Daniel Carazo Sebastián - Muerte en coslada

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El cadáver de un hombre aparece, un lunes cualquiera, en los aseos de la Biblioteca Municipal de Coslada. A su alrededor no hay ningún signo de violencia ni nada que justifique la postura tan forzada y retorcida en la que se encuentra el cuerpo.
Nadie conoce al muerto, nadie lo echa de menos, nadie lo reclama; es como si hasta el momento la presencia de ese hombre hubiese pasado desapercibida para todos los vecinos de la ciudad.
El caso llega a la comisaría central de la Policía Nacional de Madrid, donde la recién ascendida a inspectora Leire Sáez de Olamendi recibe la tarea de investigar tan extraña muerte.
Las pesquisas de la inspectora, unidas a la consolidación del nuevo equipo de investigación, nos llevarán por diferentes escenarios, geográficos y personales, hasta el final del misterio.

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—Está viniendo desde Barcelona —aclara Martina—. Es de allí, y cuando puede se escapa a su tierra. Está avisado desde esta mañana a primera hora, y su tren debe estar a punto de llegar a Atocha.

—Perfecto. Pues entonces, Lamata —no se atreve todavía a usar el mote de Abuelo para dirigirse al agente— y Eli, id a buscarle y le lleváis a Coslada.

Los aludidos asienten.

—Y nosotras nos vamos directas a la biblioteca donde nos deben estar esperando. Cid, ¿nos guías?

Leire se gira y, siendo la que está más cerca de la puerta, sale la primera del despacho. El equipo la sigue al instante, contentos de iniciar una nueva investigación. Una vez más, la inspectora se percata de que le falta algo: no ha previsto si se ha solicitado un vehículo para ellos. Se vuelve a mirar a su segunda, temiendo tener que admitir esa falta ante sus nuevos compañeros, pero Martina capta su duda y, antes de que ella diga nada, le enseña una llave que tiene en su mano.

—Si le parece, inspectora, conduzco yo. Me encanta el coche que nos han asignado.

Cada uno va entonces hacia su destino y, en pocos minutos, los tres policías que van directos a localidad vecina de Madrid están sentados en un moderno BMW serie 1 de color azul metalizado —seguramente, de la flota requisada a algún capo de la droga— y salen del garaje de la comisaría. La conductora, que no ha dado opción alguna a su compañero, en cuanto accede a la Gran Vía coloca la sirena en el salpicadero del vehículo, la enciende y pone el coche a una velocidad bastante más rápida de la aconsejada para el tráfico de esas horas. Por si no bastaba con el ruido que emite el distintivo policial, conecta la radio, sube el volumen para poder escucharla por encima del aullar de la sirena y se pone a cantar junto a Pablo Alborán —este lo hace bastante mejor que ella— su famoso tema «Te he echado de menos». Leire va de copiloto intentando concentrarse en los pasos a seguir cuando lleguen a su destino. Cid va en el asiento trasero mirando distraído su teléfono móvil, como si tanto escándalo no fuera con él.

Capítulo 3

El trayecto hasta Coslada, que según el navegador se debería hacer en veinte minutos, lo culminan en poco más de diez. Por la M40 Leire pasa algo de miedo debido a la velocidad que impone la subinspectora y, cuando se incorporan a la desviación que indica la salida al famoso estadio del Atlético o hacia Coslada y bajan la pronunciada cuesta que accede a la localidad, agradece que su compañera decida reducir la marcha.

El acceso no es precisamente bonito. Pasan por debajo de unas vías de tren que alojan varios vagones de transporte de mercancías y desembocan en otra rotonda; la cual, gracias a unas letras de granito, les indica que han entrado en Coslada.

Sin saber nada de su destino, les llaman la atención dichas letras, la gran bandera de España que preside el nombre de la localidad y lo cuidada que está la vegetación de esa rotonda, muy decorada en comparación con lo descuidado del acceso que acaban de atravesar.

Enseguida y sin que se lo tengan que pedir, Cid localiza en el navegador de su móvil la ubicación exacta de la Biblioteca Municipal y activa el manos libres para que Martina pueda seguir las indicaciones hasta su destino. Leire baja la radio y silencia la sirena. Martina se la pasa para que la guarde en la guantera delantera del coche.

La voz mecanizada que emite el teléfono de Cid les dirige hacia la inevitable avenida de la Constitución, presente en todas las poblaciones satélite de cualquier ciudad; la recorren en su totalidad y dejan atrás el Ayuntamiento y multitud de comercios que a esas horas ya bullen en actividad. Al final de la travesía llegan, cómo no, a otra rotonda, donde una gran escultura que representa el busto de una mujer desnuda de cintura para arriba parece vigilar su paso.

—Es «La mujer de Coslada» —lee Cid la indicación del mapa de su móvil.

Pero, quizá por defecto profesional, más que en la escultura se fijan en las instalaciones de la comisaría de la Policía Municipal que se encuentran a la espalda de dicha mujer.

—¡Vaya tela! —exclama Martina—. Si pilláramos nosotros ese edificio para nuestra comisaría. ¡Qué envidia!

Sus compañeros asienten en silencio, dándole la razón, y se lamentan de las diferencias de presupuesto que por desgracia ostentan los diferentes Cuerpos de Seguridad del Estado; de todos modos, como es algo que tienen asumido hace tiempo, no malgastan ni un minuto en tratar ese tema.

La subinspectora saca el coche de la rotonda hacia donde le ordena la sugerente voz del navegador y, nada más hacerlo, la presencia de varios coches de la policía local con las luces de sus sirenas encendidas y bloqueando el acceso a la calle por donde parece que tienen que ir les confirma que han llegado a su destino.

El equipo de policías se acerca con el BMW hasta la cinta policial que les impide el paso. Allí les detiene el gesto enfadado de un agente local, que visiblemente molesto se acerca a la ventanilla de Martina y, eso sí muy educadamente, se dirige a ellos:

—Buenos días, señoras —está claro que no se ha fijado en Cid, sentado detrás—, por aquí no se puede seguir.

Sin esperar respuesta, el policía local levanta la mirada hacia un compañero que controla la salida de la rotonda por donde acaban de acceder —y que les ha permitido pasar sin decir nada— y le chilla:

—¡Coño, Paco! ¡Corta ahí, joder, que ahora tienen que dar la vuelta por prohibido!

Leire se baja del coche y, antes de que se pueda dirigir al agente municipal, recibe una nueva reprimenda de este:

—¡Señora! ¡Espere a que le indique, no se me baje del coche aquí!

La inspectora saca su placa y se la planta delante al funcionario municipal; el cual, enfrascado en su tarea, tarda unos segundos en entender que está delante de una policía nacional. Leire le ayuda presentándose:

—Soy la inspectora Sáez de Olamendi. Vengo con mi equipo para hacernos cargo de la investigación.

El municipal vuelve a mirar el vehículo, extrañado de que no tenga ningún distintivo oficial, y solo parece confirmar la identidad de su interlocutora cuando ve a Cid, vestido con el uniforme corporativo. Se vuelve entonces hacia Leire y cambia radicalmente su actitud:

—Perdone, inspectora, es que al no ver nada en el coche… —enseguida echa mano de la radio y avisa a su superior—. Jefe, los de la Nacional están aquí, se los mando.

El agente levanta la cinta policial que les había detenido y espera paciente a que Leire vuelva a subirse al vehículo para avanzar hacia la zona acotada que les señala con la antena de la radio. Mediante esas señas les indica adónde tienen que dirigirse, vuelve a bajar la cinta policial y se da la vuelta para volver a increpar al tal Paco que, según su opinión, no está haciendo bien su trabajo.

Martina acerca el BMW hasta donde les ha dirigido y lo estaciona a los pies de un señor menudo, trajeado, visiblemente estresado, y a quien, por su manera de dirigirse a los demás, identifican como el jefe aludido por quien les ha permitido pasar. Los tres policías nacionales se bajan del coche y se quedan delante de su nuevo interlocutor. Este, sin tener claro a quién de las dos no uniformadas tiene que dirigirse, les habla en plural.

—Soy el subinspector Díaz, de la Policía Municipal de Coslada. Me van a perdonar, pero el inspector no se encuentra hoy aquí y soy yo el encargado de recibirles.

Leire se adelanta a sus compañeros:

—Hola, subinspector. Soy la inspectora Sáez de Olamendi, encargada del caso. —Y, sin ganas de dilatar más las presentaciones, va directa a su objetivo—: ¿Nos diriges?

El subinspector Díaz la mira de arriba a abajo con poco disimulo, mostrando extrañeza, quizá porque se había hecho otra idea del responsable que se iba a encargar del muerto aparecido en su territorio. Hace un gesto de evidente resignación y, consciente de que eso no le incumbe, decide seguir con la misión que le han encomendado sus superiores directos:

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