—Además, la bibliotecaria le habría visto entrar a última hora, y no fue así —le apoya Leire.
—A este tío se lo han cargado, inspectora. Alguien le dio agua con estricnina, se la bebió por voluntad propia, porque tampoco hemos encontrado ningún signo de haber sido forzado, y quien fuera le dejó morir en el baño mientras recogía las pruebas del delito. Así de fácil.
—Ya, así de fácil —le repite Leire.
—Ja, ja, ja… Me caes bien, Leire. ¡Eres muy natural! Así de fácil para nosotros, en el laboratorio, así de difícil para los que estáis en la calle. ¡Suerte!
Con ese ánimo, el Sabueso corta la comunicación, y las dos policías se quedan mirando el teléfono móvil como si todavía fuera a darles algún dato más. Al rato, Leire reacciona:
—¡Pues vamos! Ahora nos toca a nosotras hacer que nuestra parte sea más fácil.
Martina la mira animada. Se nota que le gusta esa actitud proactiva en su jefa. Se levantan las dos y, mientras se dirigen a por el coche, la subinspectora, como si nada, pregunta:
—¿Te lo pasaste bien ayer?
Leire se turba un poco. No esperaba volver a un trato tan personal estando todavía dentro de la comisaría, pero no quiere ser desagradecida, porque la verdad es que le vino muy bien esa salida nocturna.
—Muy bien. Respecto a eso, me gustaría aclarar…
—No te preocupes —interrumpe Martina—. Tengo claro cuándo somos policías y cuándo podemos ser amigas. Pero llevo toda la mañana preguntándome si disfrutaste anoche. Yo me lo pasé genial.
—Yo también, Martina. Estuvo muy bien y me reconfortó mucho. Hacía tiempo que no salía.
—¡Me alegro mucho! Por cierto, no te pienses que no te he hecho caso, que estas ojeras que tengo evidentemente me han salido por dormir poco, pero no porque nos acostáramos tarde, sino porque después me quedé leyendo el libro tal y como me mandaste.
—¿Te lo leíste entero anoche?
—¡Enterito! Está bastante bien, todo sea dicho. Me entretuvo mucho y se lee de un tirón. Es una novela sobre un tío que se aísla en un pueblo para escribir y conoce a una mujer, la cual resulta que vive de la pasta que hereda de sus parejas. Curiosamente, el autor es también el protagonista de la historia, ¡es el propio Juan Gabicacogeaskoa el que se va al pueblo y conoce a esa mujer!
—¿Y las anotaciones que había en los márgenes? —la inspectora se refiere a todas las que había escritas a mano en las páginas del libro.
—Una pasada y casi lo mejor para nuestro caso. Es como si Gabriel tuviera celos de Juan Gabicacogeaskoa, porque son todo aclaraciones a situaciones que narra el texto, explicaciones sobre una u otra actitud de los personajes, comentarios sobre los escenarios… Es como si a Gabriel no le hubiera gustado como estaba escrito el libro y lo quisiera corregir.
Las policías llegan y suben al BMW pero, antes de arrancar, Leire lanza una orden clara sobre el libro:
—No sé si al final tendrá algo que ver con todo esto o no, pero por ahora nos lo guardamos para nosotras, ¿vale? Ya sabes cómo cogiste el libro, y no quiero que se sepa todavía. Nos apuntamos en la lista de tareas investigar a ese Juan Gabicaco… lo que sea.
La subinspectora asiente, una vez más sin perder su eterna sonrisa.
—Y ahora, vámonos a Coslada de una vez —ordena Leire.
Juan, cansado de la monotonía y la falta de interés de su nueva vida, decidió irse a un pueblo a vivir. Fue una mañana en la que dábamos un paseo por el Retiro cuando me lo dijo:
—Será temporal, es para escribir una novela —añadió.
A mí me había contado ya tantas veces que quería cumplir ese viejo sueño de ser escritor que no pude hacer otra cosa que apoyarlo en su decisión; ya estaba vislumbrando su depresión, y solo la ilusión que le hacía tener un objetivo, que él veía alcanzable, me impulsó a animarlo. Me propuso ir con él, yo creo que por miedo a verse solo, invitación que decliné firmemente desde el principio. Nunca me he visto viviendo en un ambiente rural, por muy cerca de Madrid que esté; además, debo reconocer que aquellos días, su actitud ante la vida me estaba agobiando un poco y por eso, quizá preso de mi egoísmo, opté por ayudarle a partir, defendiendo así mi propio espacio de libertad.
Después de aquel día en que me comunicó su decisión pasé bastante tiempo convencido de que Juan iba a ser incapaz de cumplir su amenaza de abandonar la capital. Tanto él como yo somos dos auténticos animales urbanos, y por eso supuse imposible otro tipo de vida para mi amigo. Pero al final se fue, y me demostró que tenía más personalidad de la que había sacado a relucir tras quedarnos fuera del mercado laboral.
Al encontrarme solo aproveché para descansar, para dedicarme a mí y no a ocuparme de que él no se hundiera en la depresión que le acechaba, y eso me reconfortó bastante, me permitió recuperar fuerzas y afianzarme en mi nuevo tipo de vida que, aunque aburrido, era tranquilo y seguro.
Lo que me extraña ahora es que Juan está aguantando demasiado en su nueva vida. Cuando se fue, le auguré —sin decirle nada— un regreso más que rápido, y por eso decidí cortar y separarme de él lo máximo posible, no tener noticias suyas durante un tiempo; pero ahora me sorprendo porque soy yo el que le echa de menos, soy yo el mosquetero que no puede vivir sin su compañero, y sobre todo me sorprendo porque me corroe la curiosidad por saber qué es lo que está consiguiendo que mi amigo se haya olvidado de esta manera de mí.
Por eso he decidido ir a verle al pueblo, hacerle una visita para descubrir así qué hace y con qué llena su tiempo; por supuesto será una visita sorpresa, para no darle opción a preparar ningún escenario ante mi aparición.
—¡Gabriel, qué sorpresa! —me ha dicho, de manera muy sincera, al abrir la puerta del chalé que tiene alquilado y al que acabo de llamar sin anunciar previamente mi llegada.
Juan se muestra alegre de verme. No es de los que pueden disimular sus sentimientos, y menos ante mí. Me invita a pasar a su nueva casa, un pareado pequeño y austero que recorremos en menos de cinco minutos y donde la única habitación que merece la pena ver es la que dedica a su nuevo trabajo de escritor. Allí, el espacio lo llena casi al completo una mesa de madera de pino que acoge en su superficie un ordenador, un cuaderno abierto de par en par —esperando a ser escrito, por cierto—, y muchos papeles por el suelo que hace días desbordaron el hueco de una pequeña papelera de plástico.
Me prepara un café y me invita a sentarme en una pequeña mesa del porche de la entrada. Pasado ese momento inicial de incertidumbre, en el que nos cuesta a ambos reconocernos en un ambiente tan diferente al que ha sido el nuestro durante tantos años, volvemos a recuperar rápidamente la confianza y el vínculo que nos unía. En cuanto empezamos a hablar es como si no hubiéramos estado separados, como si siguiéramos igual que antes de venirse él al pueblo. Ahora, y gracias al relato de Juan sobre su nueva vida, puedo comprobar, con cierto asombro, cómo ha conseguido instalarse en este pueblo, luchar por su objetivo literario e incluso sentirse uno más en la vida social de la localidad.
Es en el momento en que nos vamos a despedir, para que yo vuelva a Madrid, cuando llaman al timbre de su casa y Juan abre la puerta a una mujer espectacular; de las que, sin ser una belleza, te atrae nada más verla. Es una mujer muy seductora, sin conocerla me engancha solo con su presencia porque, por supuesto, yo no me quedo fuera del influjo de sus encantos. Juan nos presenta y, solo viéndole como actúa frente a ella, me doy cuenta de que mi amigo tampoco ha escapado a ese efecto, así que decido al instante quedarme en un segundo plano y no entrometerme en lo que pueda haber entre ellos.
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