En cuanto tuvimos la oportunidad, cansados de habitar en pensiones baratas, buscamos residencia fija en Madrid. Encontramos dos pisos, uno encima del otro, en el distrito madrileño de Retiro, al lado del pequeño pulmón urbano que en aquellos tiempos otorgaba clase a quien viviera en él. Sin pensarlo demasiado los adquirimos y con ello forjamos todavía más nuestra unión. Íbamos juntos a trabajar, comíamos juntos, incluso tomábamos las copas del after también juntos y, eso sí, dependiendo de los éxitos de cada uno, nos retirábamos nuevamente juntos o cada uno por su lado y con su propia compañía. Solo nos separábamos cuando la empresa nos imponía viajar, pero incluso en esos momentos, el que se quedaba en Madrid velaba por los intereses del que se ausentaba.
Si algún día uno de los dos tenía un problema, el otro le cubría sin dudarlo. Hoy por ti y mañana por mí. Éramos como dos mosqueteros.
Pero pasó el tiempo y, antes de que nos quisiéramos dar cuenta, los nuevos gabrieles y juanes que venían empujando por detrás nos colocaron donde nosotros habíamos puesto a nuestros antecesores: en el armario laboral de los costes salariales demasiado altos para un trabajo que podía hacer cualquier recién llegado con un máster bajo el brazo y por mucho menos dinero, deseoso de conseguir nuestro estilo de vida.
Juan y yo quedamos relegados a tareas cada vez más superfluas o incluso a la formación de nuestros propios depredadores; así, hasta que llegó la hora de bajarnos del tren laboral.
Abandonamos la empresa en contra de nuestra voluntad y, como no podía ser de otra manera, una vez más, juntos. Ante esa nueva situación vital fue la primera vez que mi amigo y yo reaccionamos de manera distinta.
A mí me supuso cierto descanso. Me sentía fatigado por la actividad defensiva de los últimos años y, el verme liberado de todo aquello, junto con una buena situación económica, me permitió vivir tranquilo e intentando disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Pero Juan siempre había sido más inseguro que yo o más inestable, no sé cómo definirlo. Tras el despido, ambos nos habíamos quedado en igualdad de condiciones, pero pronto entendí que él dependía demasiado de los demás; para él fue más importante el aislamiento social en el que desembocó tras el abandono de la empresa que su propio bienestar. Después de toda una vida que giraba alrededor del trabajo, al estar fuera de ese mundo se dio cuenta de que había perdido su forma de vida y, ante la elección de reinventarse o dejarse llevar por el hastío, eligió la segunda opción, que le hundió emocionalmente.
Nuestros amigos —Juan así los consideraba— se transformaron en conocidos; muchos continuaron con sus vidas y empezaron a formar familias, y con ello abandonaron la intensa actividad social que nos había unido hasta entonces. Quienes no lo hicieron tuvieron que adaptarse a las normas impuestas por las nuevas generaciones, asumiendo unas novedades y un estilo de vida que no estaba hecho para nosotros, y del cual nos quedamos fuera, ya que nunca invitaron a dos viejas glorias del mundo empresarial como nosotros.
Juan y yo nos quedamos solos, como al principio, con la diferencia de que él nunca volvió a ser el mismo, y yo tardé en reaccionar a la ayuda que pedía a gritos mi único amigo. Este cambio no fue repentino, fue gradual, muy gradual y, a pesar de todo lo que vivimos tras nuestro despido, fue la causa del final de Juan.
Sentadas ya en el coche, Leire y Martina se quedan un momento pensativas, sin ser conscientes de que siguen aparcadas delante de un vado permanente y pueden entorpecer el paso de la calle Abtao. De repente, la subinspectora saca un libro del interior de su cazadora y se queda mirándolo. Leire se sorprende y, sospechando de dónde lo ha extraído, se ve obligada a preguntar:
—¿Y ese libro?
Martina, en vez de responder a su jefa, se limita a dárselo para que lo vea. Leire lo coge pero, sin apartar su mirada de su compañera, le sigue preguntando:
—¿Lo has cogido de la vivienda de Gabriel?
Ella asiente en silencio.
—Sabes que ni siquiera deberíamos haber entrado ahí, ¿no?
Por toda respuesta Martina le señala el libro para que centre su atención en él. Leire lo observa entonces: es un libro fino, de unas ciento cincuenta páginas y titulado Por fin una historia . La portada, poco atractiva para conseguir que un lector se fije en ella, es la foto de unas manos escribiendo al ordenador, y nada más, pero lo que por fin llama la atención de Leire es el nombre del autor: Juan Gabicacogeaskoa.
—¿Este no es el nombre del vecino de Gabriel Coscullela?
Martina asiente una vez más.
—¿Y? —pregunta Leire, algo enfadada por la actitud de su subordinada.
La subinspectora la mira abriendo mucho los ojos, como queriendo que su jefa piense lo mismo que le ha llevado a ella a coger el libro y sacarlo de la casa, pero el gesto serio de Leire le demuestra que no están en la misma onda. Por fin, se resigna a darle una explicación.
—Efectivamente, es el vecino de Gabriel a quien ha hecho referencia el portero, pero no es solo eso lo que me ha llevado a cogerlo. ¿No has visto dónde estaba?
Leire niega con la cabeza mientras trata de recordar todo lo que ha revisado en la vivienda.
—En la mesilla de noche —insiste Martina.
La inspectora sabe que su compañera quiere que ella entienda algo, pero por más que se esfuerza no lo consigue.
—Todos los libros de la casa estaban perfectamente colocados en la estantería del salón —explica Martina—, ordenados como pocas veces he visto una librería personal… Todos menos este, que estaba en la mesilla de noche, al lado de la cama.
—¿Y esa es razón para que lo hayas cogido?
—Pero, Leire, ¿quién se deja un libro ahí cuando hemos comprobado que sabía que se iba a ir de viaje?, ¿y, además, uno que se ve tan usado como este? Es llamativo lo manoseado que está, como si se hubiera leído muchas veces; lo cual, por cierto, contrasta también con el estado impoluto de los demás libros que hemos visto. Y el autor es el único vecino, o persona, con quien nos dice el portero que tenía relación el muerto —explica atropelladamente Martina.
Leire vuelve a centrar su atención en el libro que todavía tiene en sus manos. Al hojear las páginas interiores comprueba que están llenas de anotaciones y marcas de lectura.
—Desde luego le gustaba, eso está claro —concede.
—Verás, Leire —se justifica Martina—, tengo una corazonada con este libro, por eso me lo he llevado sabiendo que no lo debía hacer y que quizá no entenderías mi decisión. Espero no haberte molestado demasiado. Estamos empezando a trabajar juntas y no quisiera estropear el equipo antes de que madure. Te prometo que no volveré a hacer algo así sin preguntarte, pero dame un voto de confianza; al inicio de una investigación nunca se sabe lo que va a ser útil.
Leire agradece las palabras de su compañera, y así se lo hace saber con la mirada. Ella misma ha sufrido muchas veces las imposiciones de sus superiores cuando se le hacían injustas y sabe que, aunque la puede obligar a que le rinda cuentas siempre que quiera hacer algo, eso sería coartar su iniciativa y su aportación personal a la resolución del caso. Va a decirle que no se preocupe, cuando las sobresalta un pitido agudo originado al lado de la ventana derecha del BMW: un coche tiene entrar al garaje que ellas bloquean, y su espera está provocando un atasco en el que el resto de los conductores, animados por el primer toque de claxon, empiezan también a protestar.
Martina asoma una mano por la ventanilla para disculparse, arranca el coche y lo saca de su estacionamiento con una sonrisa en la cara. Cuando ya han dejado pasar al vehículo y puede volver a parar un poco más adelante, en otro vado permanente, le pregunta a su jefa:
Читать дальше