Escuchó que la puerta del consultorio de abajo se cerró de un golpe. Corrió hasta la ventana, por curiosidad, para ver quién era la paciente. Escondido detrás de un pliego de la cortina, la vio cruzar la calle, con pasos cortos y apurados, ella hizo un giro justamente hacia su ventana para acomodarse el cabello que peleaba contra el viento. Y ahí entendió porque la voz le resultaba familiar, era Florencia, la hermana de Federico, un amigo que se había ido a estudiar a Buenos Aires. Además, amiga de su hermana.
Todos vivían en el mismo pueblo, casi todos habían ido al mismo colegio, y además conocían a las hermanas de los amigos. Incluso algunos de ellos, con el tiempo, se ponían de novios. Mientras buscaba el celular al lado de la cama para ver la hora, pensaba si ese tal Pachu, sería el mismo profesor de Historia que había tenido él hacía unos años atrás. Se le escapó en voz alta su propio pensamiento…Qué problema podría tener Florencia, para levantarse temprano un día sábado y con un padre juez.
Leyó los mensajes, el partido quedaba suspendido. Una terrible desgracia le había ocurrido a sus amigos, un accidente en la ruta, habían chocado contra un caballo. Estaban en el Hospital zonal en estado de coma. Soltó el celular, quedó absorto durante unos minutos hasta que pudo procesar la información del mensaje. Luego llegó el grito desaforado mezclado con un llanto amargo. Gritó y golpeó en forma incansable sus puños cerrados contra la pared del cuarto, pero eso no dolía tanto como su interior. Se vistió de manera veloz y salió corriendo.
(9 de Noviembre del 2012).
Ramírez, el subcomisario del pueblo, conocía el lado débil del profesor Patricio Odriozola. Lo había visto un par de veces babosearse con los uniformes cortos de algunas alumnas. Se tomó el trabajo de investigarlo con el único objetivo de saber si serviría para el negocio.
En Buenos Aires, Odriozola, apodado Pachu, apenas recibido en el profesorado de Historia, trabajó en una escuela secundaria de la zona Sur. Había tenido un problema de acoso hacia una alumna, y lo corrieron del puesto antes de que el padre de la chica fuera a hacer justicia por mano propia. El caso quedó en la nada, pero semejante curriculum podía ayudar…
En estos tiempos, el profesor estaba cerca de los cuarenta años, soltero, conservaba su buena forma de galán y no había perdido las mañas.
Dos semanas antes del trágico accidente, en un bar un poco retirado del centro, Ramírez y el profesor tomaban una cerveza mientras conversaban. El subcomisario le explicaba cómo era el trabajo, mientras jugaba con un sobrecito de azúcar entre sus dedos gordos: “Lo que tenés que hacer es llevar a la chica hasta el camino de tierra que sale apenas cruzas el arroyo y dejarla a unos mil metros de ahí. A la chica no le pasa nada, aparece en uno o dos días. El policía se estiró en el escaso respaldo de la silla para su cuerpo, mientras entrecerraba los ojos haciendo un estudio minucioso de los gestos del profesor acerca de cómo había tomado sus palabras. Después de una pausa le aseguró que no había riesgos y era muy buen dinero.
–¿Cómo es que no hay riesgos? ¿La chica no nos delata? -preguntó Pachu.
–Tenemos a un químico, le pone una dosis de burundanga, que le aniquila la voluntad y ejecuta las órdenes sin mostrar oposición. Además, le inyecta una droga que se utiliza en los anticonvulsivos, para afectar su memoria. No se acuerdan de nada, pero de nada. Usa la medida justa, sino puede provocar un paro cardíaco. Pero tranquilo, no es un improvisado .Y no creo que te puedas negar. Si tu prontuario en Buenos Aires llegara a oídos de las monjas, perderías el trabajo; y todo lo que seguiría después sería caída libre. ¿Y qué me decis? - le dijo y levantó abruptamente el mentón como apurándolo a definirse.
Pachu estaba abrumado con la propuesta. Rascaba su cabeza como un tic nervioso. Durante unos minutos se quedó en silencio, dentro de su propio laberinto, haciendo cuentas en su mente, o tal vez, pensando que había llegado hace unos años desde tan lejos para empezar de nuevo. Parecía que otra vez el demonio le convidaba un trago.
En la vereda de enfrente al bar, había una tienda de ropa femenina. Eugenia Gómez, de quinto año, entraba a comprar un vestido acompañada por una amiga. Ramírez la vio y se la señaló al profesor con el mentón, haciendo un movimiento delicado. Le dijo, “Ahí tenés, la piba de los Gómez, por ejemplo, es una linda morochita. Se la nota un tanto tímida, insegura, sin novio. Además los padres, gente ignorante, perfil bajo, no tienen ni un peso, lo que significa que no van a hacer quilombo. Mucho menos, no van a venir los medios a este pueblo. Es importante que no tenga novio, porque en el caso que se ponga pesado, hay que limpiarlo. Ah, por favor, carne fresca, pero que no sea un bagallo. Tenemos un encargo para dentro de dos semanas, así que ponete a trabajar cuanto antes”. El policía con sus últimas palabras soltó una risa burlona que hizo sacudir su vientre prominente. Se levantó de la silla y, asomándose por la puerta le gritó al mozo:
–Agradecele al dueño la invitación de la casa… el muchacho es un amigo” (señalando al profesor), dijo y se fue sin pagar.
El profesor desplomado en su silla, pidió otra cerveza fría.
IV Seleccionando la presa
Eugenia Gómez había salido de su casa en zapatillas, short y remera corta, después del almuerzo. Se dirigía a la casa de su amiga Brenda, llevaba algo de dinero en la cartera, lo suficiente como para comprar un vestido para la fiesta de fin de curso que sería en diciembre.
Durante un rato estuvieron en la casa de Brenda, escuchando música, bailaron, ensayaron pasos de coreografías, conversaban saltando de un tema a otro. Filosofaban acerca de la amistad, pensaban en la finalización del colegio que pronto sucedería. Y el después, en ese pueblo de mala muerte, sin futuro.
Eugenia quería ir a la Universidad del Comahue, Y Brenda no sabía todavía qué haría, pero no quería quedarse ahí, sin estudiar una carrera. Luego salieron a comprar el vestido, empezaron a ver las vidrieras del centro, modernas y caras. Siguieron caminando, se alejaron de la plaza, pasaron por el centro comercial y fueron a una tienda más alejada. Desde la tienda vieron al profesor de historia sentado en el bar del frente conversando con el policía. Comentaron lo lindo que era y se rieron cómplices. Eugenia no se decidía por nada, se probó varios modelos, al final eligió el azul petróleo, era sobrio y no tan caro. Brenda, que no iba a comprar ningún vestido se probó catorce y desfiló en el pequeño rectángulo que quedaba entre el mostrador y el espejo. Se miraban sonrientes y radiantes. Cada tanto explotaba una carcajada abrupta que incomodaba a la vendedora. Así pasaron un buen tiempo juntas, divertidas.
Cuando las chicas salieron de la tienda el profesor estaba en el bar, habían pasado unos cuantos minutos desde que se había despedido del subcomisario. Y salió al encuentro de las jóvenes, en especial, de Eugenia. Las saludó, les preguntó si habían estado de compras, la miró a Eugenia, le pidió que le muestre el vestido nuevo, ella no quería, la miró con insistencia buscándole los ojos, y le tomó por la fuerza la bolsa. Tironearon, ella no quiso, se sonrojó. Él se rio, soltó la bolsa y le acarició el cabello. Había empezado su juego, o su trabajo.
El lunes en el colegio el profesor comenzó a tomar distancia, había recibido un golpe bajo al haber sido rechazado. Mientras le decía, “Gómez, estuve pensando que le voy a dar una última oportunidad para no llevarse la materia, pase mañana por la sala de profesores así le doy los temas”, pensaba que la cuestión no iba a ser nada fácil.
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