Daniel Carazo Sebastián - Muerte en coslada

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El cadáver de un hombre aparece, un lunes cualquiera, en los aseos de la Biblioteca Municipal de Coslada. A su alrededor no hay ningún signo de violencia ni nada que justifique la postura tan forzada y retorcida en la que se encuentra el cuerpo.
Nadie conoce al muerto, nadie lo echa de menos, nadie lo reclama; es como si hasta el momento la presencia de ese hombre hubiese pasado desapercibida para todos los vecinos de la ciudad.
El caso llega a la comisaría central de la Policía Nacional de Madrid, donde la recién ascendida a inspectora Leire Sáez de Olamendi recibe la tarea de investigar tan extraña muerte.
Las pesquisas de la inspectora, unidas a la consolidación del nuevo equipo de investigación, nos llevarán por diferentes escenarios, geográficos y personales, hasta el final del misterio.

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—Algo importante para él se traería entre manos —justifica la subinspectora—, y seguramente le ocupaba día y noche… Si no, la verdad es que yo tampoco entiendo ese traslado.

—Sigue, Cid, por favor —Leire quiere centrar la conversación en datos reales, y no en conjeturas.

—Pues poco más, inspectora. Era un hombre sin sorpresas. Los gastos abonados con su tarjeta de crédito le hacen un tipo muy normal y rutinario desde hace tiempo; ya sabe: compras en supermercados, comercios cercanos a su domicilio, esporádicamente algún cine o teatro y cosas parecidas… Todo hasta que hace unos meses decidió viajar y salir de Madrid, para acabar finalmente en Coslada.

—¿Viajó a otro sitio, a parte de a Coslada?

—Bueno, viajar como tal no lo sé, pero después de toda esa rutina que le comento, de repente aparecen un pago para comprar un billete de autobús y otro de restauración en un comercio que todavía tengo que localizar de dónde es y, después de eso, es cuando empieza con los abonos quincenales en el hostal, o lo que sea, de Coslada. Algo raro le tuvo que pasar para que rompiera tanta estabilidad de manera tan abrupta, ¿no cree?

—Supongo que sí —se resigna Leire—. La cuestión es saber qué le llevó a Coslada y, por lo que cuentas, dónde estuvo antes, porque imagino que ese billete de autobús no le habrá llevado precisamente a esta ciudad, ¿no?

—Es de Alsa —lee en alto Cid.

—¿Alsa? —pregunta la inspectora, sin saber a qué se refiere su agente con esa palabra.

—Perdón —aclara Cid—, estaba pensando en alto. Son billetes de la línea de autobuses Alsa. Estos van por toda España. Cruzaré datos de fechas y horarios para enterarme de adónde fue antes de acabar en Coslada.

—Perfecto.

La inspectora se fija entonces en Eli y en el Abuelo, a ver quién de los dos se anima a intervenir primero y dar relevo a su compañero. No se sorprende al ver tomar la iniciativa a la joven agente:

—Yo —empieza Eli—, la verdad es que saqué poca información en la zona de la biblioteca. Los comercios de la calle no tienen cámaras de seguridad, solo he encontrado una en la gasolinera más cercana; ya les he pedido copias de la grabación del sábado a sus responsables, pero no creo que nos aporten nada, porque está bastante apartada del acceso a la biblioteca. Respecto a la gente de por allí, creo que al hablar conmigo buscaban más que yo les diera datos del crimen que aportármelos ellos a mí. Nadie sabía nada del muerto. Todos a los que pregunté se habían enterado de que habían matado a alguien, y poco más; en el barrio no se ha echado de menos a ningún vecino, y nadie conoce a nadie que supiera nada…

—Desesperante —la consuela Martina.

—Y, dentro de la biblioteca, creo que nunca han visto a tanta gente interesada en los libros como ayer —termina Eli—. Por supuesto, pocos lectores y mucho cotilla.

—No te preocupes, guapa. Te tocó lo más ingrato —añade la subinspectora, animándola.

Elisenda le agradece el apoyo con una tímida sonrisa.

—¡Pues ya solo faltas tú, Abuelo! —vuelve a intervenir la Martina—. ¿Qué te dijo el Sabueso? ¿Se mató Gabriel solito o se lo han cargado?

El agente Lamata encaja mal la broma y mira con cierto enfado a su superiora directa. Leire se da cuenta e interviene:

—Subinspectora, lo que aportó ayer el agente Lamata era una sugerencia, y como tal siempre es bien recibida. No hagas broma de eso, por favor.

Martina acepta la reprimenda de su jefa encogiéndose de hombros y sin perder su sonrisa. La inspectora da pie entonces al Abuelo para que se explique.

—Dicen los de la científica que la autopsia confirmó que el motivo de la muerte fue una intoxicación. Como siempre se escudan en que necesitan más tiempo, que les falta procesar muestras, recabar datos y todo eso, pero tienen claro, y así nos lo pasarán en el informe, que en el cuerpo había altos niveles de estricnina.

—¿Estricnina? —pregunta Cid—. Eso es un matarratas, ¿no?

—No seas simple, Cid —le recrimina el Abuelo—. Es un veneno de los clásicos: mata ratas y todo lo que se le ponga por delante. En mis tiempos de agente de cercanía lo sufrí en muchas ocasiones, algún cabrón lo echaba de vez en cuando en los parques para cargarse a los perros de los vecinos. Hay gente con muy mala leche.

—Desde luego —asiente Eli—, hace falta ser capullo.

—Pero no os olvidéis de que estamos hablando de una persona, chicos —les corta Martina—, de que, nos guste o no, y aunque a veces no lo parezca, somos más racionales que los perros. Nosotros no vamos comiendo bolas de carne envenenadas por ahí. Si el muerto tenía estricnina en el cuerpo, es porque alguien se la ha dado.

—O se la ha tomado él solo —insiste el Abuelo en su teoría del suicidio.

—¡Joder, Abuelo! —le recrimina la subinspectora—. Mira que eres cabezón. ¿Tú te suicidarías con estricnina?, ¿no habrá formas más dulces de morir?

Se quedan todos un rato pensativos, mirando la foto de Gabriel —que parece que les sigue vigilando desde la pizarra— y seguramente acordándose de la postura tan forzada que tenía su cadáver; la cual, desde luego, no indicaba que hubiera tenido una muerte placentera.

Llegados a este punto de las explicaciones de la acción del día anterior, Leire duda sobre si darles todos los datos de sus indagaciones en el piso de Gabriel, pero finalmente no lo considera necesario y lo que hace es ponerlos nuevamente a trabajar. Además, y para descartar de una vez la posibilidad del suicidio, quiere llamar personalmente al inspector Vich, pero prefiere hacerlo en privado y así evitar más comentarios del equipo hacia el Abuelo.

Manda a los tres agentes a seguir indagando sobre la identidad y el rastro de Gabriel Coscullela y, cuando ya se queda a solas con Martina, le pide que cierre la puerta de la sala mientras marca el número del Sabueso y pone el altavoz de su teléfono móvil.

—¡Inspectora Sáez de Olamendi! —responde de inmediato el Sabueso—. Ya estaba esperando tu llamada. ¿Cómo va todo?

—Bien, Vich, intentando arrancar con buen pie la investigación.

—Ya te habrá dicho tu hombre que al difunto lo han envenenado, ¿no?

—Me lo ha comentado. Estricnina, me ha dicho.

El inspector de la científica afirma con un sonido, seguramente atento a la conversación y a muchas otras cosas más.

—¿Qué grado de seguridad tenemos, Vich?

—¡Pero, qué pregunta! Pues total. Causa de la muerte: estricnina, al cien por cien, y una dosis alta. ¿No viste cómo estaba de retorcido? Si quieres, te cuento cómo se produce la muerte de una persona cuando ingiere este veneno: se produce una asfixia por parálisis de los músculos respiratorios, previa crisis convulsiva y contracturas musculares generalizadas. Vamos, que es como si te quisieras tocar la cabeza con los pies. Además, ¿recuerdas que se había meado?, pues una cosa más de la estricnina: se te va el pis, y es un pis más oscuro de lo normal, como el que manchó los pantalones de ese hombre.

—Entiendo… —Leire no sabe cómo preguntarle por la teoría del suicidio, ya que ni ella misma se la cree, pero sabe que debe descartar todas las hipótesis—. Una cosa más, ¿crees que pudo ingerir él la estricnina?

—¿Y quién si no, Leire? El muerto es él, ja, ja, ja.

—Me refiero a si pudo ser un suicidio, si pudo tomarla por voluntad propia.

—Bueno, ya sé lo que me dices. No… creo que no es posible. Tal y como estaba, y teniendo en cuenta la dosis que tenía en el cuerpo, la muerte se produjo como mucho unos diez o quince minutos después de tomarla, o incluso menos. Te puedo decir que la tomó disuelta en agua, porque no había restos de comida en el estómago, ni de vómito en el exterior. Si la hubiera tomado él por voluntad propia, habríamos encontrado al menos el recipiente donde estaba disuelta con el agua, porque no creo que le diera tiempo a tomarla en la calle, entrar a la biblioteca y morirse allí dentro. Ni tampoco, si la hubiera tomado dentro del edificio, a recoger sus pertenencias antes de palmarla… No parecería demasiado lógico, ¿no?

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