de medio siglo penetraron y exploraron estas tierras. Por aquel entonces los portugueses ya habían perdido su preponderancia en el sur. Europa entera se aprovechaba del comercio de esclavos, oro y otras mercaderías, pero nadie se interesaba en gobernar tierras inhóspitas, habitadas por nativos hostiles que se mataban unos a otros. Se trataba de vastas zonas sin dominio claro, con tribus aquí y allá, procurando esclavizar y doblegar a sus vecinos. En el norte, los musulmanes se extendieron hasta alcanzar un sólido poder, y fueron los primeros que se atrevieron a desafiar tierras y pueblos tan salvajes. Luego, con las interminables guerras europeas en pleno furor, hacia finales del siglo XVIII, y las colonias americanas alzadas en armas, Francia, Alemania, Bélgica y Portugal entraron en escena al sospechar la peligrosidad del plan británico de volcar sus intereses hacia África. Por ello cada potencia agarró su pedazo en el centro y oriente africanos. Los germanos fueron menos beneficiados en el reparto del botín. Este fue el principio de reproches y desequilibrios que arrastraron el mundo hacia la gran guerra de 1914. Los Estados Unidos de Norteamérica no querían quedarse atrás y también clavaron sus pezuñas codiciosas en el norte, sin mucho éxito, por cierto.

Recuerdo que desembarqué en Ciudad del Cabo en junio de 1853. Gran Bretaña se había apoderado de las tierras holandesas del sur desde 1806. Constituían parte del botín de guerra por aquel entonces. Los Países Bajos habían claudicado frente a Napoleón; entonces, el Imperio Británico aprovechó a su favor la coyuntura política y no encontró resistencia holandesa. Nada de esto fue al azar. Todo hacía parte de un elaborado plan. Llegué con el propósito exclusivo de conocer el destino sufrido por mi madre, pero el camino me deparaba atajos impensados, rutas que nunca tracé. En Ciudad del Cabo me esperaba Eduard, hermano de una amiga leal que conocí en la facultad de Derecho. Pertenecían a una familia acomodada que amasó una pequeña fortuna como intermediarios en el comercio con Oriente. Eduard se hizo cargo del negocio después de que su padre murió en un extraño accidente en Londres. Diez años mayor que yo, Eduard estaba felizmente casado y tenía tres hijos varones. El mayor, de trece años, vivía en casa de su abuela en Londres. Su papá lo envió allá para que terminara la escuela y luego estudiara Leyes. Los otros dos muchachos permanecían con él y estudiaban en una exclusiva escuela para británicos en Ciudad del Cabo. Eduard era apuesto y fornido. Rubio como su padre y de profundos ojos azules. Era un hombre íntegro y de familia. A su esposa, Margaret, la conocí en Inglaterra cuando llegó a pasar una temporada de vacaciones con sus hijos en casa de su cuñada. Se veía bastante joven y bella a pesar de tener tres vástagos. Su cabello cobrizo y largo resaltaba su porte esbelto, de exótica elegancia. Era bastante amable. Me trataba con afabilidad y respeto.

La ciudad no era como la imaginé. Los holandeses se tomaron su trabajo con esmero para sentirse como en casa en aquella lejana tierra. Las fachadas de las viviendas trampeaban la mente y uno terminaba por creer que estaba de vacaciones en alguna villa europea. Mujeres elegantes, vestidas con relucientes trajes largos, ostentaban coloridas sombrillas, y se dejaban mirar en las calles por caballeros y oficiales que parecían darse el lujo de escoger mujer. Esa primera impresión llenó mis ojos y mi mente y me hizo dudar. No era posible que estuviera en África, pensé. Pero tras ese engañoso telón se ocultaba una siniestra y solapada realidad de explotación y miseria. Un acto de ilusionismo propio de montajes y puestas en escena de los europeos, acostumbrados a rapiñar todo cuanto se les antojara. No estaba segura de si una ciudad así, con apariencia europea, resultaría apropiada o no para mi búsqueda. Mis únicas pistas eran el nombre del barco, su bitácora, el apellido de la familia Moore, a la que había sido entregada supuestamente y, además, el nombre de mi madre. Después de instalarme, Eduard y Margaret me pusieron al tanto de cómo funcionaban las cosas en Ciudad del Cabo. Los negros nacían para servir y trabajar; permanecían aislados, apartados de toda comodidad y servicio esencial. Una generación tras otra era sometida al yugo de los blancos. Las cosas no iban a ser fáciles para una mulata como yo, a pesar de haber allí una variada colección de mulatos y mestizos, considerados de mediana categoría algunos y despreciados la mayoría. Para llevar a cabo mi propósito tenía a favor mi determinación e independencia. Allí yo era un bicho raro del que desconfiaban negros y blancos por igual; así que tenía que superar muchos obstáculos. Y aunque evidentemente no era la única mulata de la ciudad, sí era una de las pocas oriunda de Londres. Tenía que hallar la manera de acercarme a unos y otros: negros, blancos, mulatos. No me sentía especialmente identificada con una u otra raza; tampoco despreciaba o apreciaba más a unos que a otros. Siempre encontré en mi camino gente de todos los pelambres, sin importar el color o el traje. Por lo general los prejuicios y las discriminaciones son paridos por la ignorancia y la codicia. Lo comprobé con hechos que ahora mismo estás conociendo. Mi primer traspié fue descubrir que en la ciudad no había ninguna familia Moore. Según un notario amigo de Eduard, en Ciudad del Cabo no había registro de alguien con este apellido. Tenía que armarme de paciencia y rediseñar un plan eficaz. Llegué en pleno verano y en los primeros días me costó muchísimo adaptarme al achicharrante calor. La ciudad era una mezcla de olores nuevos para mí; a ratos, el agreste aroma de la selva, una mixtura agridulce del verde de la vegetación, que se fundía con un lejano olor a pastizales, animales domésticos y el hedor de algunas fieras que solo topé cuando salí en un frustrado intento por recorrer África, pocos meses después de que arribara. Por otra vertiente, llegaban las fragancias de la rica perfumería europea, que pretendía enmascarar el tufo de la miseria en que vivían los nativos, los dueños naturales de África.

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