La vorágine
Segunda edición, agosto de 2019
Primera edición en Panamericana
Editorial Ltda., enero de 2000
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Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Prólogo
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Diagramación
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Diseño de cubierta
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Imagen de cubierta
Junku
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ISBN: 978-958-30-6442-5 (epub)
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Contenido
Modernismo y modernidad en La vorágine
Prólogo
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Epílogo
Vocabulario
Contraportada
Modernismo y modernidad en La vorágine
Una consideración previa: en Las zahurdas de Plutón, Francisco de Quevedo postula en los infiernos una bandada de hasta cien mil poetas, reclusos en una jaula que llaman de los orates. Las faltas por las cuales se les condenó parecen haberse limitado a minucias de rima, que los impulsaron a llamar necia a la talentosa, ramera a Lucrecia, inocente a Herodes o judío a un hidalgo. Pecados menos ligeros tienen, creo yo, los poetas sobre la Tierra; pero no es cuestión de entrar en discrepancias con mi maestro madrileño que, en pecados, valga la verdad, se reputó erudito. Disiento, en cambio, de la pena que para ellos discierne, consistente en ser desnudados. Preferiría que se asemejase más a aquella que hace pesar sobre los bufones, los cuales se atormentan unos a otros con las gracias que habían dicho en el mundo. Para mí, un castigo apropiado para poetas podría consistir en leerse unos a otros los elogios que en vida recibió cada uno de la crítica. Con ello quedaría garantizado un tormento salvaje.
Entremos ahora en materia. En su famoso libro Horizonte humano: vida de José Eustasio Rivera, de amplia divulgación en Hispanoamérica, pero apenas morosamente considerado en Colombia, el escritor chileno Eduardo Neale-Silva consagró un capítulo, el XV, a las miserias y mezquindades que la aparición, en 1924, de La vorágine, suscitó en los medios literarios colombianos. Citaba allí, casi haciéndola suya, una declaración formulada por el poeta Miguel Rasch Isla, en El Espectador Dominical del día veintiséis de junio de 1949, según la cual “en ningún sitio ocurre con la calamitosa frecuencia que aquí que el reconocimiento o desconocimiento de todas las capacidades y en especial las literarias, dependa de lo que, en un corrillo de café, o en una reunión callejera, se le antoje opinar a cualquier charlatán osado”.
El aval que escritores como yo puedan dar a tal tajante concepto, carecería de importancia. Prefiero remitirme a aquel que podrían sentirse inclinados a ofrecerle, si pudieran levantarse de sus sepulcros, hombres como José Asunción Silva o Porfirio Barba Jacob, negados a macha martillo por sus contemporáneos, a veces con venenosas frases, y luego exaltados por una remordida posteridad. En ambos casos, los corrillos y reuniones de que hablaba Rasch Isla se ensañaron en el creador literario con un encarnizamiento que, acaso, hubiesen escatimado frente a azarosos delincuentes. En cierto modo, los trataron como a delincuentes cuyo crimen no es posible precisar de un modo concreto.
Con Silva y con Barba Jacob, sin embargo, el desdén fue más que suficiente. Ni el uno ni el otro lograron, en vida, el reconocimiento ni siquiera la condescendencia de los círculos dominantes de la cultura. Con José Eustasio Rivera las cosas discurrieron de otro modo, no menos hiriente y letal, pero sí más clarificador desde el punto de vista retrospectivo. Ello debido, sin lugar a dudas, al respaldo inusual que La vorágine se granjeó, no bien aparecida, entre aquellos a quienes en forma más directa concernía su temática. Desde un comienzo, la obra pareció ser comprendida en esencia como un texto de denuncia social, no como el fenómeno de renovación estética que, en efecto, suponía. Aún hoy, contrariamente a lo que es costumbre entre nosotros, los comentaristas prefieren elogiar el contenido y casi nunca la forma en La vorágine. Limitándose, además, para colmo de miserias, a lo puramente denunciatorio de ese contenido, sin animarse a explorar los diversos ámbitos continentales que es posible hallar en la novela.
En otras palabras, es el mensaje —para emplear una expresión de mediados del siglo XX— y no la estructura formal lo que, desde un principio, obtuvo acatamiento en La vorágine. Ya en noviembre y diciembre de 1926, como puede comprobarse en los archivos del diario El Tiempo, de Bogotá, Rivera debió defenderse de cargos proferidos contra sus recursos formales por un tal Luis Trigueros. Lamentablemente, el novelista tuvo que condescender a sarcasmos de salón —o acaso de cafetín— para librarse del libelista literario que, embozado tras un seudónimo, lo agraviaba. ¿Era necesario, por ejemplo, hacer mención de las “colaboraciones gratuitas” de Trigueros?
¿No era rebajarse demasiado? Por desdicha, para convivir con una sociedad de mediocres, se impone a ratos parecer tan mediocre como ellos. ¿Concibe nadie que el narrador épico de las “multísonas voces” selváticas, que “forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman”, debiese abundar en explicaciones, ante el citado Trigueros, respecto a la ausencia de asonancias en su prosa?, ¿o explicar públicamente que “la cadencia de las voces sabiamente ordenadas logra producir una prosa rítmica”?
Pero no fue solo Trigueros. Los críticos bogotanos Manrique Terán y Nieto Caballero señalaron, a poco de la publicación, que la novela poseía “demasiada cadencia”. Si examinamos, de modo muy somero, el reparo, hallaremos que, en la retórica tradicional, por cadencia se entiende “la proporcionada y grata distribución de los acentos y de los cortes y pausas, así en la prosa como en el verso”. El resaltado es mío.
¿Puede pecarse, pues, en ella —inferido, en su definición, el equilibrio por las palabras proporcionada y grata—, de demasía? El imparcial Max Grillo estimó que sí, al recomendar una abstersión de “las asonancias y cadencias interiores de su bellísima obra para librarla de esas leves imperfecciones”. Pero es lo cierto que en el reparo, a más de la envidia, obraba la mala asimilación que en aquellos tiempos existía acerca del carácter omnicomprensivo del género novelesco, que —en una concepción avanzada— resume todos los demás géneros, incluida la versificación, si el texto lo requiere. Rivera, sin embargo, acaso por el respeto que Max Grillo le merecía, apeló al entonces joven poeta Rafael Maya para, con su ayuda, eliminar aquellas cadencias, suprimidas por completo en la segunda edición. Para hallarlas en expresiones como “bien sabe mi teniente que sigo siendo su subalterno como en Arauca”, cambiada por “bien sabe mi teniente que seguiré siendo subalterno suyo como en Arauca” (ejemplo que tomo de la admirable Introducción escrita por Luis Carlos Herrera S. J.), me parece que los críticos colombianos (ya que los extranjeros no mancillaron con estos pormenores sus elogios) debieron inspeccionar con lupa el texto riveriano, meticulosidad que no hace sino probar su mala fe.
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