Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: «Mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él»[44].
Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. «El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa»[45]. Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad.
38
Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma —no se aquieta— si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero —¡nos quiere Cristo!— hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad —tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias[46]— se emplea entera en aprender a hacer el bien[47].
Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados —cohibidos o envidiosos— en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo —si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos—, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana.
Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo: quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar [48].
Hemos sacado la carta que gana, el primer premio. Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de oración. Hemos de rogar al Señor —a través de su Madre y Madre nuestra— que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque solo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores.
[1]Lc V, 4.
[2]Lc V, 8.
[3]S. Agustín, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923).
[4]Lc XIX, 14.
[5]Dt XXX, 15-16. 19.
[6]Mt XIX, 21.
[7]Mt XIX, 22.
[8]Lc I, 38.
[9]Hebr X, 7
[10]Cfr. Lc XXII, 44.
[11]Is LIII, 7.
[12]Ioh X, 17-18.
[13]Ioh VIII, 32.
[14]Orígenes, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034—1035).
[15]Cfr. Gal IV, 31.
[16]Cfr. Ioh XIV, 6.
[17]Cfr. Act IX, 6.
[18]Mt XXII, 37.
[19]Rom VIII, 21.
[20]S. Máximo Confesor, Capita de charitate, 2, 32 (PG 90, 995).
[21]S. Tomás de Aquino, Super Epistolas S. Pauli lectura. Ad Romanos, cap. II, lect. III, 217 (ed. Marietti, Torino, 1953).
[22]Orígenes, Contra Celsum, 8, 36 (PG 11, 1571).
[23]Mt IV, 10.
[24]Cfr. Mt XI, 30.
[25]Ps II, 3.
[26]Iudae, 12.
[27]Cfr. Mt XXV, 18.
[28]Ps XLII, 4.
[29]Cfr. Ps CII, 5.
[30]Cfr. Mt XI, 29-30.
[31]Dt VI, 5.
[32]Cfr. León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 (1888), 606.
[33]Símbolo Quicumque.
[34]S. Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 133).
[35]S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).
[36]S. Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Ioannis lectura, cap. VIII, lect. IV, 1204 (ed. Marietti, Torino, 1952).
[37]Gal IV, 31.
[38]Cfr. Gal IV, 31. Ioh VIII, 36.z
[39]Ioh VIII, 36.
[40]Cfr. Rom VIII, 39.
[41]S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, sed contra 1.
[42]S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).
[43]Lc XIV, 23.
[44]S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7 (PL 35, 1610).
[45]S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, ad 23.
[46]Cfr. Mt VII, 6.
[47]Cfr. Is I, 17.
[48]Mt X, 39.
EL TESORO DEL TIEMPO
[Homilía pronunciada el 9-I-1956]
39
Cuando me dirijo a vosotros, cuando conversamos todos juntos con Dios Nuestro Señor, sigo en alta voz mi oración personal: me gusta recordarlo muy a menudo. Y vosotros habéis de esforzaros también en alimentar vuestra oración dentro de vuestras almas, aun cuando por cualquier circunstancia, como la de hoy por ejemplo, nos veamos precisados a tratar de un tema que no parece, a primera vista, muy a propósito para un diálogo de amor, que eso es nuestro coloquio con el Señor. Digo a primera vista, porque todo lo que nos ocurre, todo lo que sucede a nuestro lado puede y debe ser tema de nuestra meditación.
Tengo que hablaros del tiempo, de este tiempo que se marcha. No voy a repetir la conocida afirmación de que un año más es un año menos... Tampoco os sugiero que preguntéis por ahí qué piensan del transcurrir de los días, ya que probablemente —si lo hicierais— escucharíais alguna respuesta de este estilo: juventud, divino tesoro, que te vas para no volver... Aunque no excluyo que oyerais otra consideración con más sentido sobrenatural.
Tampoco quiero detenerme en el punto concreto de la brevedad de la vida, con acentos de nostalgia. A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo, de ninguna manera a temer a Nuestro Señor, y mucho menos a mirar la muerte como un final desastroso. Un año que termina —se ha dicho de mil modos, más o menos poéticos—, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria.
Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est! [1], ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno.
40
Abramos el Evangelio de San Mateo, en el capítulo veinticinco: el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo y a la esposa. De estas vírgenes, cinco eran necias y cinco prudentes [2]. El evangelista cuenta que las prudentes han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del aceite necesario, y están listas, cuando les avisan: ¡eh, que es la hora!, mirad que viene el esposo, salidle al encuentro [3]: avivan sus lámparas y acuden con gozo a recibirlo.
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