Coincido plenamente con estas pragmáticas conclusiones, que los autores extraen de la experiencia exitosa de los países nórdicos.
Es bueno recordar cómo van quedando atrás viejos debates y grandes y dolorosas confrontaciones debido a la falta de claridad sobre las responsabilidades que deben asumir frente a los desafíos del crecimiento, el Estado y el sector privado. Yo agregaría además el de la sociedad civil, de creciente papel en el mundo actual y futuro.
La reunión de Davos de enero de 2020 recordó precisamente que el mundo actual se enfrenta a desafíos climáticos y de desigualdad difíciles de resolver, y que producen ciudadanos infelices. Un mes después, la pandemia del covid-19 nos está sumiendo en profundos desafíos que dejan en claro la necesidad de un nuevo diálogo entre los responsables del mercado y los del Estado.
Estas nuevas situaciones que vive el mundo reconocen que los procesos de crecimiento fuertemente estimulados por las nuevas tecnologías no pueden desconocerse, pero las dificultades que vive la sociedad con la desigualdad creciente y la impaciencia social, o los desafíos de un mundo con problemas dramáticos de sobrevivencia debidos al cambio climático, o relaciones internacionales contrapuestas por situaciones de enfrentamientos por el liderazgo mundial no pueden desconocerse ni postergarse.
Se requieren empresarios conscientes de sus múltiples responsabilidades con la sociedad, y Estados llamados a actuar ante las nuevas demandas sociales golpeadas por los efectos de la desigualdad y las crisis del empleo. Eso convoca a diálogos Estado-empresa-sociedad civil, que permitan enfrentar el futuro con progreso, ganancias sociales y respeto por la naturaleza.
El diálogo Estado-mercado que proponen los autores de este trabajo, es una valiosa contribución que nos dejan las experiencias nórdicas, muy útiles para hacer aportes al modelo de desarrollo chileno, pero también una contribución a pensar el complejo mundo del futuro, lleno de potencialidades de progreso, pero también de grandes conflictos sociales y políticos.
ENRIQUE V. IGLESIAS
Secretario Ejecutivo CEPAL (1972-1985)
Ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay (1985-1988)
Presidente Banco Interamericano del Desarrollo (1988-2005)
Secretario General de la Secretaría General
de Iberoamérica (2005-2014)
INTRODUCCIÓN
El modelo chileno y las lecciones nórdicas
I
Las causas de la depresión están en la bonanza
Joseph Schumpeter
¿Cuáles son las causas de la riqueza de las naciones? Dicha pregunta está en el corazón de parte importante de las discusiones económicas. En efecto, comprender la naturaleza de la creación de riqueza permite establecer políticas correctas encaminadas a generar la base material para que la población mejore, en forma sostenida en el tiempo, sus niveles de vida. Aquella pregunta, a su vez, cobra cada vez mayor relevancia a la luz de los recientes debates sobre la naturaleza y las tensiones del modelo económico chileno actual. ¿Cómo considerar esto en un país que ha pasado a ser la economía con el ingreso por habitante más alto de la región? En efecto, durante la década de 1990 Chile era entendido como un caso exitoso de camino al desarrollo. En tal década, el país creció a una tasa anual promedio de un 7%, donde las exportaciones se expandieron y se diversificaron, tanto en términos de bienes como de mercados, y las inversiones nacionales y extranjeras aumentaron sostenidamente, distribuyéndose a lo largo de diferentes áreas económicas como el cobre, los servicios financieros, la infraestructura, entre otros. Aquello vino en paralelo con una caída sostenida de la pobreza y una expansión del acceso a la educación, lo que sugería que el desempeño económico también lograba un mayor bienestar en la población. Sumado a lo anterior, otro elemento que le dio legitimidad al boom económico fue que se desplegó no bajo el alero de la dictadura, sino que en un contexto democrático con una sólida estabilidad institucional.
Dicho despegue económico con democracia generó un fuerte impacto en los estudios sobre el desarrollo latinoamericano toda vez que aquel periodo catapultó a Chile como el país con mayor dinamismo en la región. En efecto, la economía chilena crecía en forma rápida y sostenida mientras América Latina se recuperaba de manera lenta e inestable de la crisis de la década de 1980. Aquella brecha en los desempeños económicos llevó a que diversos economistas señalaran que, contrario a los críticos, parte importante de dicho dinamismo se debía a la adopción temprana de las recetas derivadas del Consenso de Washington y a la solidez de su orden institucional promercado (Kuczynski y Williamson, 2003; Kingstone, 2019).
Sin embargo, dicho aumento del ingreso per cápita no implicó la consolidación de una matriz productiva que fuera capaz de sostener en el largo plazo un incremento de la riqueza junto a derechos sociales, especialización en áreas intensivas en conocimiento y sostenibilidad ambiental. En otras palabras, el crecimiento del ingreso per cápita no fue sinónimo de desarrollo económico.
De hecho, Chile comienza a perder su dinamismo ya desde fines de la década de 1990. El impacto de la crisis asiática en 1998-1999 trajo aparejado un quinquenio de bajo crecimiento y, paralelamente, el comienzo de un estancamiento secular de la productividad interna que llega hasta la actualidad. A su vez, la diversificación exportadora no logró dar el salto a nuevos sectores intensivos en conocimiento, anclándose en torno a áreas de procesamiento de recursos naturales y, al margen de diversos intentos de evitarlo, con débiles encadenamientos productivos con el tejido económico local. Esto repercutió en una economía con fuertes fracturas internas: por un lado, un polo de grandes empresas extractivas exportadoras que acumulaban rentas a partir de los recursos naturales con su consiguiente desinterés en generar saltos productivos y, por otro, un polo de micro, pequeñas y medianas empresas de baja productividad y bajas remuneraciones centradas en la economía doméstica que abastecen un mercado pequeño.
Junto a esta fractura productiva vinieron otras en las dimensiones laborales, sociales y ambientales. En lo referente al mercado del trabajo, tanto la baja productividad como la débil organización sindical repercutieron en salarios bajos, en baja cualificación de los trabajadores, alta rotación y precariedad. Dicha situación laboral, sin embargo, no se sostuvo sobre un rol más activo del Estado en garantizar derechos sociales que pudieran brindar apoyo al mundo laboral. La segregación en las dimensiones de salud y educación, unida a la ausencia de un seguro universal de pensiones, tradujeron inmediatamente esas fracturas en profundas brechas sociales. La incapacidad del Estado de garantizar esos derechos, a su vez, se vinculó con las características propias de la estructura tributaria en base a su baja capacidad recaudatoria y centrada principalmente en su dimensión más regresiva como es el impuesto al consumo.
Chile, de esta forma, entró a la década del 2000 con una gran deuda social y con crecientes síntomas de agotamiento de su matriz productiva. Sin embargo, Chile, al igual que el resto de países de América Latina, recibió un shock externo positivo desde mediados de la década del 2000, debido a la creciente demanda china de recursos naturales. La soya argentina, brasileña y uruguaya, el cobre chileno y peruano o el petróleo venezolano y ecuatoriano vieron sus precios crecer a partir de esta demanda, brindándole a la región una década de abundancia. Si bien dicho boom sacó a la región del estancamiento post crisis asiática, no modificó (incluso en muchos casos profundizó) el carácter extractivo y rentista de las economías regionales. Las altas rentas en los sectores extractivos aumentaron las inversiones en dichas áreas, desincentivando políticas que buscaran crear nuevos sectores económicos más sostenibles y dinámicos, e incluso aceleró la desindustrialización prematura de la región (Castillo y Martins, 2016; Gallagher, 2016).
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