—Por supuesto. Acompáñenme por aquí, por favor.
Gira sobre sí mismo y, mientras habla por la radio que sostiene en su mano derecha, echa a andar en dirección al edificio de enfrente.
Leire le sigue en primer lugar y, ya a la entrada a la biblioteca, hace una señal a Martina para que la acompañe dentro, le pide a Cid que espere allí la llegada de sus compañeros junto al inspector de la científica, para que les pueda franquear el acceso hasta la escena del crimen.
La inspectora, pendiente de todo, se hace una rápida composición del lugar antes de entrar. El edifico está bien señalizado con unas grandes letras corpóreas colocadas en la parte superior que indican que es la Biblioteca Municipal de Coslada. Es una construcción moderna, de dos alturas además de la planta baja, acristalada casi en su totalidad y perimetrada por una valla de hormigón que, desde donde se encuentran, solo permite el acceso al interior por la entrada principal. Es un bloque aislado de los colindantes, con zonas verdes a su alrededor, excepto por uno de sus flancos en el destaca otra edificación decorada con una curiosa pintura, muy colorida, y que se le antoja como una pobre imitación de un cuadro de Miró.
Una vez en el interior de la biblioteca —porque el subinspector Díaz no les da tiempo a que fuera observen nada más— se encuentran con una decoración austera y unos espacios excesivamente amplios y muy bien iluminados gracias a la claridad que dejan pasar los enormes ventanales. La inspectora no se había imaginado un espacio tan atrayente para alojar un templo de la lectura.
Entre la nube de policías que protege el lugar, Leire se fija en una mujer sentada detrás del mostrador de recepción: claramente abatida y agitada, intenta serenarse con los cuidados de dos sanitarios del SUMMA1. No puede pararse a ver más si no quiere perder la pista del subinspector Díaz, quien, cual camarero guiando a sus clientes hacia la mesa reservada, parece que lleva prisa y no se detiene ante nada, ni siquiera para comprobar si sus invitadas le siguen.
Por una ancha escalera ascienden a la planta superior, donde comprueban que el acceso a las salas de lectura está perfectamente controlado, ya que no hay nadie al otro lado de la cinta policial puesta justo al final de los peldaños. Por fin, el subinspector Díaz detiene su andadura para, algo jadeante, dirigirse a las policías nacionales:
—Aquí es.
Y, tras recuperar un poco el aire que le falta por las prisas, sigue explicando:
—Tras comprobar que estaba muerto, hemos aislado la planta. De todos modos, a estas horas de la mañana no creo que haya pasado nadie antes que nosotros; salvo la bibliotecaria, claro, que es quien nos ha avisado.
Leire y Martina observan la sala mientras el municipal sigue relatando:
—El cadáver está en el cuarto de baño —señala una puerta cerrada—. No hemos encontrado nada más, ni objetos personales ni nada que no debiera estar aquí.
La estancia, efectivamente, está como debería estar: sillas, mesas y libros perfectamente ubicados en su sitio; incluso los carros, destinados a almacenar los ejemplares pendientes de distribuir en sus estanterías, vacíos y perfectamente aparcados junto a una pared, donde no molestan el paso de nadie. La puerta del aseo que les indica el subinspector Díaz permanece cerrada, presumiblemente guardando la intimidad del difunto que está tras ella y a la espera de que las dos policías nacionales descubran lo que hay.
Leire está deseando pasar a la escena del crimen, pero no podrá hacerlo hasta que no llegue el inspector de la científica; sabe que ya han pasado por allí la bibliotecaria y los policías que hayan acudido ante la denuncia de esta, por lo que la contaminación de la escena y la destrucción de pistas ya habrá sido suficiente como para que ellas la incrementen aún más. Mientras se ven obligadas a esperar, Leire pide al subinspector que le explique los acontecimientos acaecidos allí esa mañana.
—Nosotros hemos recibido la llamada de la bibliotecaria a primera hora, serían pasadas las ocho y media. Por lo visto, ella ha llegado pronto, como dice que suele hacer últimamente, porque los recortes de personal la obligan a hacer tareas que antes no ejecutaba. Nos ha dicho que siempre es la primera en llegar y que se encarga de comprobar si sus compañeros del turno anterior lo han dejado todo en perfecto estado para los usuarios de la biblioteca. Los lunes como hoy, al estar cerrado desde el sábado a mediodía, hace una ronda más exhaustiva. En esa ronda es cuando se ha topado con el cadáver. Ha debido de pasarlo fatal hasta que ha conseguido llamarnos. Aunque hemos tardado menos de diez minutos en llegar, nos la hemos encontrado aquí en esta planta, sentada en el suelo delante de la puerta cuarto de baño y con una crisis de ansiedad de la que, como habéis visto abajo, todavía no se ha recuperado.
—¿Os ha contado qué es lo que ha visto? —interviene Leire.
—Nos lo ha contado, y lo hemos comprobado —responde el subinspector extrañado por la pregunta—. Lógicamente, los agentes que han respondido a la llamada, cuando han conseguido entender lo que les decía la bibliotecaria, han pasado a la escena del crimen. Ahí dentro —lo dice señalando con la cabeza una vez más a la puerta cerrada del baño— hay un hombre retorcido.
—¿Perdón? —la inspectora se extraña de la expresión usada por el municipal.
—Es como si hubiera muerto con espasmos —continúa este—. Su postura resulta artificial: tiene la espalda arqueada hacia atrás, con una postura tensa… no sé cómo explicarlo, mejor que lo vean ustedes mismos.
—Lo veremos, pero debemos esperar a los de la científica, que estarán a punto de llegar. ¿Podemos mientras…?
Ella no puede terminar la frase porque una voz que derrocha gran energía le hace girarse y centra toda su atención.
—¡Hola, hola, hola!
El pequeño grupo se vuelve y ven llegar a Cid, Lamata y Eli, acompañados de otro hombre: más bajo que ellos pero mucho más vivo en movimientos, pelo escaso, moreno y peinado hacia atrás; sus oscuros ojos no pueden evitar fijarse en todo lo que les rodea; va vestido elegantemente con pantalón de pinzas y una pulcra camisa blanca, completa su atuendo un voluminoso maletín metálico cogido con su mano izquierda, con el que les ha saludado de esa peculiar manera. Leire se imagina que es Carlos Vich, el inspector de la científica, pero no le da tiempo a confirmarlo, ya que él mismo se presenta a la vez que le estrecha firmemente la mano que tiene libre.
—Tú debes ser la inspectora Sáez de Olamendi, ¿no? He oído hablar mucho de ti. ¡Eres la Agatha Christie del asesinato en el tren! ¡Qué pasada! Enhorabuena por aquel caso, compañera.
—Y tú debes ser el inspector Vich, de la científica —confirma Leire respondiendo al saludo y manteniendo la presión del apretón de manos—. Puedes llamarme Leire si quieres —le facilita el trato como policías del mismo rango que son.
—Claro que sí. Leire, mucho mejor —responde jovial el inspector Vich—. A mí llámame Carlos, o Sabueso, que estos se piensan que no conozco mi mote —añade soltando la mano de la inspectora y dando con ella una palmada cariñosa a la gran espalda de Cid.
—Carlos, mejor —decide Leire—. ¿Te han puesto al día mis compañeros?
—¡Y estoy deseando pasar ahí dentro! Tienes un equipo excelente, compañera, y para colmo lo vas a completar con los mejores de la científica, a quienes lidero y que están a punto de llegar. Pero mientras viene mi caballería, si te parece, vamos a ir echando un vistazo ahí dentro.
Al tiempo que dice esto, el inspector Vich deja su maletín en el suelo, lo abre y saca de su interior dos bolsas de plástico que contienen sendos equipos completos de aislamiento para poder acceder al escenario del crimen sin contaminarlo. Entrega uno a Leire, y ejecutan los dos el ritual de colocarse el mono de plástico, calzas, guantes y hasta un gorro que a él le cubre con facilidad el escaso cabello —a la inspectora le cuesta más colocárselo—. Una vez preparados, el Sabueso completa su atuendo con una pequeña cámara de fotos y, visiblemente contento, se dirige a Leire:
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