—¿Tenemos algo ya?
—Poca cosa, inspectora —responde Martina como interlocutora del grupo—, solo lo que nos han contado los municipales que les ha dicho la bibliotecaria que se ha encontrado el pastel esta mañana. Por lo visto, el muerto venía regularmente por aquí, pero ella dice que no lo conoce personalmente, que era alguien que acudía siempre solo y que no se relacionaba con otros visitantes.
—¿No está identificado todavía?
—Nada, no se han atrevido a tocarlo hasta que no diéramos permiso o hasta que diera orden el juez que, por cierto, creo que ya está en camino.
—Pues entonces tenemos mucho trabajo por delante —suspira Leire—. Martina, tú vente conmigo a hablar con la archivera. Lamata, tú esperarás al juez para ponerte a su disposición, y ya sabes: nos tenemos que llevar bien con él. —El aludido asiente—. Y vosotros —dirigiéndose a Eli y a Cid—, os quedáis esperando a los de la científica y en cuanto salgan les sacáis toda la información posible y pasáis al escenario del crimen para ver lo que observáis. Nos vemos todos luego en la comisaría.
El equipo agradece unas órdenes tan claras y se disgrega. Leire busca a su segunda con la mirada, se sorprende un poco de lo feliz que parece de ir con ella, pero no le da más importancia, y bajan las dos al mostrador de la entrada, donde sigue siendo atendida la bibliotecaria.
Se encuentran a la mujer un poco más tranquila. Parece que el equipo del SUMMA ya no le hacen demasiado caso. Están charlando en un corrillo a su lado, quizá esperando a que alguien se haga cargo de ella para irse tranquilos. La bibliotecaria permanece sentada en uno de los sillones de detrás del mostrador —allí pasa muchas horas a lo largo de su jornada laboral— con la cabeza recostada en el respaldo y los ojos cerrados. Es una mujer relativamente joven que rompe el estereotipo de una bibliotecaria: su pelo, de color rosa, corto y peinado hacia delante, es lo primero que llama la atención, lo lleva dejando despejado un rostro agradable aunque quizá con más maquillaje del necesario; va vestida con pantalones anchos de lino, camisa blanca y un fular enrollado en el cuello. A pesar de estar sentada, es evidente su escasa altura, característica que intenta compensar con unos zapatos negros de gran plataforma para realzar su figura.
Las dos policías se colocan a su lado, y es la subinspectora la que se dirige a ella:
—Buenos días, nos gustaría hablar un momento con usted, si fuera posible.
La bibliotecaria abre los ojos, asustada por la voz que la saca del descanso. Por su gesto, Leire piensa que se había quedado dormida, es muy probable que los sanitarios la hayan sedado o tranquilizado con algún fármaco. La mujer mira a las dos policías, intentando entender quiénes son, o quizá qué hace ella allí, y no en su casa, saliendo de los brazos de Morfeo. Martina se da cuenta de su desconcierto y hace las presentaciones:
—Soy la subinspectora Rojas, y esta es la inspectora Sáez de Olamendi. Nos vamos a hacer cargo de la investigación.
—Hola… —dice algo perdida.
—¿Usted es? —sigue Martina.
—Eva… Eva Rosiñol. Soy la encargada de la biblioteca.
Leire se adelanta a su segunda y toma las riendas de la conversación:
—Hola, Eva. ¿Puedo tutearte?
La aludida asiente a la pregunta de la inspectora, aunque su mirada permanece en Martina.
—Perfecto, Eva —sigue Leire, atrayendo, ahora sí, la atención de la mujer—. Tenemos entendido que eres tú la que has encontrado el cadáver esta mañana. ¿Es así?
La bibliotecaria asiente en silencio, intentando evitar que vuelva a brotar el llanto que ya ha exhibido en demasiadas ocasiones a lo largo de la mañana.
—¿Te importaría repetirnos cómo ha sido, Eva? Entiendo que ya habrás hablado con los municipales, pero sabemos que la versión directa de un testigo siempre es mejor que la transcrita por un tercero. ¿Puedes hacer ese esfuerzo, por favor?
—Claro —responde ella con dificultad—. Esta mañana he llegado la primera, como siempre. Soy la encargada principal de esta biblioteca, y los lunes tengo que abrir y asegurarme de que esté todo recogido y a punto para los usuarios. Desde los recortes provocados por la crisis del coronavirus el fin de semana no viene personal de limpieza, por lo que mis compañeros y yo intentamos dejarlo todo preparado los sábados antes de cerrar; a pesar de eso, a mí me gusta dar una vuelta por todo antes de abrir. Esta mañana, cuando he llegado a la planta de arriba…
Tiene que hacer una pausa para ahogar un sollozo. Se nota que le cuesta rememorar otra vez la escena, y la mano de Martina sobre su hombro le hace saber que agradecen su esfuerzo.
—Estaba todo como siempre —consigue continuar—, nada fuera de lo normal hasta que he entrado al aseo… ¡Ha sido horrible! Ese hombre estaba allí tirado, retorcido… Con esos ojos desencajados…
La bibliotecaria, incapaz de aguantar más la entereza, hunde la cara entre sus manos; aun así, Leire decide obligarla a continuar. Sabe que es el momento en el que va a describirlo todo con más realismo; cuando más tarde vaya a prestar la declaración oficial, más mezclará escenas reales con otras magnificadas por el impacto emocional, y eso les aportará una interpretación sesgada de la realidad.
—¿Nada te llamó la atención antes de entrar al aseo, Eva?
La aludida niega con la cabeza.
—¿Estaba todo tal y como lo dejasteis el sábado? —insiste.
—Todo normal, inspectora, tal cual lo dejamos y como debería estar.
—Entiendo… ¿Conocías a ese hombre? ¿Venía habitualmente por aquí?
—Sí, venía de vez en cuando, y últimamente cada vez más. Se sentaba siempre apartado de la gente y, curiosamente, no cogía libros, solo se ponía a trabajar con su ordenador. Era un hombre muy discreto pero también muy correcto: siempre saludaba y siempre se despedía, pero poco más. Una de esas personas que parece que quieren pasar desapercibidas.
—Entonces imagino que sabrás quién es —pregunta Leire—, tendrá carné de la biblioteca.
—Pues supongo que no… —Eva Rosiñol intenta pensar—. Creo que nunca pidió ningún libro en préstamo. Solo venía, se sentaba con su ordenador y se iba. Nada más. De todas maneras, cuando tengan su nombre lo podemos comprobar.
—¿Aquí puede entrar cualquiera sin carné? —pregunta algo sorprendida Martina.
—Así es. A una biblioteca puede acceder quien quiera a hojear libros, leer la prensa, estudiar… Lo que quieran hacer siempre que respeten las normas. El carné solo hace falta para llevarse libros en préstamo.
—¿Y esta mañana no estaban sus cosas por ningún lado? —cambia de tema la inspectora—. ¿El ordenador ese con el que dices que trabajaba?
—Nada… ¡Solo él! —exclama, hundiéndose de nuevo, la bibliotecaria.
Las dos policías interrumpen sus preguntas para no presionarla más. Está claro que la funcionaria no puede aportar más información. Justo cuando van a despedirse de ella, de la planta superior bajan con sus maletines los agentes de la científica liderados por su jefe, que es el único que se para y se dirige a la inspectora:
—Ya hemos terminado, Leire. Ahí he dejado a tus chicos hurgando en nuestros restos, y a la espera del juez. Por cierto, por si quieres apuntarlo, aunque te mandaré el primer informe esta misma mañana, el difunto se llamaba Gabriel Coscullela Ros; para que vayáis tirando ya de algún hilo.
El inspector Vich dice esto y, sin dejar que Leire pregunte nada más, abandona la biblioteca detrás de su equipo con ese aire dinámico y jovial que ha sorprendido tan agradablemente a Leire.
Un par de horas después, todo el equipo está nuevamente en la sala de reuniones, que parece va a ser su lugar de trabajo habitual dentro de la comisaría. Por orden de Leire, la subinspectora se ha encargado de que haya bocadillos de calamares y bebidas para los cinco; es la única manera —respetando el presupuesto— de compensar los extensos horarios de trabajo a los que se va a ver obligada a someter a sus compañeros.
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