Oscar Liberman - Los años del mar

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¿Dónde está esa mujer que pudimos ser? ¿La dejamos en la pileta tras lavarnos el pelo, en las vacaciones, en los secretos de una noche, en los años que cargan los huesos?

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La imagen es difícil de procesar: mar, barro, barranca, piso duro y bosque petiso y cerrado de un color verde gastado, como la lona de una carpa de campaña. Todo llegó de golpe, un brutal revés de la vida, sin aviso. El final del primer amor, la música abandonada, las responsabilidades militares y el cabo Ramírez y su pistola. Sobrevivir y reconstruir mi existencia, sentir que eso, seguramente, no será posible.

En medio del monte asoman los restos herrumbrados del refugio y en la costa, fuertemente escorado sobre babor, el Róbalo , varado en el barro, completamente oxidado, perfectamente visible con la marea baja. No ha quedado nada que no sea hierro corroído, a excepción de la cubierta y el techo que rodea y cubre el puente de mando. Ahí se alcanza a ver la madera de teca de un color gris seco. Ni el clima ni los pescadores pudieron quitarla de su lugar, como una piel de supervivencia. Pienso en las concesiones que hice con la vida para sobrevivir al cabo Ramírez, a la tristeza continua, a la sucesión de días iguales.

Alejo mi mirada de ese paisaje y giro mi rostro para observar hasta el final del canal sus playas de barro y arena mezcladas, carentes de vegetación. De vez en cuando algún chulengo o un grupo de guanacos se asoma en ese sector. Sobre el final del canal, ambas costas, las del sur y la del norte, se tornan iguales. Tikún olam, la reparación universal. Vuelvo a perder la vista en una mirada difusa que funde el paisaje con la imagen de ella. Siento que mi escape encuentra un límite.

Pronto la marea cubrirá todo y quedará muy poco a la vista. Es mucho mayor el conjunto de realidad que deberá ser imaginada que la visible. Me aflojo, siento el peso de mi huida sobre los hombros. La presencia de ella perdura en el barco, a las otras las llevó el viento. Es como la marea, se acerca, se aleja, me busca para escaparse. No quiero pensar en eso, que decida la marea si la lleva o no, no puedo hacer nada bien, perturbado por esa ansia. Alcanzo a imaginar la sensación de vacío que deben sentir los cangrejos caminando en la orilla cada vez que el agua se retira. Me concentro en otras cosas. Amarinar el barco, prepararme un almuerzo.

El sol brilla casi arriba, el azimut otoñal reduce su máximo esplendor a un destello bastante lateral que entibia las cosas frías como el agua y la sal y extiende la sensación de calor fuera de mí. Luego de una breve comida me dejo arrastrar por la atracción de la litera de babor. Me recuesto boca arriba, los rayos del sol atraviesan lateralmente mi visión hacia el techo.

Tres farolitos de vela, un par de medallas y un amuleto que penden, se bambolean con un movimiento hipnótico. El fuerte reflejo de la luz solar encandila mi visión acentuando el adormecimiento. Me despego de los restos de la pesadilla reciente. Todo es claro por encima y oscuro debajo de mar. Una oscuridad que no se parece en nada a la noche anterior. Me remite a conexiones primitivas que vinculan ese lugar del mar con otros tantos océanos, con una mano invisible, oscura y cálida que llega hasta donde se quiera; un ancestral monstruo marino que permanece oculto custodiando el puro mar y el amor primigenio.

Me duermo con esa imagen en la cabeza.

—… soy Ramón —la voz se cuela en mis sueños y me arrastra a la repentina vigilia.

Deduzco el mensaje hacia atrás, distingo la voz de Ramón y reconozco que un instante antes, en mis sueños, lo escuché pronunciar mi nombre.

—Adelante, Ramón —carraspeo con voz ronca a través de la radio—, cambio.

—¿Cómo estás?, cambio.

—¡Qué bonito! ¿Aún no aprendiste a comunicarte correctamente por radio? Tenés que nombrar tres veces al barco…

—Hace quince minutos que te estoy llamando, probé con el nombre del barco, el tuyo… creo que me faltó acordarme de tu madre.

—¿Quince minutos…? No puede ser.

Trato de pensar rápidamente. Un temor breve e intenso se apodera de mí. Me precio de ser un buen capitán, de estar siempre en estado de alerta escuchando cualquier cosa importante, aún dormido. Antes de continuar la conversación visualizo brevemente las últimas imágenes de mi sueño: algo puro, delicado, profundo, casi imposible de sujetar con las manos. El viento fresco que ingresa por la puerta abierta se lleva su mirada dulce de mi memoria, veo pasar su larga cabellera dorada que se escapa con los rayos del sol de la tarde.

—Vamos uno arriba —le indico a Ramón refiriéndome a la frecuencia para evitar ocupar el canal público con una conversación que imagino social.

—Okay.

—Acá estoy —me avisa verificando que nos encontramos en la misma frecuencia. Ya abandonamos por completo los protocolos de radiocomunicación.

—Perfecto, ¿pasó algo?

—Nada. Vi que el barco no estaba desde ayer en la amarra, quería saber si andaba todo bien.

—Sí.

—¿Sí? ¿Seguro? —me insiste—. Mirá que vos por allá, en medio de la semana… Salvo que no estés solo… ¿Estás solo?

—Sí, estoy solo —interrumpo—. Está todo bien, necesitaba un poco de paz del mundo —“o furia del mar”, pienso.

—Bueno, no te molesto más —percibe mi pocas ganas de conversar—. Te mando un abrazo, cambio y fuera.

—Chau, Ramón, gracias por comunicarte. Cambio y fuera.

Sintonizo nuevamente la radio en el canal setenta y uno, cuelgo el micrófono y me asomo a cubierta. El sol ha teñido sus destellos de anaranjado, sopla un viento norte intenso que agita el agua marina en pequeñas olas, de las cuales brota una espuma que parece flotar en el aire. Sabía que el nortazo no se iría tan pronto. La conversación con Ramón sirvió para traerme a la realidad otra vez. Salgo a cubierta, doy una vuelta completa, observo el estado de las cosas alrededor. Reflejos iridiscentes no me permiten fijar la vista en la mitad del recorrido. Al llegar mis ojos hacia el Róbalo veo en los restos de su mástil a la hembra de la pareja de jotes que lo habita, posada expectante, a la espera del regreso del macho. No puedo evitar una sonrisa, ingenua a medias, al pensar en esas parejas de zopilotes. Cada uno de los barcos abandonados, embicados en las costas de estas islas, es habitado por una pareja similar.

Después hablan de lo distintos que somos los humanos, que sentimos y pensamos a diferencia de los animales… Imposible no imaginar amor en esas parejitas conviviendo en estos desolados rincones.

Vuelvo a recordar al monstruo marino que ocupaba mi imaginación antes de dormirme mientras observo un ostrero en la costa, caminando apresurado sobre el barro, como si fuese firme, hundiendo de vez en cuando el rojo y largo pico en busca de alimento. Pienso en volver.

Sé que puedo permanecer en esas islas todo el tiempo que quiera. Al menos mientras tenga comida y agua dulce a bordo. Las conozco como si formasen parte de mi cuerpo.

Mi cuerpo, que se prolonga más allá de sus límites y ahora es velero, mar, islas, viento, espuma. Mi cuerpo llega a todas partes siempre y cuando esté navegando.

Pero no puedo llegar a ella si me quedo aquí y permanecer sería escaparme, aun si ella dejara de hacerlo. Observo el horizonte y la fuente del viento y percibo que las mismas cosas se sienten diferente. El viento viene a buscarme, el viento que trae su mirada y sus cabellos, sus labios de algodón y sus manos viajeras. El viento trae todo su recuerdo, funde intenciones. Su escape es una llamada.

Comprendo que hoy debo volver.

Mientras imagino la configuración de velas que izaré para retornar solo hacia el puerto, con el fuerte viento de proa, bajo a preparar mate, con la intención de despabilarme y recobrar mi característica y eficiente concentración a la hora de navegar.

Vuelvo a cubierta y me siento a disfrutar los últimos momentos de ocio antes de las tareas que requerirá la singladura de regreso, que, estimo, será de noche. El mate caliente me anima, traza invisibles hilos que se atan a mis pasiones y son la fuente de mi supervivencia.

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