Daniel Carazo Sebastián - Muerte en coslada

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El cadáver de un hombre aparece, un lunes cualquiera, en los aseos de la Biblioteca Municipal de Coslada. A su alrededor no hay ningún signo de violencia ni nada que justifique la postura tan forzada y retorcida en la que se encuentra el cuerpo.
Nadie conoce al muerto, nadie lo echa de menos, nadie lo reclama; es como si hasta el momento la presencia de ese hombre hubiese pasado desapercibida para todos los vecinos de la ciudad.
El caso llega a la comisaría central de la Policía Nacional de Madrid, donde la recién ascendida a inspectora Leire Sáez de Olamendi recibe la tarea de investigar tan extraña muerte.
Las pesquisas de la inspectora, unidas a la consolidación del nuevo equipo de investigación, nos llevarán por diferentes escenarios, geográficos y personales, hasta el final del misterio.

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—Los pequeños detalles siempre son importantes —explica señalando la cámara de fotos—. ¿Vamos?

1El SUMMA 112 tiene asignada la misión de la atención sanitaria a las Urgencias, Emergencias, Catástrofes y Situaciones Especiales, en la Comunidad de Madrid.

Capítulo 4

Los dos inspectores levantan la cinta que impide el paso a la zona de la biblioteca que mantienen acotada. Vich delante, Leire detrás siguiendo sus pasos, no quiere alterar el estado del escenario del crimen y llevarse la reprimenda del Sabueso. Sabe por experiencias anteriores que los policías de la científica, por muy sociables que parezcan —como es el caso de su recién conocido compañero—, se transforman en cuanto se ponen en acción y pasan a ser tremendamente exigentes con los protocolos… lo mejor es dejarlos trabajar respetando sus normas. El resto de los policías nacionales y municipales permanecen al otro lado de la cinta, observan el avanzar de sus jefes dispuestos a esperar sus órdenes.

La sala de lectura donde pasan Leire y Carlos Vich se aprecia totalmente normal, no hay nada que a simple vista les llame la atención: mesas limpias, sillas colocadas en sus sitios, estanterías de libros ordenadas… Aun así, el Sabueso va despacio, toma unas cuantas fotografías de la estancia y, al pasar al lado de una columna de libros, se detiene un momento a admirarlos.

—Libros de viajes —comenta—. Curioso… ¿Serían del interés de nuestro muerto?

A la inspectora le sorprende tal observación. Ella tiene tanto interés en entrar al cuarto de baño, donde les espera el cadáver, que no se ha parado a pensar en los posibles motivos de por qué ha aparecido el muerto en esa planta o incluso esa zona de la biblioteca. «Tengo que ir más despacio», piensa, «no puedo dejarme llevar por las prisas, o se me pasarán por alto cosas importantes».

Por fin, el Sabueso se planta delante de la puerta que franquea el acceso al aseo. Leire observa cómo se prepara antes de entrar: mueve el cuello hacia los lados, suelta aire y estira los brazos, cual atleta que calienta antes de iniciar una carrera. Sin darse la vuelta para ver si su compañera está preparada, Carlos Vich abre con cuidado la puerta y accede al interior; eso sí, sujetándola un poco para que Leire pueda entrar tras él. Una vez dentro los dos, dejan que se cierre la puerta y se quedan con la espalda pegada a ella, observando en silencio el cuerpo del hombre que, tirado en el suelo, y efectivamente retorcido de manera incómoda los ha llevado hasta allí.

En la estancia no hay nada que demuestre violencia, o que justifique la muerte de esa persona. Es un cuarto de baño colectivo normal, hasta demasiado limpio para ser de uso público; por no tener, no tiene ni el suelo sucio, parece recién fregado. Solo una de las puertas que dan paso a un váter está medio abierta, y es porque parte del cuerpo inerte del hombre impide que se cierre. Leire aprovecha que Vich no se mueve todavía para observar al muerto con precisión. Intenta grabarse todo lo que ve en la memoria; aunque luego tenga acceso a las imágenes que tomarán los de la científica, considera muy importante esa primera impresión.

El cadáver está tirado en el centro del aseo; a la vista, el cuerpo entero menos la pierna que tiene dentro de la pequeña estancia del inodoro. Se aprecia perfectamente que es un hombre de mediana edad, quizá un poco pasado de peso, con el pelo moreno, moteado por alguna cana y ligeramente rizado; va vestido de manera cómoda: vaqueros y una camisa de cuadros algo pasada de moda que debía de llevar por dentro de los mismos, pero que la caída ha exteriorizado por uno de los laterales. Lleva gafas de montura metálica y clásica que se mantienen sorprendentemente fijas en su posición a pesar de que la postura del varón refleja, como ya les habían advertido, una muerte convulsa: tiene la espalda arqueada incómodamente hacia atrás y la cabeza, siguiendo la forzada línea de la columna vertebral, intenta girar noventa grados hacia una posición antinatural del cuello, como si quisiera tocarse la zona de los hombros con la coronilla. La inspectora, respondiendo a una indicación del Sabueso, se fija en la zona genital del muerto, manchada seguramente de orina, aunque la tela vaquera ha absorbido todo el fluido porque al suelo no ha llegado ni una gota.

Carlos Vich, tras escanear la escena en silencio y con los ojos semicerrados, de repente reanuda la actividad y parece volver de otro mundo; se activa y empieza a tomar fotos del cadáver desde todos los ángulos posibles. Con cuidado se acerca al cuerpo y, sin tocarlo, lo observa despacio, mirándole directamente a la cara, como preguntándole en silencio la causa de la muerte que tiene que averiguar. Leire le deja actuar, indecisa sobre qué se supone que debe hacer ella mientras su compañero está trabajando; es la primera vez que colaboran juntos y, en ese punto inicial de la investigación, la labor del de la científica es vital para el futuro desarrollo del caso. La inspectora permanece absorta, siguiendo los movimientos del Sabueso, cuando le sorprende el golpe que le da en la espalda la puerta de acceso al aseo en la que estaba apoyada. Se gira algo enfadada, dispuesta a reprender a quien haya osado invadir la estancia sin su permiso, pero se ve superada por tres figuras, vestidas con el mismo mono de plástico que ellos, que acceden joviales al interior del cuarto de baño.

—¡Jefe, lo quería todo para usted! —exclama uno de los intrusos—. ¡Ni nos ha esperado para entrar!

El inspector de la científica se yergue y sonríe abiertamente.

—¡Si sois así de lentos, mal vamos! Que yo vengo de Barcelona y ya llevo aquí un rato.

Los dos primeros, cargados con sendos maletines muy parecidos a los de su superior, acceden al interior; y es la tercera figura, claramente femenina a pesar del mono que la recubre, quien se fija en la inspectora:

—¿Y esta?

Leire va a responder, pero el inspector Vich se le adelanta:

—Os presento a la inspectora Sáez de Olamendi. —A la aludida le sorprende que se acuerde de sus apellidos, algo poco frecuente—. Es la responsable del caso —sigue el Sabueso—, así que poneos a sus órdenes.

Los tres recién llegados se vuelven hacia ella y la miran con curio­sidad.

—Inspectora, te presento a los agentes Sanchidrián, Vigo y Zorita —dice orgulloso el Sabueso—, mi caballería. Lo mejor de la policía científica en este país.

Leire les saluda en silencio, con un movimiento de cabeza dirigido a cada uno de ellos, y de vuelta recibe el mismo gesto de saludo. Basta con esa introducción para que el equipo allí reunido se olvide de los formalismos y, dando la espalda a Leire, se pongan a trabajar junto a su líder, como si ella ya no estuviera allí.

—¿Así que este es el difunto?

—Este no se ha muerto en paz, jefe, ¡está retorcido!

—A ver si es que no le daba tiempo a mear… —añade el último de los agentes señalando la mancha de los vaqueros.

Leire observa cómo los cuatro de la científica se vuelcan sobre los maletines —que han depositado, y abierto, en el suelo— y empiezan, sin dejar de hacer comentarios, a realizar lo que es su rutina de trabajo. La inspectora se sabe entonces fuera de lugar. Sale del aseo y los deja solos para continuar con su propio equipo y su parte de la investigación: identificar al muerto, buscar e interrogar a los posibles testigos y empezar a colocar las piezas del puzle que le han ordenado resolver.

Se quita el molesto mono de plástico y demás accesorios, vuelve con sus compañeros y los reúne en un círculo íntimo, un poco apartados del resto de policías municipales, que siguen por allí —excepto el subinspector Díaz, quien seguramente ha desaparecido para dedicarse a otros menesteres—.

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