Oscar Liberman - Los años del mar

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¿Dónde está esa mujer que pudimos ser? ¿La dejamos en la pileta tras lavarnos el pelo, en las vacaciones, en los secretos de una noche, en los años que cargan los huesos?

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Me concentro en las tareas previas al retorno al puerto. Cierro exclusas, adujo, limpio el mate, su taza de té. Cuando subo a cubierta la observo. Alcanzo a imaginar su presencia como un viento quieto, fijo en un lugar; un viento que no pasa. Siento en mi interior que ella siempre debió estar ahí, como una presencia que culmina un ergódico rompecabezas. Como alguien capaz de cerrar un punto de Gödel.

Vuelvo a enfocarme en arriar velas y encender el motor. Entonces me cede el timón y esta vez es ella quien se introduce en el interior del barco, saliendo de mí. Llego a puerto solo en la cubierta. Mecánicamente tomo el bichero para recuperar los cabos de amarre en la planchada, amarro, luego nos vamos, pero ella, mi “ella”, queda en el velero.

Vienen días secos, confusos. Seguramente eso venía de antes y ahora reaparece, pero hay una peca en la arena de mi vida, algo microscópico, puntual y a la vez esparcido en mis sentimientos como el polvo de una constelación, que no quiero dejar ir. Me incomoda saber que esa diminuta intención de algo deambula por ahí como un fantasma pero no puedo hacer nada con ello.

Los días secos me llevan a tratar de llenar las horas con algo que, finalmente, parece nunca transcurrir. Busco un libro en la biblioteca, quiero releer “El amenazado” de Borges muchas veces. Retiro un libro del estante y verifico que no era en este en el cual se encontraba el poema. Al intentar retornarlo a su lugar hago caer el libro apilado a su lado. Las enseñanzas de don Juan . Sonrío. Quizás el mensaje es que debo convertirme nuevamente en el guerrero que fui y convocar a mis fuerzas interiores, como Castaneda enseñaba… Pasaron muchos años de todo eso y la sonrisa se me transforma en algo más. Me vienen ideas desordenadas a la cabeza, un galope de especies varias que compiten por llegar en primer lugar. “Si querés ganar una mujer imposible, apuntales a las amigas… es como apretar un granito.” Escucho en mi memoria mi propia voz haciendo comentarios estúpidos y mi sonrisa se congela en un rictus. A lo mejor podría decir, “Si estás buscando algo en un libro y no sabés qué, tomá el que se encuentra al lado del que buscás”. Por lo pronto, de esa línea de pensamiento solo salen dos conexiones. Viajar con espíritu guerrero y movilizar sus labios hacia mi boca; o recordar el concepto de “impecabilidad” utilizado por Castaneda y que en algún momento en el barco vino a mi mente. Vuelvo a colocar el libro en su lugar sin siquiera leer un renglón.

Escucho el viento norte en la ventana, esta vez feroz. “Nortazo”, pienso, se lleva todo durante un par de días. Observo el cielo. Indudablemente es un frente de esos que soplarán fuerte y parejo, más allá de lo deseable, aun para navegar.

Entonces vuelvo al velero, esta vez solo.

Me aferro a la idea del viento que se lleva todo, lucha en mí esa intención diminuta y persistente. Ahora la vislumbro entre las olas y las nubes. Se llama “ganas”. Sentí ganas. Ese día sentí ganas y creo que, aún dentro de mí, la cosquilla fantasmagórica que puja por hacerse presencia es eso. Ganas de algo, de alguien, en medio del páramo delimitado por un infinito “todo da igual”.

El viento trae ahora a mis oídos viejos recuerdos. Amado Nervo, al que leí cuando ella no existía, y ella leyó cuando yo lo había olvidado.

Ha muchos años que busco el yermo,

ha muchos años que vivo triste,

ha muchos años que estoy enfermo,

¡y es por el libro que tú escribiste!

¡Oh Kempis, antes de leerte amaba

la luz, las vegas, el mar Océano;

mas tú dijiste que todo acaba,

que todo muere, que todo es vano!

El viento castiga, a veces como la vida cuando las ganas tienen sabor a utopía, a aquello que subsiste donde no existe. Besos no correspondidos, secretos que no encuentran oídos, palabras que mueren sin haber conocido su propio sonido, viento que no encuentra un mar sobre el cual soplar.

Viento que se lleve mis ganas aún sin desearlo, o las deje furiosas, atrapadas en mi interior. Una existencia de anhelo.

Suelto amarras, izo una vela pequeña y me entrego a la ferocidad del “nortazo” en el viento y en las olas.

Que sea navegar o el fin de todo.

Navego.

2. Mar y anhelo

Todo está oscuro, reina una clara oscuridad, una clara y húmeda penumbra. El mundo parece moverse plantado sobre una realidad inestable. Mi estómago se siente cada vez más flojo, al tiempo que los músculos abdominales se contraen hasta el límite. Siento agitarse mi respiración pero, a pesar de tomar conciencia de esa alteración, no tengo control sobre las reacciones involuntarias de mi cuerpo. De pronto, el cabo Ramírez se me abalanza. Estoy arrodillado aunque me siento acostado boca arriba. No logro verle el rostro, hay una potente luz, un reflejo difuso a sus espaldas. Sólo veo su sombra casi encima de mí pero sé que es él.

Transpiro, caliente en el cuerpo, frío en la nuca.

Toma la pistola y la apoya en mi frente. Dice algo como que me despida. No llego a distinguir las palabras, se confunden con la explosión negada, con la voz de mi padre que intenta decirme algo que no comprendo en el momento en que el torbellino de la mañana me absorbe y me hace caer en él arrancándome de la pesadilla.

Mientras asciendo vertiginosamente hacia el despertar, alcanzo a escuchar un grito ahogado, parece ser mi propia voz. Trato de enfocarme, me cuesta salir del angustioso sueño, algunas cosas continúan, a pesar de despertarme, tengo dudas acerca de dónde estoy, y me convierto en un habitante involuntario de ese extraño espacio de intersección entre la percepción racional y el sueño. Mi respiración sigue agitada, reina la humedad, estoy transpirado, el suelo se mueve y hay un resplandor frente a mí. Me encuentro acostado y el cabo Ramírez no está. Mi padre tampoco.

Y estoy vivo.

Estoy en el velero.

A medida que voy haciendo pie en la realidad tangible las cosas comienzan a tener sentido. El resplandor de los rayos del sol del tardío amanecer otoñal me da directamente en el rostro. Hay mucha humedad. No logro erradicar completamente de la cabina los vestigios del sueño. Algunas presencias permanecen invisibles, como trazas de opresión, esperando por mí en el interior del velero. De alguna manera mi inconsciente parece ubicarlas en lugares a los que no me acercaré: la esquina del sillón de enfrente que estoy utilizando como litera, el camarote de proa, el fondo de la conejera de popa. Evito pensar en cuál de ellos se ubica Ramírez, en cuál mi padre, en cuál ella.

Me incorporo, voy hasta el baño, regreso nuevamente a la dinette y observo el mar y el amanecer a través de las ventanas de babor. Luce levemente arrugado. Debe estar helado, se lo percibe suave.

De pronto una oleada de ganas de sumergirme en él me asalta. Trato de enfocarme en la realidad concreta y abandonar finalmente la pesadilla. Comienzo a desandar el camino de mi memoria reciente.

Ayer había tormenta.

Una imagen gris se dibuja ahora en mis ojos mirando la nada. No es el gris original, es gris sobre gris. Gris violento sobre el gris pacífico y triste.

Ayer había olas muy altas. Venían de todas partes mientras la marea, casi en la pleamar, se peleaba con el fuerte nortazo que soplaba, y yo me embarcaba, izando una pequeña vela, al atardecer, en una lucha terminal entre el cese del todo y la navegación. Me estaba escapando de ella. En realidad era ella la que se había escapado de mí, entonces yo me escapaba de mí mismo, de mis ganas. Me escapaba de su escape.

Enciendo la hornalla, lleno la pava y la pongo sobre el fuego a calentar. Cargo el mate con yerba y regreso nuevamente al baño a afeitarme mientras espero que el agua esté a punto. Eso es bueno: afeitarme, desayunar, pararme sobre cosas cotidianas.

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