Oscar Liberman - Los años del mar

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¿Dónde está esa mujer que pudimos ser? ¿La dejamos en la pileta tras lavarnos el pelo, en las vacaciones, en los secretos de una noche, en los años que cargan los huesos?

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Eso haría, tiraría anclas sobre el tiempo real.

Regreso afeitado alertado por el silbido de la pava sobre el fuego. Me siento limpio, paulatinamente más activo. Mis músculos recuperan tensión a medida que salen del adormecimiento y la laxitud de la noche húmeda de pesadilla. El aire caliente del calefactor, la humedad y el suave mecer del barco tiran de mi espalda y frenan mi recuperación. Abro la puerta y subo a cubierta, sin vestirme, con el mate en la mano.

El aire gélido y salado inunda y quema mis pulmones. Chupo de la bombilla la infusión caliente, inspiro nuevamente el aire helado.

La sangre late caliente, el mar impasible invita a sucumbir en el extraño encanto final de la muerte imprevista. La brisa se lleva todo, introduce microscópicos cristales de sal mis huesos, sumerge mi cuerpo completo en un vibrar de súbitos tiritares. Dejo el mate apoyado en una bancada y bajo a vestirme urgido por el precipitado frío que me inunda.

Me recibe el aire caliente. Por un instante dirijo involuntariamente la vista a uno de los rincones prohibidos. Siento que el clima pesado del interior me devuelve a la pesadilla.

Apago el calefactor. Me visto y salgo a cubierta. Llevo en mis manos pan, queso y un puñado de almendras tostadas. Antes de salir abro los tambuchos para ventilar: que la brisa fresca de la mañana se lleve lejos los vestigios de la pesadilla, las presencias y el adormecimiento hipnótico de la huida.

Desayuno despacio, alterno cada bocado con un mate caliente. El mar tiene esas cosas: siempre cala hondo. El frío en las coyunturas de los huesos, los sabores en la multiplicación de la percepción. Todo es lento, intenso, íntimo.

El barco flota aproado al norte. El viento disminuyó considerablemente desde mi partida. No le creo a esta inusual calma que recuerda la pausa de los amantes en medio de una noche de pasión. Sé que vendrá más viento, nuevo viento, el mismo viento renovado. El velero cabecea con levedad, atravesado al canal en el que me encuentro fondeado. La proa apunta a las lomas de la playa de la isla que se encuentra al norte. La popa se orienta a la isla de barrancas y arbustos del sur.

Si se observan ambos paisajes por separado, parecen pertenecer a diferentes geografías. El contraste entre ellos se reproduce en el viento y la corriente. La cadena de fondeo cuelga laxa, mientras el mar intenta llevar al barco hacia el noroeste y el viento, al sudeste.

El barco navega lento y sumamente acotado por los límites del fondeo. Me quedo parado en la popa observando el paisaje. Viento y marea, paisaje del norte y paisaje del sur, ella y yo, pasado y futuro, pesadilla y vigilia. La secuencia de dicotomías origina un leve pero molesto sabor ácido en mi interior. Alejo de mí esas sensaciones y me quedo solo con ella en mis pensamientos. La imagino observando la costa del sur, su mirada transparente, sutilmente llorosa. Fijo mi vista en la orilla hasta que me duelen los ojos, hasta que la brisa fría y salada arranca lágrimas de cansancio en mi visión. En un momento veo a través de sus ojos y de los míos. Percibo la mirada compartida fija en la intensidad del desolado paisaje y por un instante me siento menos solo. Pronto la marea subirá y cubrirá la mayoría de lo que ahora tengo frente a mí. Un temor de otra parte se apodera de mis sensaciones. Me afano en observar todo antes de que desaparezca.

Estoy en un canal lateral del brazo norte en la bifurcación del Tres Brazas. Los navegantes bautizaron a este lugar “El Dormidero” por su comodidad y seguridad para pasar la noche fondeados al borneo. Durante un tiempo, el breve lapso que dura el romance entre navegantes deportivos, pescadores y otras especies del agua, se formó un consejo para desarrollar en las islas alguna actividad recreativa. De esos días quedaron los restos de un refugio de chapa con una parrilla, un mástil que resiste estoicamente los fuertes vientos del sur, un muelle de hierro derruido y el Róbalo : un viejo barco que fue llevado hasta esas costas con la idea de construir una especie de hostería.

El proyecto fracasó y todo se fue oxidando, como los lazos entre esos navegantes, como el romance jamás correspondido entre la costa del norte y la del sur.

Fijo mi vista en la esquina alejada hacia el este, donde se yergue la baliza que señala el acceso desde el brazo norte. El paisaje a partir de allí muta hacia formas tan variadas que parece imposible que pertenezca a la misma isla en sólo una milla de recorrido. Daría la impresión de que alguna fuerza extraña tomó cosas de diferentes épocas y fue arrojándolas sobre la costa.

Comienzo a recorrer con la mirada el paisaje de esa isla desde la baliza clavada en el acceso. La playa es de arena oscura, firme. Tengo poco más de dos años, no dejo dormir a mi hermano mayor, que se queja. Mi padre decide escarmentarme, me encierra en el living a oscuras, pero no termino de atemorizarme. La sombra de su figura tras el vidrio opaco que comunica al pasillo iluminado delata su presencia. Entonces busco un autito de colección y me pongo a jugar, para no claudicar en la derrota de lo que considero un injusto escarmiento.

La playa se extiende por unos cien metros. Los recorro con la vista hasta que el suelo comienza a transformarse en la blanda calidez del barro marino, sutil transformación que el color no delata. Mamá toma mi mano y caminamos todas las siestas hasta la plaza central a comprar un chocolatín Crembar. Mi hermano mayor está en el jardín de infantes, los más pequeños aún no nacieron. Me siento inmensamente feliz en ese breve instante en el que soy hijo único. El pecho se me ensancha en la caminata mientras juego a la libertad y la protección soltando por momentos la mano de mamá y corriendo unos metros para luego esperarla en la esquina, tomar nuevamente su mano y cruzar juntos la calle. No tengo la menor idea de lo que puede significar la felicidad pero la siento como algo infinito, como una bocanada de aire puro al que mis pulmones les resultan pequeños.

En el barro, un poco más al oeste, crece la espartina, siempre presente, mitad del día bajo el mar, mitad del día meciéndose por la brisa bajo el sol. El otoño la pinceló con gruesos trazos amarillos. Seguramente por estar más expuesta al desapacible clima de mar adentro, la espartina que crece en estas islas retiene menos el verde que la del puerto. La felicidad debió encontrar refugio en mis sueños. Soy un chico tímido, demasiado estudioso, demasiado responsable, condenado al montón o a las burlas en la escuela. Por eso sueño, por eso estudio música, imaginando éxitos, riquezas y aceptaciones. Sobre el final de estos días ella, la inalcanzable, me regala un viaje inicial hacia el romance. Comienzo a creer verdaderamente que el futuro puede parecerse a mis sueños.

La espartina encuentra un duro límite que le impide crecer más allá. La costa comienza a tener forma de barranca con la marea baja, y el suelo se vuelve duro, salitroso, todo rajado, como el de los desiertos del norte. Desde lejos, parece un piso embaldosado con lajas blancuzcas. Un nuevo terreno donde hacerse firme. El colegio secundario es todo opresión: desde el brigadier nombrado como rector por el gobierno militar, hasta el clima de prohibición a pensar. Me siento un resistente. La situación económica de mi familia mejora, toco música en una banda, navego en el mar de los romances, la realidad comienza a parecerse al futuro deseado pero yo me endurezco de a poco, extraño al niño torpe y bueno.

La barranca toma altura, más de cinco metros desde la línea de marea baja, sin embargo el suelo casi no es visible, la vegetación cubre todo. Parece irreal ver el monte pampeano desparramado en medio del mar. Chañares, molles, jumes, zampas, palos azules forman un conjunto achaparrado casi sin senderos posibles. Ninguna especie supera los dos metros de altura. La hostilidad del ambiente impide el desarrollo de las plantas más allá de lo mínimo.

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